Casanueva Mazo, Bernardo: Feliz remesa. Vitruvio, Madrid, 2009. 221 páginas. Comentario realizado por Emilio del Río.
Último incendio en la palabra
La reciente publicación del poemario de Bernardo Casanueva Mazo, Feliz Remesa, brinda al lector una oportunidad única de iniciar un viaje de su mano. La experiencia de su lectura permite descubrir y recrear nuevos mundos, que no son ni las alucinaciones de José Hierro, ni las visiones en belleza de Aleixandre. Son signos de quien marcha del presente a lo desconocido y narra lo nunca visto, como «aproximaciones» a lo Real.
El poeta que no vuelve
Feliz Remesa es un libro complejo; en principio bastaría con escuchar el aire; «el aire canta, no de aquí» (p. 101) –es una cadena de expresiones similares por todo el libro–. Pero se puede ayudar a entrar, entendiendo, resumiendo un poco las cosas. Por ejemplo, hay aquí una honda inserción en la poesía de siglos, esa de que hablaba T. S. Eliot en los Cuatro Cuartetos. Basta ver su búsqueda, su constante extrañarse a la noche cerrada, al desierto interior, a la soledad hasta el fin, que, de vuelta, también, es la aparición del Suceso, la poesía coral que levanta en una piña la humanidad, sobre la tierra por el espacio, ardiendo en comunión, «por aquel Pan, Dios mío, el Pan aquél».
En coordenadas nuestras tiene similitud con formas de lenguaje y poesía de los místicos y del peregrinar de los hombres hacia el Fin. San Juan de la Cruz presenta así su Cántico espiritual a la M. Ana de Jesús: «Por cuanto estas canciones, religiosa Madre, parecen ser escritas con algún fervor de amor de Dios, cuya sabiduría y amor es tan inmenso, que (…) toca desde un fin hasta otro fin (Sb 8,1), y el alma que de él es informada, en alguna manera esa misma abundancia e ímpetu lleva en el su decir… sería ignorancia pensar que los dichos de amor en inteligencia mística…, con alguna manera de palabras se puedan bien explicar». Feliz Remesa es un libro único, misterioso, abierto a todos. No es un libro de grandes mayúsculas; no impone nada. El lenguaje se incendia, y se abaja. Como si se olvidara de su motor final. «Iba a decir tu nombre, pero mejor lo callo / a ver si lo descubren / entre tanto vocablo… / Me sale por los poros / con sufrimiento largo. / Toda tu vida estuvo / pendiente de mis labios… / Resuena en mis oídos… / pero mejor lo callo» (p. 56). Es un éxodo, salida, noche, por el desierto que nombra mucho. Pero algo le hace gritar: «Amor, Amor, ¿por qué te silenciamos? / ¿Por qué… / siendo inmortal tu nombre, / llama en la boca y luz inapagable, / todos unidos lo callamos?». En un tiempo que se cree laico, tiempo de miedo, calla el nombre, pero averigua el fondo: «¿Por qué, Amor, o tú prefieres / la mudez… a la costumbre…?»… / «Amor, ¿cómo tu faz?, ¿cómo tu nombre? / Pan nuestro cada día, / diario vino en la mesa sin manteles». Buscan, «ajustados a un fin: definiciones. / Nuestros selectos diccionarios nunca dicen María, Juan»… / «y de milagro / tu nombre conocer. Firma Bernardo» (p.133).
En coordenadas nuestras tiene similitud con formas de lenguaje y poesía de los místicos y del peregrinar de los hombres hacia el Fin. San Juan de la Cruz presenta así su Cántico espiritual a la M. Ana de Jesús: «Por cuanto estas canciones, religiosa Madre, parecen ser escritas con algún fervor de amor de Dios, cuya sabiduría y amor es tan inmenso, que (…) toca desde un fin hasta otro fin (Sb 8,1), y el alma que de él es informada, en alguna manera esa misma abundancia e ímpetu lleva en el su decir… sería ignorancia pensar que los dichos de amor en inteligencia mística…, con alguna manera de palabras se puedan bien explicar». Feliz Remesa es un libro único, misterioso, abierto a todos. No es un libro de grandes mayúsculas; no impone nada. El lenguaje se incendia, y se abaja. Como si se olvidara de su motor final. «Iba a decir tu nombre, pero mejor lo callo / a ver si lo descubren / entre tanto vocablo… / Me sale por los poros / con sufrimiento largo. / Toda tu vida estuvo / pendiente de mis labios… / Resuena en mis oídos… / pero mejor lo callo» (p. 56). Es un éxodo, salida, noche, por el desierto que nombra mucho. Pero algo le hace gritar: «Amor, Amor, ¿por qué te silenciamos? / ¿Por qué… / siendo inmortal tu nombre, / llama en la boca y luz inapagable, / todos unidos lo callamos?». En un tiempo que se cree laico, tiempo de miedo, calla el nombre, pero averigua el fondo: «¿Por qué, Amor, o tú prefieres / la mudez… a la costumbre…?»… / «Amor, ¿cómo tu faz?, ¿cómo tu nombre? / Pan nuestro cada día, / diario vino en la mesa sin manteles». Buscan, «ajustados a un fin: definiciones. / Nuestros selectos diccionarios nunca dicen María, Juan»… / «y de milagro / tu nombre conocer. Firma Bernardo» (p.133).
