Zagrebelsky, Gustavo: Contra la ética de la verdad. Trotta, Madrid, 2010. Colección "Estructuras y procesos. Derecho". 144 páginas. Traducción de Álvaro Núñez Vaquero. Comentario realizado por Juan Carlos Velasco.
Contra el dogmatismo ético de las religiones
“Éste es un tiempo triste para quienes no poseen la verdad y creen en el diálogo y en la libertad” (p. 43). Esta sentencia refleja con suficiente fidelidad el tono empleado por Gustavo Zagrebelsky a lo largo de los escritos reunidos bajo el título d
Gustavo Zagrebelsky es un viejo
conocido para cualquier estudioso del constitucionalismo contemporáneo. Es no
sólo un prestigioso profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Turín, sino que ha sido
también magistrado e incluso presidente del Tribunal Constitucional italiano. Sus
libros sobre su especialidad son obras de referencia, sin dejar por ello de ser
objeto de controversia, como es el caso de su múltiples veces reeditado El derecho dúctil (Trotta, Madrid, 19959).
Quien no haya seguido otras derivas de este jurista –sus otras afinidades
electivas, diríamos en palabras de Goethe, también cultivadas por él con no
menos ahínco– se sorprenderá quizás de que ahora aborde materias de contenido
filosófico e incluso religioso o, mejor dicho, de política religiosa y teología
política. Lo cierto es que en ellas ya se había adentrado anteriormente, por
ejemplo, en el admirable librito titulado La
exigencia de justicia, escrito en abierto diálogo con el cardenal jesuita
Carlo Maria Martini (Trotta, Madrid, 2006). Ahora da un paso más y con estos
escritos, publicados la mayor parte en la prensa italiana (preferentemente en La Repubblica), toma partido en uno de
los debates públicos más relevantes
del momento. Cierto que nunca ha rehusado los temas controvertidos, pero
siempre que ha expuesto en público su punto de vista lo ha hecho sin renunciar
al trato de las grandes ideas, acreditando así su condición de auténtico intellectuel engagé.
Los diversos escritos de Zagrebelsky
compilados en este pequeño volumen (diecinueve breves ensayos, más un prefacio
y un epílogo) representan una contribución significativa a una controversia en
curso que ha captado la atención de renombrados filósofos morales y políticos.
¿A qué debate se está haciendo referencia aquí? A aquel que versa sobre el
lugar de la religión en el espacio público y que partiendo de las posiciones de
John Rawls y Jürgen Habermas sobre la cuestión ha hallado –y sigue hallando–
un amplio eco en los medios académicos de uno y otro lado del Atlántico, al
menos si tenemos en cuenta la ingente literatura que ha generado. De la altura
del debate da cumplido testimonio, por ejemplo, el volumen colectivo de Jürgen Habermas, Charles Taylor, Judith
Butler y Cornel West titulado El poder de la religión en la esfera
pública (Trotta,
Madrid, 2011). Visto desde una
perspectiva sociológica, el debate trataría de dar cuenta de ese hasta cierto
punto «inesperado» fenómeno de la revitalización y politización de las comunidades creyentes y
tradiciones religiosas del que somos testigos hoy día. Inesperado, si es el
caso, para quienes habían asumido el racionalismo y el cientificismo, así como
la concepción postmetafísica subyacente (en la que Dios , como según
parece le dijo Laplace a Napoleón, no pasaría de ser una mera hipótesis
completamente prescindible), como horizonte ineludible del pensar humano. Inesperado
también sería para quienes habían aceptado como premisa fundacional del mundo
contemporáneo la creciente irrelevancia de la religión como cemento de la
convivencia política.
El referido debate tiene lugar,
pues, en un mundo en el que, contra las predicciones lanzadas acerca de la
irreversibilidad del proceso de secularización, se observa la persistencia de
lo religioso en un entorno persistentemente secularizado. Y esa tenacidad
obliga, sin duda, a repensar la relación entre teoría de la modernidad
y teoría de la secularización e incluso a plantear su mutuo desacoplamiento. En
esa apasionante discusión, la perspectiva introducida por Zagrebelsky es digna de consideración,
entre otros motivos, porque procede de un país donde la relación entre el poder
secular y el poder eclesiástico sigue constituyendo un asunto central de la
política cotidiana. Es precisamente en Italia donde, por ejemplo, las últimas tesis
de Habermas han sido acogidas (por el sector no clerical, claro está) con un mayor grado de desconfianza y descalificadas
como concesiones inadmisibles para una conciencia laica.
