Belmonte, Olga: La verdad habitable. Horizonte vital de la filosofía de Franz Rosenzweig. UPCo, Madrid, 2012. Colección Biblioteca Comillas Filosofía 4. 231 páginas. Comentario realizado por Jorge Úbeda.
Franz Rosenzweig (1886-1929), pensador judeoalemán, no es todavía muy conocido en nuestros predios, ni siquiera en los contextos académicos. El libro de Belmonte pone un primer hito para que tal desconocimiento empiece a remitir y la obra y el sugestivo pensamiento de este pensador llegue al mundo académico y también al público interesado en la filosofía. Y es que este libro destaca, en especial, por lo cuidado de su escritura, por el mimo que la autora ha puesto en su composición y por el esfuerzo que ha hecho por hacer accesible una filosofía tan difícil como rara y bella. No siempre es fácil aunar en un libro de estas características el rigor que precisa la exposición nítida de la doctrina de un autor con el aligeramiento en los términos y la simplificación en los argumentos. Belmonte lo consigue con una maestría que hace augurar un brillante futuro literario, pues este es su primer libro. Así que estamos ante un libro recomendable para todo aquel que, siendo del mundo académico, quiera adentrarse en el pensamiento de Rosenzweig con rigor y orden argumental y conceptual pero, también, para el interesado en filosofía que quiera informarse con solvencia acerca de nuestro pensador judío.
El libro de Belmonte, al igual que el pensamiento de Rosenzweig, sugiere preguntas radicales acerca de la filosofía, pero quizá sea una de ellas la que convenga resaltar en estas líneas: ¿desde cuándo la filosofía y la teología han vivido una fecunda y, al mismo tiempo, problemática confusión de fronteras y horizontes? Sabemos que teología es un término que alcanza significado técnico en el pensamiento de Platón y que se consagra en la Metafísica de Aristóteles. No es de extrañar que Filón de Alejandría viera fácil sintetizar estas filosofías con las enseñanzas nacidas de la Biblia.
Quizá nos hemos acostumbrado, leyendo al maestro Kant, a considerar racionalmente ineficaces los argumentos de toda teología racional. Al mismo tiempo nos hemos sobrecogido, como lo hizo el joven hegeliano que fue Rosenzweig, por los atrevimientos de Hegel en los que creía estar viendo la historia entera desde la conciencia misma de Dios bajo las especies de la eternidad. Ni siquiera Kant, a pesar de todos sus esfuerzos, logró contener en sus inmediatos discípulos la pulsión de una filosofía que busca realizarse teológicamente. Pero no todo han sido delirios postkantianos: Schelling, Kierkegaard y hasta el anticristo Nietzsche abrieron otras puertas más modestas que las hegelianas, aunque quizá menos cautas que los límites kantianos. En definitiva, aun cuando pensemos que la filosofía consiste en independizarse de lo teológico, la realidad es que por más problemática que pueda ser esta relación, no se puede eliminar, sin más, del campo de la razón.
Precisamente es en Rosenzweig, hegeliano decepcionado, admirador de Schelling y judío rescatado a sí mismo de una conversión inminente al cristianismo, donde nos encontramos con uno de los resultados más fecundos en la historia de la relación entre filosofía y teología. Belmonte va desgranando, con claridad y tino, los detalles de esta relación en los cinco capítulos de este libro. Destaca, en el libro, una tesis: Rosenzweig es el pensador del diálogo que reconoce diferencias pero que no se entrega generosamente a la confusión de fronteras. No siempre y no todos saben hacer bien esto: Rosenzweig sí.
Para una mentalidad ilustrada puede resultar chocante que se trate de rescatar el diálogo entre filosofía y teología, pues parece que así nos queremos retrotaer a tiempos premodernos. Pero conviene recordar, como este libro hace, que el proyecto ilustrado tiene como divisa la emancipación del ser humano y el pensamiento de Rosenzweig sigue vinculado a este proyecto. Las páginas de este libro nos demuestran que no hay emancipación del hombre si el punto de partida es la homegenización, la eliminación de las diferencias o la excesiva institucionalización de una responsabilidad que solo puede comenzar por uno mismo frente al otro. Por ello, es preciso plantear, al modo de Rosenzweig, un nuevo pensamiento. En el segundo capítulo del libro, quizá el mejor, se da buena cuenta de los caracteres de este nuevo pensamiento y de su necesidad. Este nuevo pensamiento consiste en tomar en serio tres asuntos: que podemos fiarnos de nuestro lenguaje; que la apertura al otro ha de ser franca y directa y que todo lo bueno, bello, verdadero, todo lo que es, precisa de tiempo para mostrarse y realizarse. Nada de ello consiste en la fulguración de un instante, sino en el desarrollo aventurado e histórico de su realización temporal.
