martes, 29 de septiembre de 2015

José Antonio Marina: Por qué soy cristiano. Por Pedro Castelao

Marina, José Antonio: Por qué soy cristiano. Anagrama, Barcelona, 2005. 160 páginas. Comentario realizado por Pedro Castelao.

Carta abierta a José Antonio Marina, a propósito de Por qué soy cristiano

Estimado Sr. Marina:

He leído con mucho gusto su último libro, Por qué soy cristiano, y quisiera agradecerle no sólo el hecho de que lo haya escrito, sino también que lo haya publicado. He accedido a su invitación de visitar su página web y he visto la larga y pausada gestación que ha tenido su ensayo. Me parece que ha escogido un momento especialmente oportuno para que vea la luz y, espero, por ello, que su libro tenga una amplia difusión y una nutrida crítica. No es frecuente en nuestro país que autores de reconocido prestigio se ocupen de la cuestión religiosa y, menos aún, que lo hagan con seriedad y honestidad.

Espero que no parezca adulación lo que no es sino un sincero reconocimiento, pues, entre otras cosas, he de decirle que es muy de agradecer la claridad de su estilo. Virtud, ésta, que no es de las menores en su libro. Sin embargo, lo que más aprecio en su trabajo es esa actitud de exquisito respeto hacia el hecho religioso y, al mismo tiempo, su completa libertad para analizarlo y criticarlo sin miramientos en aquello que, a su juicio, merece algún tipo de reproche. Como le diré a continuación, no comparto todas sus opiniones —aunque sí muchas de ellas—, pero tengo que reconocer que admiro cómo las expone.

He de confesarle que lo primero que leí de Ud. fueron las Crónicas de la ultramodernidad que publicaba en El Semanal que mis padres recibían en su casa con el periódico de los domingos. Sus puntos de vista me parecieron muy sugerentes y su aura de investigador privado acrecentó no poco mi interés.

He estudiado teología y ahora me dedico profesional y vocacionalmente a ella. Esto es lo que explica que, una vez terminadas aquellas colaboraciones y después de tiempo sin leerle, me volviese a encontrar con Ud. cuando publicó Dictamen sobre Dios. Me interesó mucho su libro y los diálogos que suscitó. Poco después, por razones que no vienen al caso, también leí El rompecabezas de la sexualidad, libro rico en datos y, como todos los suyos, de ágil y entretenida lectura. Aunque me han regalado Ética para náufragos, he de decirle que todavía no he podido leerlo. Pero no quiero aburrirlo con detalles intrascendentes de mis lecturas de sus obras, pues aunque se me antoja una persona amable, seguro que su tiempo y su paciencia son limitados.


* * *

Si no he entendido mal su ensayo, Ud. da razón de su ser cristiano, en primer lugar, afirmando con creciente insistencia, que en cuestiones religiosas uno se las tiene que ver con convicciones íntimas, con creencias personales o, como Ud. dice, con «verdades privadas». Estas verdades son netamente diferentes de las verdades de la ciencia o de la ética, ya que éstas son universales y, por ello, públicas. En caso de conflicto, las segundas deben prevalecer sobre las primeras.

En segundo lugar, afirma que en la historia del cristianismo, sobre todo en sus primeros siglos, se ha producido una hipertrofia del pensamiento especulativo —que Ud. llama tendencia «gnóstica»— unilateralmente preocupada por el conocimiento y la verdad. Dicha tendencia estaría contrapuesta a otra vertiente más práctica, más preocupada por la acción, la justicia y la bondad. Un hipotético Jesús redivivo en el 451, pongamos por caso, se reconocería en la ortopraxis de sus seguidores, pero no entendería nada de las controversias que fraguaron su ortodoxia.

Es por ello por lo que, en conclusión, a Ud. le interesa el proyecto de Jesús —el Reino y su justicia— y le interesa su experiencia originaria: Dios como «energía creadora participable». Y, por estas razones, la dogmática le parece «un fruto excesivo de la interpretación “gnóstica”, empeñada en hablar de lo que no se puede hablar» (p. 149).

