Shklar, Judith: Los rostros de la
injusticia. Herder, Barcelona, 2010 (edición original de 1990). 200 páginas. Traducción de Alicia García Ruiz. Prólogo de Fernando Vallespín. Comentario realizado por Juan Carlos Velasco.
Juan Carlos Velasco, gran amigo mío, es investigador científico del Instituto de Filosofía del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) de Madrid. La filosofía política constituye su ámbito específico de trabajo y dedica especial atención a cuestiones como las políticas migratorias (es editor de un blog titulado "Migraciones. Reflexiones cívicas"), el multiculturalismo, la democracia deliberativa o las concepciones de la justicia global, temas sobre los que versan sus últimos artículos publicados en revistas nacionales e internacionales. Desde aquí mi agradecimiento por tan brillante colaboración en este blog. (Nota del administrador.)
Platón ya nos
advirtió de que sin una especial afinidad no es posible penetrar en el sentido
de bienes tan abstractos como la justicia (Carta
VII, 344). Esta consideración concuerda, por lo demás, con una observación
bastante común entre los mortales: no sabemos bien qué es la justicia. Esta
afirmación es compatible, sin embargo, con el hecho de que todos somos capaces
de reconocer las injusticias, sobre todo en sus formas más manifiestas y más
aún si nos afectan en primera persona. «¡No es justo!» o «¡No hay derecho!» son
frases que todos hemos empleado alguna vez y para eso no hacen falta grandes
teorías. La justicia no es una mera idea, algo que queda cabalmente sugerido en
el lenguaje natural con la expresión «el sentido de la justicia». Y este
peculiar sentido nace de la percepción de la injusticia, así como del dolor y
la indignación que de ella se derivan. La injusticia como experiencia
fundamental sería entonces previa a la reflexión teórica y no precisaría para
expresarse de un discurso analítico ni de una concepción sistemática de la justicia. Más bien
sería al revés, pues muy probablemente todas nuestras categorías normativas y,
especialmente, las de carácter moral, provengan de la experiencia y la
sensación airada de repudio ante lo inaceptable.
No obstante, y
pese a la señalada primacía perceptiva de la injusticia, la reflexión sobre la
justicia se ha convertido en el tema estrella de la filosofía política
contemporánea, especialmente a partir de la obra seminal de John Rawls. La
bibliografía al respecto crece de manera incesante, capaz de abrumar al más
puesto, de modo que se hace realmente arduo expresar algo nuevo. En ese
panorama, la perspectiva que ofrece Judith Shklar (1928-1992) en su libro ya
clásico Los rostros de la injusticia, publicado en inglés en 1990 y afortunadamente traducido ahora al
castellano, ofrece un grado de originalidad sumamente notable. Este libro
(precedido en su edición española de un muy instructivo prólogo titulado
“Judith Shklar, una liberal sin ilusiones”, obra de Fernando Vallespín), a
diferencia del tono general de la literatura sobre el tema, no se presenta como
una construcción conceptual, sino como el análisis de una experiencia vital.
Una aproximación a la cuestión que, sin duda, resultará mucho más cercana y
atractiva para quien busca orientarse en su actuar diario como ciudadano que
las sesudas reflexiones no sólo de Rawls, sino también de sus innumerables
defensores y detractores, cargadas todas ellas de un concienzudo aparato
conceptual.
Mientras innumerables
contribuciones de filosofía moral y política se ocupan de dar con los perfiles
de una sociedad ideal justa, Shklar cambia completamente la perspectiva y se
pregunta por las formas concretas con las que las sociedades procesan las
experiencias de injusticia de sus miembros. La distinción entre desventura e
injusticia adquiere en esa indagación una significación especial, pues, por una
parte, contribuye a revisar críticamente nuestros juicios morales y, por otra,
permite determinar si una distribución social injusta de oportunidades y
riesgos ha de ser imputada a causas humanamente incontrolables o ha de ser
abordada en términos jurídico-políticos. Según la autora, estas cuestiones no
son dirimibles ni por un filósofo ni por un espectador imparcial: su abordaje
sólo es posible a partir de la exposición pública que las víctimas de las
injusticias hagan de sus propias experiencias. De ahí que Shklar insista en que
la misión de la filosofía moral no consiste en elaborar complejas
construcciones sistemáticas, sino más bien en colaborar a encontrar las
palabras pertinentes para expresar tales experiencias. Cometido propio de la
política sería, por su parte, la búsqueda de procedimientos democráticos
adecuados para dar voz a las víctimas de las injusticias e intentar aminorar
los daños.