El poeta inició el extraño viaje de los poetas que se aventuran y no vuelven, al reino absoluto del asombro. «¡Es el poeta que no vuelve!» (p. 8); «su persona no era persona / de los que viven el presente / sino viajera a los orígenes / de los poetas que no vuelven» (p. 29); marcha «en mar abierta que te guíe», «tu blanca estela del velero / y del poeta que no vuelve, / que vuelve siempre de muy lejos / aunque lejos siempre se quede» (p.31). El contraste entre presente y siempre recorre la obra. El que «iba a decir una palabra sólo», y «se encontró en la mano con la pluma, / para escribir con sangre y con saliva» (p. 73). La fuerza con que late su corazón es epicentro de todo, pasados tantos ismos. Radiante, feliz. Lo veremos de este lado, puesta de sol, al borde del camino. La larga búsqueda, la intriga primera irrumpe con visiones poéticas, atisba, insiste; pero «Después de haberte leído / todo queda en balbuceo» (p. 58). De pronto dice: «¡Qué claro todo en esta luz, qué claro!» (p. 47). Son 22 exclamaciones: sobresalto, mirada, unión compartida, fusión de luz, Adán y Eva, en otros sabores, «la vida eterna al fin, ¡qué vida eterna! / ¡Qué presencia de Dios, qué presencia!». Para llegar aquí cuánta espera, arrebato, suspiro, esperanza; dentro seguridad, «cuánto infinito, / dentro del paraíso cuánto amor… Sucedió ya una vez y nunca más…» (p. 48); expresión emocional masiva, canto de amor, transcendido. (El amor «es centella de fuego, llamarada divina», Ct 8,6.) Como querer salir es imposible, sucedió una vez, ya nunca más, nunca más. Más tarde el poeta se asombra de sí, ¿sólo de sí?: «¿Qué tiene un corazón que así deslumbra?» (p. 69). La meta está siempre delante, lejos; al principio certísimo; pero, «siempre que dejes todo en el camino» (p. 74). Porque hay luces y luces: «Hay luz de ver y luz de ciego»; «luz profética… hay luz casta de ti, … y luz perpetua… luz maternal y luz recién nacida. / «Y hay luz que nunca vimos, aún mortales, / esplendor en eterna plenitud» (p. 75).
Siempre alerta, porque: «A ciegas se va a lo claro» (p. 81). Faltan términos literarios, para situar en lugares tópicos situaciones líricas del poeta que no vuelve, que se va, que descubre mundos, hacia el mundo final, en sí, y al fondo. No son las alucinaciones de José Hierro; ni las visiones en belleza de Aleixandre. Son signos, alegoría en acción de quien marcha del presente a lo desconocido y narra lo nunca visto, como «aproximaciones» a lo Real. Pero, ¡qué originalidad compleja, qué fuerza y belleza! Se llega a la Torre de Babel, se hunde en el idioma de confusión, pero cuando lo encuentre, volverá a su piso y «escribirás el verso, ese que nunca… se ha escrito» (p. 86). Es notable su decisión por un lenguaje que permita arriesgarse al salto tan difícil «como recuperar el Paraíso»; dar nombre a las cosas como al principio; tirarse de la torre de Babel, sobrevivir a la caída, «pese a bajar –pese a tus muchos ripios– / el lenguaje ideal para el poema / no escrito nunca»; buscar las palabras desde la conmoción y hallar «las palabras vivas, / iluminadas / dar con el recinto» –la torre de Babel, llena de palabras «huecas de infinito»; y entonces, sí, «escribirás el verso que nunca… se ha escrito» (p. 86). «Internóse en el monte, en la espesura», mística, hasta llegar y hacerse, «hoguera, lumbre y fuego»; hasta perder los sentidos donde «otras aves cantan cantos desusados»; allí «recibió la audición impensable»; al descender dejaba regueros de alta luz… «Llegó a la casa y se sentó con todos a la mesa». Se va al espejo, «y era una hoguera, cuyo reflejo… cuyo cristal iluminó la casa» (p. 68). Belleza que se transfigura en «El aire canta, no de aquí» (p.101). Sirvan estas palabras de pórtico o entrada a la parteI.
