miércoles, 8 de junio de 2016

Svetlana Aleksiévich: El fin del «Homo sovieticus». Por Fátima Uríbarri

Aleksiévich, Svetlana: El fin del «Homo sovieticus». Acantilado, Barcelona, 2015. 656 páginas. Traducción de Jorge Ferrer. Comentario realizado por Fátima Uríbarri.

Entender el espíritu ruso

“Nos estamos despidiendo de la época soviética, de esa vida que era la nuestra. Yo intento escuchar honestamente a todos los actores del socialismo”. 

Así anuncia Svetlana Aleksiévich el propósito de su libro El fin del «Homo sovieticus». El objetivo es inconmensurable y de un interés infinito: quiere la premio Nobel de Literatura captar y expresar el espíritu de un pueblo y de una época. De un pueblo muy especial: duro y resistente como ninguno, protagonista de enormidades. De una época, especialmente convulsa y estremecedora. Svetlana Aleksiévich lo consigue a través de decenas de pacientes entrevistas –detrás de estas páginas hay cientos– en las que demuestra destreza para sonsacar profundidades a sus interlocutores. La periodista bielorrusa da la palabra a la gente y deja caer como un torrente sus declaraciones transcritas de modo que suenan orales, y muy reales. Las suyas son obras polifónicas, corales, en las que desgrana aspectos cruciales del mundo soviético: en Los chicos del zinc (todavía inédita en castellano) hablan las madres de soldados de la guerra de Afganistán; en La guerra no tiene rostro de mujer da voz a las soviéticas que combatieron en la II Guerra Mundial y Voces de Chernóbil es el altavoz de los héroes y víctimas de la tragedia nuclear.


Sus libros son chorros de vivencias siempre impactantes porque a los rusos les ha tocado vivir un siglo xx extremo: los zares, la revolución, dos guerras mundiales, pogromos, matanzas, hambrunas, campos de concentración, purgas, asesinatos, el KGB, Gorbachov, la perestroika, el intento de golpe de Estado comunista, Yeltsin, el capitalismo, las guerras y conflictos (Afganistán, Nagorno Karabaj, Chechenia). Y ahora, los oligarcas y sus obscenas fortunas. 

Les ha pasado de todo a los rusos. Junto a los habitantes de las otras repúblicas, han sufrido desventuras desmesuradas que se cifran en millones de muertos, en atrocidades, en injusticias mayúsculas. ¿Cómo han podido aguantar tanto? Quien quiera saberlo, que lea este libro. “Los que venimos del socialismo tenemos un léxico propio, nuestra propia concepción del bien y del mal, de los héroes y los mártires. También tenemos una relación particular con la muerte” explica Svetlana Aleksiévich ya en el segundo párrafo del libro. Las citas, las sentencias redondas que envuelven conceptos enormes abundan en este voluminoso retrato de un tiempo. No es este un libro sobre la etapa soviética. No. Es un testimonio de su fin, de cuando con Gorbachov comenzó a aflojarse el control y el desconcierto que la glasnost, la transparencia, trajo para una población acostumbrada a un estilo de vida y a unas normas que, de pronto, dejaron de ser válidas. 

La periodista bielorrusa conduce a sus lectores a las calles y, sobre todo, los introduce en las cocinas de las casas donde durante décadas se habló en susurros de lo que sucedía en el país. ¡Qué importantes han sido las cocinas en la URSS! Aprendemos con Aleksiévich que a Gorbachov se lo quiso mucho en el extranjero y se lo rechazó con furia dentro porque hay una generación que añora la gloria de ser un imperio, que mira con orgullo un tiempo en el que se leía poesía. Ha habido generaciones criadas en el paisaje de las tiendas vacías y las colas eternas, en el sufrimiento del hambre y la guerra, pero también en el orgullo de Yuri Gagarin y la bandera roja ondeando sobre el Reichstag. Y, de repente, sus hijos prefieren coches y perfumes. 

Svetlana Aleksiévich anota lo que escuchó en las manifestaciones de cuando los comunistas intentaron recuperar el poder. Había allí gritos encontrados: “Ay si Stalin levantara la cabeza. ¡Pondría orden!, decían unos; ¡cabrones estalinistas! Todavía no se os ha borrado la sangre de las manos”, vociferaban otros. La transición del comunismo al capitalismo fue demasiado brusca. Casi de un día para otro, los comisarios soviéticos fueron sustituidos por gánsteres ávidos de dólares. “Gengis Khan nos estropeó los genes. Y el régimen de servidumbre también. Aprendimos que hay que ir por la vida repartiendo porrazos para conseguir lo que uno quiere”, resume la escritora. Es una posible explicación a la mítica resistencia rusa, a su sorprendente capacidad de aguante y también a su extrema dureza. “¿Alguien se cree que este país se hundió porque la gente descubrió la verdad sobre el gulag? La desaparición de la URSS se debe a la escasez de botas de mujer y papel higiénico”, argumenta Svetlana. 