Shklar desarrolla estas ideas en este libro articulado en tres capítulos: “Dar a la injusticia lo suyo”, “Desventura e injusticia” y “El sentido de la injusticia”. En su exposición parte de la constatación de una curiosa división del trabajo: mientras que en la literatura y en las narraciones históricas se relatan múltiples actos y situaciones de injusticia, la reflexión de la filosofía se centra casi exclusivamente en la noción de justicia (pp. 47-50). La filosofía ha fallado, por tanto, en «dar a la injusticia lo suyo». A la filosofía le ha interesado poco el dolor dela humanidad. A lo sumo,
la injusticia queda descrita como ausencia de justicia y en poco más queda la cosa. Aparece
meramente aludida como aquello que se eliminará cuando impere la justicia y es
así “despachada rápidamente como un preliminar del análisis de la justicia” (p.
53). En Platón, Agustín de Hipona y Montaigne encuentra nuestra autora
excepciones a esa tendencia dominante y los tres formarían parte de “la nómina
de la acusación escéptica contra el modelo normal de justicia” (p. 62).
Shklar desarrolla estas ideas en este libro articulado en tres capítulos: “Dar a la injusticia lo suyo”, “Desventura e injusticia” y “El sentido de la injusticia”. En su exposición parte de la constatación de una curiosa división del trabajo: mientras que en la literatura y en las narraciones históricas se relatan múltiples actos y situaciones de injusticia, la reflexión de la filosofía se centra casi exclusivamente en la noción de justicia (pp. 47-50). La filosofía ha fallado, por tanto, en «dar a la injusticia lo suyo». A la filosofía le ha interesado poco el dolor de
Giotto, La Giustizia, Capella dei Scrovegni, Padua |
El objetivo del libro
se presenta en estas pocas líneas: “Simplemente voy a tratar de mostrar que
ninguno de los modelos usuales de justicia ofrece una visión ajustada de lo que
es una injusticia, porque se aferran a la creencia infundada de que podemos
conocer y trazar una distinción estable y rígida entre lo injusto y lo
desafortunado” (p. 37). La tarea no es sencilla, pues no existen reglas
seguras. La remisión al ámbito de lo político es insoslayable. La política es,
entre otras cosas, control de daños y gestión de la injusticia, una ingente labor
en la que sin duda un primer y necesario paso consiste en determinar qué hechos
se han de clasificar como tales, qué injusticias poseen una significación
pública y cuáles han de ser desplazadas a los márgenes de las instituciones. La
respuesta de Shklar es enormemente inspiradora: “Yo argumentaré que la
diferencia entre desgracia e injusticia a menudo implica nuestra disposición y
nuestra capacidad para actuar o no actuar en nombre de las víctimas” (p. 28). Aunque considera que la
filosofía tiene poco que decir respecto de las víctimas de la injusticia,
al menos debe tratar de no vilipendiarlas y ello implica tener muy en cuenta su
experiencia: “La voz de la víctima, de la persona que clama que ha sido
injustamente tratada, no puede ser silenciada” (p. 75). Las víctimas no son
meros objetos, sino sujetos con voz propia: “No basta con examinar las causas
del sufrimiento: la autopercepción de las víctimas ha de ser tomada en
consideración para una teoría completa de la injusticia” (p. 76). Son, por
tanto, imprescindibles: “Ninguna teoría, ni de la justicia ni de la injusticia,
puede resultar completa sin tener en cuenta el sentido subjetivo de injusticia
y los sentimientos que nos llevan a clamar venganza” (p. 95). Otorgar primacía
a la perspectiva de la víctima resulta crucial: “La suya es la voz privilegiada
sin la cual es imposible decidir si ha sufrido una desventura o una injusticia”
(p. 151).
La consideración
de la víctima es también central para dilucidar una pregunta que atraviesa el
libro de Shklar: ¿Podemos olvidarnos de la idea de desgracia fortuita y
adherirnos a la idea de culpa? En el segundo capítulo, titulado “Desventura e injusticia”, nos
recuerda que la modernidad comienza precisamente con el terremoto de Lisboa de
1755 y la controversia subyacente sobre su porqué, tragedia histórica a partir
de la cual Dios
desaparece del discurso público como causa de los males experimentados: “Desde
ese momento la responsabilidad de nuestro sufrimiento recayó en nosotros y en
una naturaleza indiferente a nuestros pesares” (p. 97). Todos
necesitamos dar algún sentido a nuestras vidas y ciertas excusas fáciles como
«la vida es injusta» ya apenas convencen y su posible efecto balsámico se
disipa al poco: “hasta un mundo injusto nos resulta más soportable que un mundo
sin sentido” (p. 105). El fatalismo cósmico – la idea de un destino escrito en
las estrellas – cede ante la indignación más terrenal: “Porque la idea de un
mundo arbitrario, azaroso, es dura de soportar y, desolada, la gente comenzará
a buscar agentes humanos responsables” (p. 29). Dado que también “la
responsabilidad impersonal, compartida, enmarañada y sin un rostro es ardua de
soportar” (p. 112), personalizar la culpa y la consiguiente puesta en marcha de
mecanismos como el linchamiento mediático o del chivo expiatorio constituyen
respuestas habituales no exentas de funcionalidad. Así parece que la injusticia
adquiere cierto sentido y se hace más llevadera.