El colmo del suceso
El II continúa todo esto como unidad en desarrollo, «work in progress». La realidad, pero otra; este mundo, pero distinto: «Estas olas del mar no son aquéllas» (p. 109); «Verde esmeralda sin cristales» (p.110). Algo nuevo sorprende, la visión cristiana de la comunidad humana: «Tomó mi mano y la abrasó», para unirnos a todo (p.106). La tierra toda «va de camino» (p. 116), «pasajera celeste», en cinta de no- sotros (p. 144), como en los Lázaros. Llega: «¡El colmo del suceso! / ¿Dónde, Dios mío, dónde?… ¡Todos formamos una piña…! / Su avance en luz nocturna y densa niebla / como si fuera día» (san Juan de la Cruz) «cúpula tan alta / que no se ve final alguno / todos hacia arriba… trascendido» (p. 14) (Punto Omega, Teilhard). «La gracia innumerable de ese aire… / que da en la frente, despeja la cabeza… metáfora del mundo / donde la interna creación existe / y siendo él su creador» (p. 128). El aire, don de ser creador, a su vez. A partir de «Inacabable música primera» la poesía se extiende, tejiendo lienzos de símbolos evangélicos. Hallamos una forma totalizadora, perfecta en «Vino a inflamar, calladamente mudo / lo intocable del ser… / a llenar de luz el mundo y al hombre verdadero; se fue, y rápidamente nos tornamos / encendidos carbones y quemamos / en fuego tal que en él nos consumimos, / todo incendiado, todo, en esta hoguera, / nuestras manos no son las que tuvimos, / ascuas son de la llama sempiterna» (p. 148). Hace oración: «Gracias, Señor, porque nos diste el sueño,… y por el camposanto, santo, santo» (p. 150). El que «pasó, y en su lugar brotaron plantas» (p. 151); lo ve en la Pasión: «Fuego solar, ardiente, en sus dos manos / en su pie, su costado y en su frente», ante quien «nuestra torpe luz… / nuestra envidia y soberbia» brillan menos que cocuyo –luciérnaga tropical– ante la faz de la Naturaleza (p. 152); imposible pensar a este poeta como algún otro que se hacía «dios». El canto de la creación «Impensable, completamente nueva… / pues todo cuanto siente, cuanto ve,/ creado fue para la raza humana» (p. 156). En «Voz de una altura soberana» oye una voz –aroma, ruiseñor, río, fuente, olas o mar– que no está en los «diccionarios», corre a leer a los poetas, «y uno tansolamente uno… / decirlo pudo aproximadamente… / Murió hace mucho… / más aún perdura… mientras el mundo existe… / ¿pero cómo poderlo definir?» (p.158). El Evangelio: «No ha llegado el principio, no ha llegado / decía el ser aquél (…) con voz profética en la plaza»… sufríamos cataratas; curados de repente… nos supimos humanos, fuimos a él; no había podio, ni púlpito, ni nada; pero anunció el principio de todo; enlazamos nuestras manos, recobrada la esperanza, aramos en paz y echamos la semilla en el surco, mientras llega el día «para salir más tarde del terruño / como la espiga, /… y el ser aquél, el de la voz profética, / retorne a cosecharla» … «colmando troje y graneros / rotos y abiertos todos los sepulcros» (p. 160). Un milagro: «Mudo de nacimiento, cómo hablaba… / ¡qué paz desde ese día!» (p. 61). «En su profunda soledad» habla del «ignorado»; de su llanto nace un mar; su vela lo surca con todos nosotros; mira desde arriba alta marea: «le miran desde abajo… los hombres todos de la tierra»; él en su barco, velero «nos palpa y nos abraza con sus manos»; tiene sed, no tenemos qué darle; «se calma la sed con ambas manos / y no supimos nunca si bebía / Él de nosotros o su propio llanto» (p. 163). Los ocho poemas desde «Silencioso planeta» se tornan hacia la muerte, en silencio, cósmico, lejos de la humana confusión; irrupción, fogonazo, que deja todo en olvido; atardecer que se derrumba en esplendor hacia lo oscuro, en silencio. «Silencioso planeta: / ¿estamos todos muertos?». Todos sin oído y ciegos; la tierra calla; se despertó llorando, «sin percatarse que era sueño» (p. 164). Está en tensión de espera. La mundana confusión lo llena todo, sin Amor, en desastre, polvo, ceniza y tierra; pero de la luz apagada quedará una candela. «Y el hombre nuevo será un sol» (p. 165). «En olvido de todo» suscita la luz al fondo del alma, tanto que el corazón sufre un