viernes, 20 de enero de 2017

Jürgen Habermas: En la espiral de la tecnocracia. Por Fernando Pérez-Borbujo

Habermas, Jürgen: En la espiral de la tecnocracia. Pequeños escritos políticos XII. Trotta, Madrid, 2016. 172 páginas. Revisión técnica de José Luis López de LizagaTraducción de David Hereza Modrego y Fernando García Mendívil. Comentario realizado por Fernando Pérez-Borbujo Álvarez (Profesor Titular de Filosofía, Universidad Pompeu Fabra de Barcelona).

Aparece ahora, en la editorial Trotta —que ya ha publicado la mayoría de títulos de su obra de los últimos años—, el duodécimo volumen de escritos políticos de Jürgen Habermas, publicado en la editorial alemana Suhrkamp en el año 2013. Como indica el mismo autor en el prólogo, posiblemente sea este el último volumen de dicha serie y, por tanto, la despedida de un casi nonagenario filósofo de la escena pública. Tal ha sido siempre la voluntad del filósofo de la teoría del discurso como vía para la democratización de su amada Alemania, después de los terribles hechos del régimen nazi y del Holocausto. Habermas entiende sus escritos políticos como la intervención del teórico y filósofo social en el tiempo que le ha tocado vivir para contribuir «a la formación de la opinión pública» (p. 10).

No encontrará el lector aquí ningún libro de tesis, sistemático o elaborado, como a los que nos tiene acostumbrados su autor. El presente volumen es una miscelánea de discursos y conferencias de heterogénea procedencia, pronunciados con ocasión de homenajes, recepción de premios o celebraciones. No obstante, han sido agrupados en torno a cuatro grandes áreas: la primera, la relación entre el pensamiento judío y el alemán; la segunda, la cuestión de la tecnocracia y su papel en las sociedades contemporáneas (la que da título a la obra); la tercera, la más importante, tiene como núcleo fundamental las intervenciones de Habermas sobre Europa y su futuro, a raíz de la crisis financiera y humanitaria de los últimos años; y una cuarta, y última, de naturaleza totalmente heteróclita, que lleva por título “Instantáneas”. Se suma al conjunto una entrevista realizada en un diario alemán en el que el autor se manifiesta sobre el Brexit y la situación de Europa ante la salida de Inglaterra.

En la primera parte del libro Habermas recuerda las grandes figuras judías que marcaron su etapa formativa en la Escuela de Fráncfort, cuando trabajaba junto a Adorno. Esta sección nos permite disfrutar de uno de los rasgos más destacados del autor: su enorme capacidad de síntesis y su claridad expositiva, su ingente erudición y su conocimiento de la historia de la filosofía. Resulta sugestivo conocer los entresijos de la historia cultural de la Alemania de comienzos del siglo xx y la influencia de las grandes figuras judías. Sobresaliente es la descripción del efecto que produjo en el autor la vuelta de Martin Buber después de la guerra, aunque resulta excesivo, como siempre, su intento de hacer derivar la teoría del discurso de la doctrina del pensamiento dialógico de aquél, que se encuentra en una esfera claramente diferenciada.

El posicionamiento de los últimos años de Habermas sobre Europa fue ya expuesto en sus obras La constitución de Europa y Ay, Europa, reflexiones emprendidas a raíz de su tesis sobre el derecho como mediador entre la exigencia ética y la conformación política, expuesta en Facticidad y Validez. Estudiando el desarrollo del derecho internacional público y la emergencia de la Unión Europea, Habermas descubre que la Unión Europea se creó por un mecanismo jurídico que permitía sustraer a los países miembros parte de su soberanía nacional. El hecho de que el derecho europeo tuviera prioridad, y creara jurisprudencia sobre los derechos nacionales, muestra el mecanismo por el cual las instituciones europeas podían actuar más allá de la soberanía nacional de los países integrados en el Tratado. No obstante, la crisis financiera ha puesto de manifiesto para Habermas que la Unión Europea era tan sólo una unión monetaria y jurídica que carecía de verdadera unión política. Este déficit debería ser superado en Europa para alcanzar una unión política más fuerte, con un parlamento real y un consejo de Europa que sean verdaderamente representativos. Para eso Habermas opta por introducir un nuevo concepto de soberanía. Los estados-nación de los países miembros seguirían ostentando su soberanía nacional en lo que atañe al monopolio de la violencia y la fiscalidad, pero dicha soberanía nacional debería complementarse con una soberanía de la ciudadanía que permitiera, mediante la representación de los diferentes partidos europeos en el Parlamento, dar lugar a una Europa basada en la solidaridad. Habermas desarrolló el concepto de solidaridad como realidad ética simétrica de aquellos que, integrados en un proyecto común, pueden tener una razonable expectativa de ayuda mutua. La Europa social, y verdaderamente democrática, debería poner fin al imperio de los capitales financieros y del neoliberalismo económico desbocado.