Son muy impactantes los testimonios que se suceden en El fin del «Homo sovieticus». A Sasha no le permitieron estudiar porque su aldea fue ocupada por los alemanes: estuvo en contacto con el enemigo. Trabajó en Siberia. Vivió siempre en una barraca compartida y gélida. Pero le entrenaron para dar la vida por el pueblo. Ese era el espíritu. Había una resignación genética. Habla otro hombre que combatió en la Segunda Guerra Mundial y cayó prisionero. Cuando regresó a la URSS lo enviaron directo al gulag: por haberse rendido al enemigo. Tenía que haber muerto. No se regresa a casa del campo de batalla sin galones de victoria. Este hombre padeció lo indecible en trabajos forzados a 40 grados bajo cero. Cuando volvió a casa, su mujer y sus hijos dijeron a los vecinos que era un amigo de la familia. Se avergonzaban de él. Pues este hombre tenía la foto de Stalin sobre su cama. Fue comunista hasta su muerte sabiéndose inocente. Estas son las cosas que a los occidentales bien alimentados y criados en democracia nos cuesta digerir. Pero Rusia es diferente. Se agradece que Aleksiévich nos lo explique. Lo hace con libros como este donde ella se hace invisible. Sus textos son transcripciones de lo que cuentan los protagonistas. “Quiero ser una historiadora que actúa imparcialmente, sin empuñar ninguna antorcha encendida. Que sea el tiempo quien juzgue”, dice. 

El modo en que esto sucedió no ayudó a que los rusos aplaudieran la llegada del capitalismo. Los precios se dispararon. Las pensiones no daban ni para un mendrugo de pan. Las calles se llenaron de ancianos mendigando. Maestros con toda una vida de estudio a sus espaldas se encontraron rebuscando en las basuras. A su lado pasaban las lustrosas limusinas de mafiosos con trajes a medida y anillos de oro y diamantes. Por eso abundan los testimonios de quienes añoran el orden comunista. “Teníamos un futuro por delante. Y un pasado ¡teníamos de todo!”, explica uno de ellos. 

La desintegración de las repúblicas soviéticas también trajo enfrentamientos terribles. Hubo la persecución de armenios en Azerbaiyán y de azeríes en Armenia que recuerdan lo peor del Holocausto nazi: niños desollados, familias quemadas en la hoguera, gente escondida en los desvanes para evitar ser asesinados a palos por sus vecinos de toda la vida. Y esto sucedió en la década de los 90. Ayer. 

Hablan decenas de personas en El fin del «Homo sovieticus». Todas son dueñas de vidas desgarradas. Los testimonios sobrecogen e interesan. Dice Aleksiévich que ha querido escuchar honestamente a todos los actores del drama del socialismo. De aquí, el testimonio de víctimas y de verdugos, de comunistas hasta la muerte y de defensores del capitalismo. Es aterrador conocer la versión del soldado que se queda impertérrito cuando abre un vagón que transporta hacia la muerte a familias hambrientas y campesinas en Siberia y ve a un hombre ahorcado y desnudo y a su lado un niño comiendo excrementos. El soldado cierra la puerta impasible. La escena no le afecta: “Eran kulaks”, explica. Y muchos perdonan estas tropelías. El Estado no es culpable, dicen. Y por supuesto, Stalin tampoco. Incluso hay campesinos que prefieren “el tiempo en el que vivíamos como perros”. Había cierta seguridad, dicen. “El pueblo desea cosas muy simples, montañas de bizcochos. ¡Y un zar!”, concluye un mandamás de la Administración del Kremlin que prefiere no dar su nombre. Gorbachov, al que llama “sepulturero del comunismo”, no era soviético, añade. Era evidente ya en su alimentación, cuenta. Los miembros del Comité Central encargaban al cocinero del Kremlin arenques, tocino y caviar negro. Y por supuesto bebían ríos de vodka. Gorbachov, sin embargo, era abstemio y comía ensaladitas. Tampoco era soviética su relación con su mujer: esos paseos de la mano, esa ternura… 

Se aprende mucho con este libro. Se conocen las añoranzas de los comunistas. Recuerdan con cariño un tiempo en el que los poetas llenaban estadios, cuando se educaba a la gente en el amor por la patria, el culto a los héroes, el sacrificio por la comunidad, la guerra y la muerte. También era una época en la que te caían diez años en el gulag sin derecho a correspondencia por haber contado un chiste, un tiempo en el que una madre denunciaba a su hijo por sospechar una minucia poco soviética en su comportamiento. Pero eso dejó de importar cuando en un breve trapicheo en el metro de Moscú uno podía conseguir el sueldo entero de un científico. El asombro acompaña al lector durante esta extensa y aleccionadora entrevista colectiva. Como sostiene uno de los que hablan en este impactante libro: “No se nos puede juzgar por las leyes de la lógica”.



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