paro, viendo diminuto e inmenso el mundo, humano, con la creación dentro del pecho; pero ¿cómo se halló en el otro lado? «Saldrá corriendo y cuando llega: / oirá otros trinos y otros pájaros / en la otra florecida primavera, / y no serán ni pájaros ni trinos, / ni primavera, primavera» (p. 167). «Natividad del mundo, / Natividad sacrosanta» describe la caída del hombre, echado del Edén primero, a transformar el mundo, «trabaja, sufre, muere y entra en una caja… / mas sin perder, oh, nunca, la esperanza. «Por ella volverá» –la hoja de parra arraigará y dará uva moscatel– «como el lagar donde fermenta el vino / que el hombre nuevo escancia / al disfrutar de un Pan divino / y de qué vino que jamás embriaga» (p. 169). La divina primavera del mismo tronco da frutos distintos: «Eterno y creador, / creó al hombre primero, / divino Redentor, / y al que cayó enseguida / enseguida volvió, pleno de amor» (p. 170). La noche del mortal, sin estrellas, depronto se hace luz; el hombre, antes mortal, despierta, en su halo inmortal. Gota a gota, purísima, inundará fuentes, arroyos… hacia ríos distintos; «Él insistió, «la gota que os digo, / formará nuevos ríos», pero no le creímos… Él se alejó, ¿vencido?», y sufrimos, y corrimos a alcanzarle, sin conseguirlo, «y empezó a ser verdad / que la gota caía sobre le mundo, / y que lo transformaba / en un Edén, con cinco ríos puros» (p. 173). Imagen del que avanza hacia su rostro, y sólo de espaldas puede ir hacia sí; así él «miró al cielo / (qué fácil) / y consiguió llegar» (p. 173). «Heridos ambos pies» continúa los viajes del buscador; se adentra en el bosque hasta que «vio un rosal / con un aroma cruento»; feliz del todo, con sueño, pidió firmar… su propio testamento. «Firmó, besó, cerró los ojos / y se durmió sereno, / heredando la rosa al Jardinero» –esta vez con mayúscula– (p. 175). «Comida insatisfecha» ofrece una «casa, una mesa, / donde ayunar a Pan y Vino»; «todos sentados en torno de la hoguera / inapagable», llama cimera / que alienta Pan y Vino transparenta»… (Eucaristía), «en el día total, / sin horas y sin fechas» (p. 181). «Alta felicidad» impulsa a dar el paso en el camino no de aquí, hasta «el último ejercicio / de subir y subir / y tramontar la creación, el mismo / ático universal, / para ver la previsto y lo imprevisto»… (p. 176). «Gira como la tierra… Tierra mía, sí, te amo. / Pero aún más esto mío/, esto que… / llevamos a la tumba con nosotros, / para ver, no morir… / sino ver y comprender lo solo… / ¿Está el hombre de parto / y pare mundos… o tú… pares a luz un hombre cada día… / el hombre está de parto / y da a luz el poema, el pensamiento, / la música, el amor, el arte abstracto, / y todos esos mundos que gravitan / en tu sentir frutecen, Dios amado?» (p. 178). Estrena enero con «Contrariedad, espejismo», prototipo de relato lírico y parábola. El ávido busca insistente, «sin vislumbrar un charco, / un río, un arroyuelo, / La Fuente de Tres Caños / y uno solo y abierto / para la sed el chorro, / universal y eterno» (su libro, 1965). Arriba ve nubes; espera la lluvia, beberá sediento; pero se las lleva el viento. Se sienta en un poyo; caen sus lágrimas que recoge en el cuenco de sus manos y las bebe. «Cuando apagó la sed, tornó a andar… reviviéndole el alma / y seco ya su cuerpo… pues a la vera estaban / la Fuente… y cuantos manantia les / imaginar pudieron / quienes al fin le hallaron / sobre la tierra muerto» (p. 182). «Era la cruz a cuestas»… «sobre elhombro lleno de vida / rudo y pesado: ¡asombro!» Dos palabras típicas, de Cantabria: coloño, haz de leña, tallos secos, puntas de maíz,etc., que se lleva a la cabeza o a la espalda; y sagallino: tela basta cuadrada, con cuerdas en las cuatro puntas, para llevar hierba; con ellas expresa la cruz a cuestas suya y de la gente, del Evangelio. La carga doblega las espaldas; y «tres nudos coloño / desató en un instante / de terrible abandono, / con sangre ya en sus manos / y con la cruz al hombro». Cae, «abriendo sus dos brazos; / el sagallino roto». La resolución es clara: «Fue plantada la cruz / en su calvario, y hondo, / y permanece allí, / y por él y nosotros / florece y reflorece / un año y otro / con cinco rosas rojas / del rosal del asombro» (p. 182). «Consolación humana: / siete caídas»; siete muertes: uno mata, otro muere –en estos tiempos. / Caídas hoy y ayer / hasta el fin de los tiempos». Entonces… habrá una paz sin luchas, «sin tiros en la nuca, / sin droga, ni tampoco sacri- legios»… «y habrá hombre buenos, / pues Él desde el principio ya camina» con el madero, cada vez más pesado, sin Cirineo. Para consuelo nuestro, el peso mata sucuerpo, «hasta el monte Calvario, / Calvario nuestro, / donde seremos, sí, crucificados… y al pedir agua, beberemos… no vinagre ni hiel…, sino la eternidad de nuestro cuerpo» (p. 184). Él llevó nuestras cargas para que llevemos, con Él, las nuestras. ¡Qué lejos, el mismo, de la belleza del Via Crucis, 1970: «A ser de nieve y a acabar en río / han condenado en flor a la Azucena!». «Pues la muerte no existe»: salimos como Jonás de la ballena; nos lleva la carne nuestra «compacta masa a despertar atenta». Él ordenó: ¡Despierta! El bostezo nos lanzó fuera, «a la luz, a la esencia, / al amor»; el planeta se cubrió de árboles, ríos y montes; y nosotros, felices contigo, tierra, «con Aquél que te despierta»; «te fecundamos / desde el primer mortal hasta esa fecha», que no es fecha, «sino gloria perpetua / y tú, madre querida, / con tus hijos… / plena de luz, de miel, de primavera, / de mares, ríos, peces y ballenas» (p. 186). La «Esfera, / balón terráqueo», en rotación, bombilla que se enciende por su mano; juego donde pierde el ser humano, mientras pende la tierra en el espacio. Pero, «cuando el juego termine / no estaremos abajo, / sino arriba del todo, / el nudo de satado»; veremos la oscuridad y ardor arriba en su mano, y pasará la luz a nuestra mano. «Millones y millones de seres / prendiendo y apagando… / en los espacios; pero nunca diremos qué bombilla, / ni qué sol encendemos y apagamos» (p. 188). «Modelada criatura, / arcilla, barro… / después un soplo», un paro cardíaco, «hasta que se recuesta y muere». No, la muerte no existe, dijo; pero nunca podremos decir «el lejano País a donde vamos / a devolver el soplo: / el corazón parado y a la espera / aguantando, aguantando y aguardando» (p.188). «Nació» opone libertad natural a los límites de la realidad. Anudan su certeza vital cortando el cordón umbilical; lucha toda su vida por soltarse de las ataduras y le ponen camisa de fuerza, que sólo desatará el último día, en un ataque de cólera; comadronas y médico ¿estaban locos? Al fin, tras romper y soltarle, le amortajan, lo tapian a cal y canto; en tierra lucha por desatarse, «heredando su nombre: RIP / y su memoria (p. 190). «Esta terrible y única andadura» del árbol, otoño a primavera, semeja la articulación, sangre y venas «con algo / de otro lugar, acaso del espíritu». El cúmulo de zancadas, «el adiós que decimos», cuando van quedando atrás, «vida se llama», flojedad terrena, tránsito, sueño de párpados, beso intransferible que quisiéramos dar antes de caer de la copa altísima del árbol que «reverdecerá en la primavera… / para no agotarse ya, nunca, nunca, / símbolo universal del ser humano» (p. 192). «Está la muerte llamando / a la puerta de la casa», él se escapa por detrás; le dan posada, pero la puerta trasera tapiada es una celada; la muerte lo deja «frío», con lágrimas, lo entierran, buscando puertas no tapiadas. «El mundo es un pan- teón». Se halla solo, sin nadie que dé tierra al que la parca segó (p.193). Sigue el poema «Con decir una palabra / será bastante, Dios mío», dicha con fe y con sentido. «¿Para qué perder el tiempo / en discursos alusivos?». Aquí no valen palabras con ripios, «ni lengua que no pronuncie cada cosa en el principio / cada palabra con fe / y con el mismo sentido». El poeta busca la palabra esencial. «Amor las resume todas / ¿será bastante, Dios mío?». Ninguna mejor. «Cada vez que digo Amor / tiene tanto contenido… / tanta fe y tanto sentido» que ninguna puede suplirlo. Casanueva cierra el poema abriéndolo al infinito: «Amor hizo el mundo nuestro / y Amor lo acaba, Dios mío, / en la más íntima fe / y el más íntimo sentido» (p. 195).