Ojalá que esta síntesis no traicione su pensamiento, puesto que es claro que no hace justicia a la multitud de datos que maneja y a la riqueza de matices que tiene su exposición. No obstante, me parece que no es del todo inexacta.

Quisiera llamar su atención únicamente sobre estas tres cuestiones: el carácter privado de las verdades religiosas, su concepción de la dogmática y, finalmente, su idea de Dios. Comienzo por la primera de ellas, no sin antes hacer una consideración que me parece de decisiva importancia: lejos de mí la imprudencia o la osadía de invadir su fuero interno. No pretendo puntualizar o corregir sus creencias más íntimas. Me limito, simplemente, a opinar sobre sus concepciones teológicas en aquello que de público tienen, aprovechando, claro está, que cualquiera puede leerlas (o escucharlas en su web).

Pedro Castelao
1) Conforme leía su libro iba experimentando una creciente incomodidad, según Ud. insistía en el carácter privado de la verdad religiosa. ¿Querrá decir que no es comunicable?, ¿querrá decir que no es universalizable?, me preguntaba. He de confesarle que sus matizaciones acerca de esa privacidad me tranquilizaron en parte, pero no consiguieron serenarme y convencerme del todo. Le diré por qué. Me parece que no es lo mismo «privado» que «personal». Privado y público son metáforas que pertenecen a la esfera de lo social y no me parecen las más adecuadas para caracterizar o diferenciar las verdades de la ciencia, la ética y la religión. Creo que es necesario reconocer el carácter personal de la experiencia religiosa, pero también el carácter público y universal de su verdad.

El proceso de verificación ética es un proceso de convencimiento. Ud. mismo reconoce que no se puede verificar el amor o la dignidad de un ser humano como se verifica el peso o la altura de una persona. Tener la evidencia de que una persona me ama es llegar a estar convencido de ello. Si bien, nunca, absolutamente nunca se puede alcanzar un estado de evidencia tal, que descarte el engaño o la traición. Y esto se debe a la propia naturaleza de lo experimentado: la absoluta indisponibilidad del otro y su radical libertad. Me ama, pero bien pudiera no hacerlo y aunque todo apunta a que este amor permanecerá por siempre, no se puede demostrar apodícticamente que así será.

Me parece interesante esta constatación: en la vida humana la capacidad de verificación de la verdad es inversamente proporcional a la importancia decisiva y radical que dicha verdad tiene para la existencia. Es decir, cuanto más decisiva y radical es una verdad en la vida concreta de un hombre, más difícil y compleja es su verificación. A esto mismo se refiere Andrés Torres Queiruga —a quien sigo en estas consideraciones— cuando dice que «cuanto más densamente humana es una intencionalidad, más difícil resulta su poder de convicción apodíctica y más reducido su alcance cuantitativo. Resulta evidentemente más fácil convencer en ética que en religión; pero también resulta más fácil hacerlo en biología que en ética...» (A. TORRES QUEIRUGA, «Ética y religión: ¿vástago parricida o hija emancipada?», en RyF 249/1.266 (2004) 295-314).


Es claro, la complexión física de alguien es un asunto banal en relación a su mundo afectivo y, paradójicamente, lo primero es más fácilmente determinable que lo segundo. El grado de complejidad aumenta en las cuestiones decisivas de la existencia que tienen que ver con el sentido de la vida, la seguridad de la muerte y la esperanza en una vida futura. Si es fácil medir y pesar a alguien, pero es más difícil aprehender la verdad de sus sentimientos, es absolutamente imposible verificar empíricamente la veracidad de sus convicciones religiosas. Lo cual no podrá significar, como Ud. mismo reconoce, negar la posibilidad de su verdad.