En el actual contexto
socio-cultural, de configuración marcadamente pluralista, Zagrebelsky contempla
como expresión de normalidad que en cuestiones moral y existencialmente
relevantes –pensemos, por ejemplo, en la eutanasia o en el uso de la
tecnología genética– los ciudadanos, creyentes y no creyentes, se expresen y choquen
entre sí con sus convicciones impregnadas de visiones contrapuestas del mundo,
el hombre y la
historia. Hasta ahí todo está dentro de lo normal, e incluso
de lo exigible, pero lo que ya no es tan comprensible en una sociedad plural es
que una de las partes se arrogue para sí el monopolio de la verdad y de su
interpretación y que se permita además impartir patentes de moralidad. Por esta
pendiente se deslizan con bastante frecuencia las religiones monoteístas y, en
particular, la Iglesia católica (el constitucionalista italiano no cae empero
en el común error de señalar a esta Iglesia particular como paradigma del
absolutismo dogmático, pues ese honor se lo disputan también –como bien
insiste– otras confesiones cristianas y el Islam). En el caso particular de
Italia (aunque el diagnóstico podría extenderse a
otros países, entre ellos España), es notorio que la Iglesia Católica
no sólo interviene públicamente en cuestiones que conciernen a las creencias dogmáticas o las prácticas
religiosas, sino que además “reivindica el derecho a formular un juicio ético
absoluto sobre los acontecimientos políticos y sociales del siglo” (p. 23).
Éste es un modelo posible de actuación de la Iglesia frente al Estado que menudeó
en tiempos pretéritos y que, tras un breve tregua, ha cobrado ahora nueva
fuerza.
Y si en una sociedad plural ya
es improcedente que una parte pretenda imponer unilateralmente su visión sobre
los más variados asuntos, resulta aún más intempestivo en el seno de una
sociedad democrática, a cuya praxis cotidiana es consustancial la deliberación
pública con participación en igualdad de derechos de todos los afectados. Es
ahí donde adquiere todo sentido plantearse la siguiente cuestión: “Quien aplica a la política la categoría de la
verdad, ¿puede aceptar la democracia?” (p. 137). Esta pregunta no ni capciosa
ni impropia, sino que incluso es obligada. Puede mejorarse, eso sí, su
formulación, pues no es “la fe en cuanto tal sino la servidumbre al dogma
religioso –que es degeneración de la fe– la que crea los problemas a la
democracia” (p. 130). Puestas así las cosas, nuestro autor no duda en fijar
posición: “la fe es compatible con la democracia bajo una condición: que no sea
heterodirigida por un poder dogmático” (p. 78). Como por desgracia esta
condición no siempre se satisface, las democracias han tenido que articular
instrumentos para tratar de “neutralizar la fuerza antidemocrática de la
verdad, a la que está expuesta toda religión, más todavía si es monoteísta” (p.
138).
La
lógica religiosa y la democrática son contrapuestas y la aceptación del
principio de las mayorías se convierte en un desafío para quien profesa fe en
una verdad absoluta. Quien se considera depositario en exclusiva de la verdad difícilmente
puede aceptar la democracia como la forma óptima de gobernar los asuntos
humanos: “Democracia y verdad absoluta,
democracia y dogma, son incompatibles. La verdad absoluta y el dogma valen en
sociedades autocráticas, no en sociedades democráticas” (p. 104). De hecho, a lo largo de toda la
historia del catolicismo se detecta una marcada inclinación hacia formas
autocráticas de gobierno. Y si proverbiales fueron sus renuencias para asumir el humanismo, la ilustración y
el liberalismo político, no menos notoria fue, pese a la interesada desmemoria
que hoy algunos ejercen, “la dificultad secular de la Iglesia Católica
frente a la democracia” (p. 28).
«La verdad os hará libres». Este aserto evangélico fue empleado
tradicionalmente y de manera sin duda paradójica por los máximos jerarcas
católicos para imponer la verdad, su verdad. Como ha sucedido más de una vez en
la historia, la pretensión de verdad, inherente a la fe monoteísta, se
transforma en intolerancia política. Desde el edicto de Constantino la Iglesia ha
mostrado, siempre que las circunstancias se lo han permitido, “una natural
propensión a quererse imponer mediante el ordenamiento jurídico civil” (p. 86).
En la actualidad, y dado que no puede implantar «la» verdad sin más, da lecciones, formula condenas e
“incluso algunas veces pretende tener la última palabra, al menos en el sentido
negativo: para impedir y prohibir cuando no consigue imponer” (p. 21). Lo
cierto es que no ha abandonado la aspiración de monopolizar la interpretación y de organizar todos los aspectos de la vida. La tolerancia sólo tiene
cabida como concesión unilateral: como el derecho que la verdad reconoce al
error y la virtud al vicio. En su relación
con el poder secular y la sociedad civil, la Iglesia –como otras religiones
monoteístas– nunca ha dejado de atenerse a la conocida fórmula de
Montalambert: "Cuando soy débil os reclamo libertad en nombre de vuestros
principios; cuando soy fuerte, os la niego en nombre de los míos". Esta
pretensión es inherente a toda fe que se piensa a sí misma como verdad
absoluta. Estas credenciales, que puntualmente nos
actualiza nuestro autor, bien podrían poner en alerta a quienes alegremente
celebran el retorno de la perspectiva religiosa, incluso su protagonismo,
en los debates públicos.