Estamos ante un libro muy recomendable que eleva el tono cultural del panorama literario y filosófico. En él se habla muy bien de un pensador imprescindible: con sencillez, pero sin hurtar la dificultad que tienen todos los pensamientos que traspasan modas y actualidades. Lo recomiendo, sobre todo, porque en él se encontrará la personalísima voz de una autora que se atreve, en pocos y selectos párrafos, a señalar deficiencias, oscuridades y malentendidos del pensador que tanto admira. Son estos discretos fulgores los que animan este libro, los que le dan vida, los que iluminan el camino de tomar en serio una vida que es imposible sin pensamiento, sin actos y sin los otros.
El libro de Belmonte, al igual que el pensamiento de Rosenzweig, sugiere preguntas radicales acerca de la filosofía, pero quizá sea una de ellas la que convenga resaltar en estas líneas: ¿desde cuándo la filosofía y la teología han vivido una fecunda y, al mismo tiempo, problemática confusión de fronteras y horizontes? Sabemos que teología es un término que alcanza significado técnico en el pensamiento de Platón y que se consagra en la Metafísica de Aristóteles. No es de extrañar que Filón de Alejandría viera fácil sintetizar estas filosofías con las enseñanzas nacidas de la Biblia.
Quizá nos hemos acostumbrado, leyendo al maestro Kant, a considerar racionalmente ineficaces los argumentos de toda teología racional. Al mismo tiempo nos hemos sobrecogido, como lo hizo el joven hegeliano que fue Rosenzweig, por los atrevimientos de Hegel en los que creía estar viendo la historia entera desde la conciencia misma de Dios bajo las especies de la eternidad. Ni siquiera Kant, a pesar de todos sus esfuerzos, logró contener en sus inmediatos discípulos la pulsión de una filosofía que busca realizarse teológicamente. Pero no todo han sido delirios postkantianos: Schelling, Kierkegaard y hasta el anticristo Nietzsche abrieron otras puertas más modestas que las hegelianas, aunque quizá menos cautas que los límites kantianos. En definitiva, aun cuando pensemos que la filosofía consiste en independizarse de lo teológico, la realidad es que por más problemática que pueda ser esta relación, no se puede eliminar, sin más, del campo de la razón.
Precisamente es en Rosenzweig, hegeliano decepcionado, admirador de Schelling y judío rescatado a sí mismo de una conversión inminente al cristianismo, donde nos encontramos con uno de los resultados más fecundos en la historia de la relación entre filosofía y teología. Belmonte va desgranando, con claridad y tino, los detalles de esta relación en los cinco capítulos de este libro. Destaca, en el libro, una tesis: Rosenzweig es el pensador del diálogo que reconoce diferencias pero que no se entrega generosamente a la confusión de fronteras. No siempre y no todos saben hacer bien esto: Rosenzweig sí.
Para una mentalidad ilustrada puede resultar chocante que se trate de rescatar el diálogo entre filosofía y teología, pues parece que así nos queremos retrotaer a tiempos premodernos. Pero conviene recordar, como este libro hace, que el proyecto ilustrado tiene como divisa la emancipación del ser humano y el pensamiento de Rosenzweig sigue vinculado a este proyecto. Las páginas de este libro nos demuestran que no hay emancipación del hombre si el punto de partida es la homegenización, la eliminación de las diferencias o la excesiva institucionalización de una responsabilidad que solo puede comenzar por uno mismo frente al otro. Por ello, es preciso plantear, al modo de Rosenzweig, un nuevo pensamiento. En el segundo capítulo del libro, quizá el mejor, se da buena cuenta de los caracteres de este nuevo pensamiento y de su necesidad. Este nuevo pensamiento consiste en tomar en serio tres asuntos: que podemos fiarnos de nuestro lenguaje; que la apertura al otro ha de ser franca y directa y que todo lo bueno, bello, verdadero, todo lo que es, precisa de tiempo para mostrarse y realizarse. Nada de ello consiste en la fulguración de un instante, sino en el desarrollo aventurado e histórico de su realización temporal.
Estamos ante un libro muy recomendable que eleva el tono cultural del panorama literario y filosófico. En él se habla muy bien de un pensador imprescindible: con sencillez, pero sin hurtar la dificultad que tienen todos los pensamientos que traspasan modas y actualidades. Lo recomiendo, sobre todo, porque en él se encontrará la personalísima voz de una autora que se atreve, en pocos y selectos párrafos, a señalar deficiencias, oscuridades y malentendidos del pensador que tanto admira. Son estos discretos fulgores los que animan este libro, los que le dan vida, los que iluminan el camino de tomar en serio una vida que es imposible sin pensamiento, sin actos y sin los otros.
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