Hay ámbitos de la existencia que no pueden pasar de lo que Ud. llama «verdad material» y que, por su propia naturaleza, jamás podrán llegar a ser objeto de una «verdad formal», pues en el momento de que así fuese dejarían de ser lo que son. No es lo mismo la verdad formal acerca del número de estrellas —que, tal vez, un día pueda llegar a determinarse— que la verdad formal acerca de la existencia de Dios, puesto que, por su misma naturaleza, Dios se encuentra más allá de la polaridad esencia–existencia y, por tanto, nunca jamás podrá dotar a esa verdad de su carácter formal. Esta imposibilidad de adecuación al modelo científico de verdad formal —recordemos la alusión a K. Popper que Ud. mismo hace: sólo puede ser formalmente verdad aquello que puede ser formalmente falso— no deslegitima la pretensión de verdad pública, comunicable y universal de las afirmaciones religiosas, sino que simplemente señala su carácter esencialmente distinto, que, sin embargo, no puede ser cualificado de privado.


En efecto, el carácter público y universal que Ud. le concede a las verdades científicas no me parece cuestionable. Lo que sí me lo parece es que lo aplique, también, a las verdades éticas, pero lo niegue totalmente a las religiosas. Las verdades religiosas son radicalmente distintas de las científicas, en cuanto a su método y en cuanto a su objeto. No hay duda. Y también el mundo de los valores y de los deberes morales tiene unas características específicas que le confieren una especial particularidad. Sin embargo, a mi entender, las verdades éticas comparten mucho más con las verdades religiosas de lo que, según parece, Ud. está dispuesto a conceder, aun reconociendo también que son diferentes.

Que «la vida de todo hombre es un bien estimable que ha de ser protegido por su intrínseca dignidad» es una verdad ética que exige un tipo de verificación que guarda más relación con la verificación de la verdad religiosa que afirma la «creación a imagen y semejanza de Dios», que con la de la verdad científica que afirma la ley de gravitación universal. Ninguna de las dos primeras es matemáticamente demostrable ni empíricamente constatable. Sólo lo es la tercera. De las dos primeras sólo se puede estar convencido, o no. Ahora bien, ese convencimiento implica un logos propio, comunicable, discutible, aceptable o rechazable.

Que las verdades religiosas no sean universales de hecho, no significa que no puedan serlo en principio. Lo mismo que sucede con la ética, ya que, de hecho no se acepta unilaversalmente ni la libertad de conciencia ni la libertad de expresión y, sin embargo, sí sería deseable que fuesen aceptadas. En este sentido, he de confesarle que a mí me parece que sería deseable que todo hombre pueda afrontar con esperanza la amenaza de la muerte, y pueda luchar, con el apoyo de un fundamento Último, contra las injusticias y las desgracias de la vida. Creo que una vida sin Dios no descubre todas las potencialidades de sentido de la existencia y, por ello, es menos plena. Y creo, también, que es posible experimentar y verificar estas afirmaciones en el discurrir de la existencia, de forma similar a como se experimenta y se verifica que es mejor compartir que robar, o que es mejor confiar en los tribunales de justicia y renunciar a la venganza, que tomarse la justicia por la mano.

Las verdades religiosas, como las éticas —a pesar de lo que las diferencia— son verdades compartidas. Y lo que se comparte no puede ser meramente privado. Las creencias religiosas son personales, pero no privadas; son propias, pero no intrasferibles. La verdad de las creencias religiosas es pública y tiene pretensiones de universalidad porque es ofrecida a todos y por todos puede ser recibida. De hecho, puede ser explicada, discutida, aceptada o rechazada. En efecto, la historia de las religiones no podría entenderse sin el hecho de la transmisión multigeneracional de sus creencias. Y su proceso de recepción no es sino su proceso de verificación, pues nadie acepta personalmente una creencia que no considera verdadera. Como a Ud., tampoco a mí me interesan aquí los creyentes sociológicos, sino los que han integrado personalmente aquello que dicen creer. Que haya personas que todavía no han experimentado la verdad de las religiones no significa, en principio, que no puedan llegar a experimentarla y, sumarse, si así acontece, al conjunto de aquellos que ya disfrutan de tal verdad. Me parece, pues, que la relación adecuada entre la ciencia, la ética y la religión no debe configurarse según las metáforas sociales de lo público y de lo privado, sino más bien, a través de los diferentes estratos de la realidad a la que cada una de ellas hacen referencia y que, en consecuencia, reclaman un tratamiento distinto y adecuado a su particular «objeto». El cómo de la realidad para la ciencia; el deber ser y los valores para la ética, y el sentido último de todo y la realidad de Dios para la religión.