En la actualidad, ante cualquier vacilación
en el juicio, la jerarquía católica esgrime el peso de la supuesta «naturaleza
de las cosas», de la «justicia
natural», de la «ley
natural» (o de valores «radicados en la naturaleza del ser humano», p. 24). Sin inhibición, ha desempolvado aquella
vieja doctrina del derecho natural que declara la absoluta primacía de una presunta
ley objetiva e inalterable de la naturaleza, incluso sobre las leyes que
cuentan con expreso refrendo de la soberanía popular (pp. 89-94). Ése es el
terreno en el que prefiere jugar, no en el de la deliberación intersubjetiva
sobre lo que en cada momento es preciso decidir. A diferencia del proceder democrático, tampoco
está dispuesta a conceder un lugar a la duda ni a admitir el carácter
reversible de las decisiones, pues las hace depender, por principio, de
verdades eternas. La institución eclesiástica se sirve del mencionado
iusnaturalismo para oponerse a todas las propuestas con contenido moral que no
concuerden con sus particulares enseñanzas. Investida con tales galas se
permite presentarse “como gran garante que dispensa certezas éticas en un mundo
–afirman– moralmente deshilachado por el tristemente célebre «relativismo»”
(p. 90), en un mundo, como dicen, sometido al «despotismo del relativismo».
Zagrebelsky destaca certeramente que el derecho natural dista mucho de ser un
terreno de consenso, sino más bien un territorio de confrontación. El bagaje
que arrastra esta doctrina no es trigo limpio. La interpretación de lo natural
o de la naturaleza ha conducido históricamente a la justificación, por ejemplo,
de la esclavitud o de la selección natural durante el nazismo. Una concepción
tan volátil y contradictoria no puede presentarse como bote salvavidas, si no es
de manera interesada o con torcidas intenciones. Esas viejas visiones de la
naturaleza que ahora la Iglesia vuelve a proponer “efectivamente liberan de la
responsabilidad, pero acentúan el poder en perjuicio de la libertad” (p. 94).
Gustavo Zagrebelsky |
El libro de Zagrebelsky puede leerse, por una parte,
como una lúcida vindicación de la estatura moral del pensamiento laico y, por
otra, como una enmienda a la totalidad de una tesis del actual jefe supremo de la Iglesia Católica ,
quien, siguiendo en esto muy de cerca a su predecesor, reitera una y otra vez
que la raíz profunda de los males contemporáneos se halla en el relativismo moral que nos ha legado la modernidad. Esta
palabra “ha asumido en el lenguaje de los dos últimos papas la valencia de un
anatema” (pp. 77-78). Es esgrimida como sinónimo de desprecio por la moral y
como un vicio que sin más es imputado a la mentalidad democrática y, en
particular, al pensamiento laico. La democracia,
sin embargo, “no presupone en absoluto aquel relativismo ético que el
magisterio de la Iglesia justamente condena” (p. 61). Tampoco laicismo y relativismo moral son doctrinas
equiparables. Zagrebelsky se rebela con indisimulada vehemencia ante la
imputación gratuita de que el pensamiento laico implica la asunción del famoso dictum de Dostoievski «si Dios
no existe, todo está permitido».
No existe prueba alguna de que la moral de un laico sea más acomodaticia y
casuística que la profesada por un creyente, ni tampoco que no tenga certezas
ni que su grado de firmeza sea menor. El argumento además, como señala nuestro
autor (pp. 73-75), puede ser invertido: si se cree en Dios, uno puede pensar
que Él está de su lado y de este modo colocarse y obrar más allá del bien y del
mal. Incluso puede sentirse liberado de tener que justificar ante los demás sus
actos. El no creyente carecería de esta red y se vería siempre forzado a
responder ante los demás. En cualquier caso, ni la moral precisa de remisiones
al más allá ni la estatura moral del ciudadano se mide por la intensidad de sus
convicciones religiosas.
Escritos con gran esmero y sobresaliente
perspicacia, los diferentes ensayos de Zagrebelsky rezuman una enorme coherencia
en la defensa de posiciones constitucionales básicas: autonomía e independencia
recíprocas de las esferas política y religiosa, neutralidad del Estado,
pluralismo y tolerancia. En todos ellos se percibe además, y ello merece ser
subrayado, un profundo convencimiento de que es preciso construir una
plataforma compartida de entendimiento entre laicos y creyentes que les permita
hablar sobre lo divino y lo humano sin cortapisas, pero reconociendo las
condiciones no negociables que hacen posible la comunicación. “El diálogo,
necesario para preservar los fundamentos, es, sin embargo, tan necesario como
difícil. Benemérito quien, de uno y otro lado, actúa para mantenerlo vivo” ( p.
63).
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