Queda claro, pues, el posicionamiento socialdemócrata de Habermas, que no ha cambiado a lo largo de los años. También queda patente su vocación europeísta y su opción por una “Europa nuclear” (desafortunada traducción al castellano del término alemán Kerneuropa, aunque los traductores advierten de ello en la p. 78), la del conjunto de los países miembros originarios de una Europa de la posguerra mundial, que deberían liderar esta marcha hacia una Europa no federal, sino como nueva realidad transnacional. En Habermas sigue pesando la idea de que la integración de Alemania en el proyecto europeo, que ahora debe liderar, fue la manera de que Alemania, después de la guerra, pudiera recuperar su dignidad moral y su reconocimiento internacional. Sin duda, su idea de que Alemania debe seguir integrada en Europa no está exenta aún de la lógica de la mala conciencia y de la culpa.

Todos los intelectuales, incluso los de izquierdas, desde los más radicales (Zizek) a los más moderados (Badiou, Eagleton), abogan por una Europa unida y por la defensa de un Estado de derecho, con claros valores morales occidentales, o sea, los del cristianismo secularizado. Algunos de ellos, sin embargo, creen que se dan las condiciones para un renacimiento del comunismo revolucionario, que había caído en el mayor de los descréditos y que se daba ya por muerto. Frente a ellos, Habermas lidera la visión de un socialismo más de centro y dialogante, opuesto a radicalismos, aunque ambas posiciones comparten tanto su concepción del liberalismo económico como bestia negra a batir, como una noción de la ciudadanía en términos de colectividad mistificada.

Es difícil no estar de acuerdo con Habermas en su opción por una Europa que constituya una verdadera unión política; más democrática, social y justa. Es difícil no apoyar su idea de un control democrático de la ciudadanía sobre una Europa de tecnócratas que ha escapado al control de los parlamentos nacionales. Es difícil no admitir que una Europa unida no puede permitir los terribles desequilibrios entre Norte y Sur, sino paliarlos sin dejar que los intereses nacionales subviertan la solidaridad real (y aquí la inquina de Habermas por Angela Merkel). Pero, como siempre, la pregunta no es por los fines sino por los medios.

En este sentido, aunque Habermas aboga por un control por parte de la ciudadanía, mediante los partidos parlamentarios europeos, del Consejo Europeo y de los distintos organismos, él mismo se da cuenta de que el proyecto europeo ha sido el fruto de un grupo de hombres profundamente éticos, comprometidos políticamente, que han creado una realidad político-jurídica capaz de poner freno a los egoísmos nacionales en una coyuntura sumamente compleja. Esa “Europa de las personas”, fruto de un grupo de líderes comprometidos, es más hija de una cierta idea liberal que nada tiene que ver con la versión adulterada y extraña que se nos da de un neoliberalismo económico sin restricción ni control. Más bien es precisamente su opuesto. De ahí que no deje uno de sonreír ante el tímido discurso de Habermas en homenaje a Ralf Dahrendorf, padre de la sociología alemana, emigrado a Inglaterra, verdadero opositor del régimen nazi, que hablaba de esa vocación personal de sujetos libres conminados a una actuación heroica en una coyuntura política que así lo exigía. Habermas, con sorna, acaba su discurso afirmando:
«Si, con todo, se manifiesta en él un toque de pesar sobre la condición no heroica de nuestro tiempo, e incluso sobre el minúsculo pedacito de quietismo en las biografías de sus admiradas figuras erasmianas, el motivo solo puede ser el impaciente temperamento y el apasionado compromiso, sin perder la racionalidad, de un intelectual combativo. ¿Acaso podría él llegar a admirar de todo corazón un país que no necesita héroes?» (p. 137). 

¿Acaso, señor Habermas, podrá Europa ser viable, hoy, mañana o nunca, sin personas como esas, que, para qué vamos a engañarnos, sin quererlo o sin saberlo, son realmente héroes? La construcción de Europa muestra, claramente, que el Estado del bienestar del que ahora disfrutamos no fue obra de la ciudadanía, que empezaba en ese momento a tomar conciencia de sí misma, sino de la acción de esta junto con aquellos grandes hombres. La conciencia comprometida individual, tanto en las élites como en nosotros, los ciudadanos, es la única vía para llevar a cabo una Europa real. De lo contrario, Europa caerá en manos del populismo, que desgraciadamente la partitocracia no evita, sino que a veces alimenta —¿quién puede olvidar a estas alturas cómo llegó Hitler al poder?—, y cuyo fruto, como bien sabe el mismo Habermas, no es otro que la vuelta a los nacionalismos exacerbados y a los movimientos radicales, de izquierdas y de derechas. Me temo que Dahrendorf tuvo razón antes y también ahora.

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