José Antonio Marina
El peligro que, si no me equivoco, Ud. quiere evitar ciñendo a la religión al ámbito de lo privado puede ser evitado de otras maneras en ladiscusión pública. Le pondré un ejemplo que, desgraciadamente, está cobrando máxima actualidad en los EE.UU.: el conflicto en torno al creacionismo. Ud. alude a él claramente cuando dice: «la afirmación de los fundamentalistas de que la creación del mundo ocurrió en siete días no puede competir en plano de igualdad con las verdades científicas. El ámbito de la verdad privada es la vida privada». El creacionismo no es una verdad privada, ni tiene que ser protegida como si lo fuese. El creacionismo es un error teológico que se oculta detrás de una falsedad científica. Por ello me parece que debe ser discutido y refutado en público y no relegado, incólume, al ámbito de lo privado. Y lo mismo con cualquier otra cuestión en la que puedan darse fricciones entre las pretensiones de unos pocos y las verdades sociales de la mayoría. Creo que la discusión pública ayuda al esclarecimiento de la verdad que, como en el caso de los insumisos y la profesionalización del ejército, bien puede aparecer como algo anecdótico y marginal al principio, hasta que, al final, se acaba imponiendo a toda la sociedad.

En definitiva, me parece que las verdades de la religión no son verdades privadas, sino públicas, universales, comunicables y discutibles de modo similar a como lo son las de la ética.

2) Aunque me parece innegable que en la historia de la teología cristiana ha habido excesos especulativos de trágicas consecuencias prácticas —pensemos, por ejemplo, en las justificaciones agustinianas de la condenación eterna de los niños muertos sin bautizar, o en toda esa vena del pensamiento protestante que reconoce en el Deus absconditus un lado terrible y oscuro en la propia divinidad, o en las alambicadas controversias sobre la gracia de la teología barroca, o en toda la imaginería teológica sobre el Adán supralapsario y los dones preternaturales, o en las controversias acerca del estado intermedio, etc.— también me parece que no se puede negar que una cosa son los excesos, las deformaciones e, incluso, las perversiones del pensamiento teológico y otra, afortunadamente muy diferente, la necesidad de pensar aquello que se cree.

La dogmática no es un fruto excesivo de la interpretación intelectualista del cristianismo. Es una necesidad intrínseca del propio cristianismo. La dogmática contiene tales excesos, pero también es cierto que ella misma los purifica en su continuo repensarse. No digo que siempre lo haga con éxito, pero sí le aseguro que siempre lo intenta. Lo que es desechable son sus excesos, pero no ella misma.

Tal vez sea una deficiencia mía, pero no puedo concebir un cristianismo sin teología, como no puedo pensar un ser humano sin razón o sin esperanza. Pues no otra cosa es la teología con respecto al cristianismo: el discurso sobre los contenidos de la fe cristiana, su logos interno, o dicho de otra forma, la reflexión sobre lo que esperamos sea la verdad última, frente a la cual todo es preliminar y caduco. Afortunadamente, la dogmática no es necesaria para la salvación, pero no podemos saber qué es salvación sin la dogmática.

Estoy convencido de que es posible vivir el amor, y en plenitud, aun sin poder definir con exactitud su naturaleza. Pero convendrá conmigo en que una buena aclaración en determinados momentos de la vida puede ayudar mucho a discernir el verdadero enamoramiento de una atracción superficial, por más urgente o intensa que ésta sea. Ser cristiano no es ser teólogo, pero preguntarse qué es ser cristiano es una cuestión teológica. Por eso, el cultivo de la dogmática —entendida como la parte de la teología que reflexiona sobre sus explícitos contenidos— no es de obligada presencia en la vida del cristiano —como tampoco las disquisiciones sobre el amor en el amante— pero sí lo es en el Cristianismo. Por eso el Cristianismo no puede ni podrá nunca prescindir de la dogmática —de la teología en general— aun cuando bien es cierto que siempre deberá criticar sus excesos.