En todo caso, la
duda no sirve de excusa:
“Que algo sea obra de la naturaleza o de una invisible mano social no nos
absuelve de la responsabilidad de reparar el daño y de prevenir en la medida de
lo posible que vuelva a suceder” (p. 102). El caso de la Gran Hambruna
irlandesa nos ilustra del uso de la ideología “para tratar la injusticia pasiva
como una desventura, a base de imponer un sentido de inevitabilidad trágica
sobre los acontecimientos que son puramente susceptibles de ser modificados por
la acción humana” (p. 124). Muchas veces las razones de necesidad invocadas por
los políticos son menos irresistibles de lo que parecían: “Incendios,
inundaciones, tormentas y terremotos todavía se reconocen como naturales e
inevitables, pero se espera que el gobierno advierta, proteja y alivie cuando
éstos ocurren. [...] El impulso a culpar con todo lo que de infundado e
irracional pueda tener, no es, sin embargo, intrínsecamente irracional” (p.
116). La salida propugnada por Shklar es constructiva, además de eminentemente política:
“Todos somos la obra de la naturaleza y de la historia, no sus víctimas pasivas.
Todos podemos hacer un esfuerzo para darle la vuelta a la desventura, verla
como una injusticia y actuar en consecuencia” (p. 120).
Judith Shklar |
La injusticia presenta otras
caras no menos relevantes en el ámbito mismo de la política. Shklar
se detiene, en particular, en la exclusión política que experimentan hoy
algunos individuos incluso en países democráticos. La desigualdad
política también puede ser codificada como una experiencia de injusticia. En
este punto, más que las conocidas convicciones liberales de la autora, asoma su
trasfondo eminentemente republicano: “En
cualquier momento histórico resulta dudoso que algún régimen pueda seguir
siendo justo si los ciudadanos no toman parte activa de su vida pública” (p.
171). El activismo de los ciudadanos no es un riesgo, sino una garantía
para la salud de la
república. Las víctimas de un sistema que excluye podrán
resignarse en un primer momento, pero también podrá crecer en ellos el
resentimiento. La decisión de almacenar en casa combustible inflamable siempre
será una decisión irracional,
como observa Shklar. Y si fuéramos conscientes de ellos, “no
deberíamos ignorar los costes políticos de una cólera organizada” (p. 94). No
obstante, siempre hay un remedio disponible: “La manera democrática más
drástica para sofocar el sentido de la injusticia es permitir a los ciudadanos
que hagan las normas” (p. 172), esto es, que participen en igualdad de derechos
en el proceso político. Y para ello resulta completamente indiferente que los
residentes, como en el caso de los inmigrantes, no sean formalmente ciudadanos.
Shklar no
presenta grandes aparatos teóricos ni resuelve todas las preguntas que plantea,
pero con frecuencia logra cuestionar nuestros juicios más habituales. Pese a su
aparente modestia, ha dejado una impronta aún reconocible. En el marco de la
prolija literatura filosófica sobre el tema de la justicia, Shklar fue pionera
a la hora de señalar que la especial sensibilidad adquirida mediante la
experiencia de la injusticia representa la via
regia para acceder a la comprensión práctica de la justicia. Aunque en
un principio esta senda no fue muy transitada en medios académicos, dos décadas
después de la publicación de Los rostros de la injusticia resuenan
sonoros ecos de esa idea
en dos relevantes filósofos contemporáneos. Así, Amartya Sen ha subrayado la primacía de la experiencia de la
injusticia sobre el tratamiento especulativo, trascendental e institucionalista
de la justicia. Lo que debe
priorizar la preocupación por la justicia es “la eliminación de la injusticia
manifiesta, en vez de concentrarse en la búsqueda incesante de la sociedad
perfectamente justa” (La idea de justicia, Madrid, Taurus, 2009, p. 289). Insiste en que, en
cualquier caso, para resistirse a la injusticia no es preciso disponer de una
definición de lo que es la justicia. Reyes Mate , por su parte, además de destacar la
prioridad tanto histórica como lógica de la injusticia sobre la justicia,
reivindica el «deber de memoria» para hacerla operativa moral y políticamente:
“Sin memoria, la
injusticia deja de ser actual y, lo que es más grave, deja de ser” (Tratado
de la injusticia, Barcelona, Anthropos,
2011, p. 28). Ambos
autores certifican, cada uno a su manera, la fecundidad de las ideas sembradas
por Shklar.
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