No puedo ocultarle que su postura me recuerda un poco a la tesis del gran Harnack sobre la helenización del cristianismo. Tesis que, por otra parte, en su versión más divulgada, cuadra muy bien, también, con la injusta reducción de la teología liberal del siglo pasado que hizo de Jesús un maestro de exclusiva impronta moral. Imagen que, en el fondo, no estoy seguro de que sea muy distinta de la suya. No le digo que no tenga derecho a ver en Jesús un mero ejemplo ético, pero no le puedo ocultar que, a mi juicio, se está perdiendo lo mejor de él: su profundidad religiosa que, aunque la contiene, sobrepasa con mucho el terreno de la mera acción práctica.

En Jesús también hay contemplación, oración, silencio, metáforas, parábolas, aforismos y breves explicaciones de su concepción de Dios y del Reino. Jesús también tenía su propia teología, su logos de Dios. Y tal es así que podemos decir de él que no sólo tenía un logos de Dios, sino que nos parece que él mismo es el Logos de Dios: su orden, su palabra, su razón, su belleza. Palabras ordenadas que dan razón de la belleza de Dios: eso es la teología. No un lujo ni un fruto espurio de un seguimiento ocioso o de unas inteligencias saturadas, sino una necesidad interna del propio seguimiento que tiene que poner en palabras lo que, ciertamente, se le escapa, pero que aun así, no puede dejar escapar: el porqué de su caminar, la razón de su esperanza.

3) Su concepción de Dios ya me llamó la atención en Dictamen sobre Dios. Que Dios sea, para Ud., «la dimensión divina de la realidad», ese gran misterio que es la existencia y de la que Ud. predica cualificaciones divinizantes, es para mí, demasiado poco. Comparto su necesidad de trascender el mero concepto de Dios y no me cuesta admitir que «Dios es el modo como la conciencia humana —algunas conciencias humanas— profieren, expresan, conceptualizan esa realidad misteriosa que nos mantiene en el ser y nos impulsa». Es decir, «Dios» es un concepto que el hombre ha creado para significar el misterio del mundo (Jüngel). Ahora bien, lo que nombra es el Misterio del mundo, con mayúsculas, y no, de ninguna manera, «una dimensión (divina) de la realidad», por más divina que sea. Su ser propiamente misterio hace que la trascienda totalmente. Y justo esa total y absoluta trascendencia es la que posibilita su más radical inmanencia.

Espero no ofenderle si le digo que su concepción de Dios me parece una concepción, tal vez, poco evocadora, es decir, sin la necesaria potencia deíctica que precisa un concepto tan sencillo y tan complejo. Entiéndame, no hablo de su comprensión íntima de Dios, que seguramente es muy rica y profundamente religiosa, sino de la conceptualización que de ella hace a través de esa identificación con la «dimensión divina de la realidad».

Me parece que su conceptualización de lo divino no se despega lo suficiente de lo existente como para habitar en lo más profundo de las cosas. No está lo suficientemente distanciada de la creación como para ser su más profundo impulso. Le falta la tensión filosófico–teológica de lo absolutamente trascendente y de lo absolutamente inmanente y, además, carece de la tensión religiosa que caracteriza a lo Santo, a lo que Rahner llamaba el «Misterio Sagrado». No es posible una afirmación no paradójica de Dios. La suya, a mi juicio, peca por exceso de timidez y, por ello, carece de la grandeza y sencillez que caracteriza a la configuración cristiana de lo divino.

Insisto una vez más. No exculpo a determinadas exposiciones de la dogmática que nublan y velan la realidad de Dios, más de lo que la revelan y la aclaran, pero aun así, me parece que la auténtica teología —y hay mucha y muy buena tanto en la antigüedad como en la actualidad— realiza una función esencial en el Cristianismo y la Iglesia, por eso creo que no se puede prescindir de ella.

Me despido de Ud. felicitándole de nuevo por la publicación de su obra y deseándole muchos más éxitos. Reciba un cordial saludo.


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