«Con fe quisiera decir… / y con fe yo se lo oí»; todos lo oímos. «¡Qué claridad de lenguaje» con tino, fe y paz. «Eran sones del hondón / del ser, sones prístinos / sin necesidad de lengua»; sin los sentidos; dentro, «todo es igual y distinto, / allí sí logra expresarse / y ser a su vez oído. / Tiene que negarlo todo»; ajustados los quicios, ya comenzará a entender, «al final como al principio». Lo que se diga no podrá ser escrito, sino sólo balbuceos no de niño, «y sí de almario, Señor, / pues son cosas del espíritu» (p. 197). «A dónde va que no llega» sobre el caminante que busca del agua; bebe de los arroyos, un agua «más propia de lo infinito». Sigue viajero; nueva sed, desierto; llora lágrimas de niño que le calman mejor; cruza el de sierto, «muere de sed y fatiga / y con sonrisa de niño». Le dan sepultura; sobre ella «no sé si del llanto», «brota una rosa bellísima», nunca vista; aspiran su aroma. ¿Quién será? «Pero allí estaba la rosa / que incesantemente brota… / y en la rosa su sonrisa». Vienen todos a aspirar esa rosa tan distinta, «que en su matiz infinito / es por esencia divina» (p. 199). Sobre la salida del sol, la Forma en la elevación; el sol, diadema sobre la tumba –del Señor, y la suya–. «Y hay una Forma, en apariencia nada, / sin luz, aquí / Y nadie la penetra / y está ahí, / índice y pulgar la elevan / y aunque es consagrada aquí / todo cuanto representa / aquí está, siendo de allí» (p. 151). «Completamente a oscuras… Él iba. / Había que llegar»… «echarse a los caminos de la noche… y proseguir», sin luna, ni estrellas, nada de nada, completa oscuridad; «pero no miedo / una secreta fuerza le inducía, / empujaba, pese a los tropezones, / oscuro, ciego» (San Basilio dice que «El amor de Dios… es una fuerza espiritual, que se nos da con el ser, una semilla que encierra en sí la tendencia al amor»). El poeta se detiene; una vela le acompaña hasta la meta. Allí se gasta la vela y su vida. Pero «el cabo de la vela / permaneció encendido / y arde, sin consumirse, / hasta que llegue el tiempo / de salir, por la llama, / hacia el origen, / donde la cera es miel / y la miel de la abeja, y el panal el Edén» (p. 202). Ver Casanueva, Zona de las abejas, Santander, 1970. A los primeros padres se les añadió, dones preternaturales, mayor gracia, libertad, esplendor; así podemos hacer milagros y «los hacemos»: adquirimos de propina el Paraíso que pedieron. «Y… adquirido y pagado / usar de la propina / para el traslado. / Propina que es Amor»; para usarla «en el traslado, el divino traslado» (p. 203). Sigue la oración: «Te doy gracias, Dios mío,… confío / que todo se halla en paz. / Está corriendo el río / y corriendo tan bien / que este río es seguro / ya río del Edén» (p. 204). En «Dedicatoria final» (p. 205), se despide. «Feliz remesa de los tiempos idos» llama a esta masa de poemas, escritos en siete meses. «De manera especial / te dedico este libro / mientras puedo remar, / en tanto mi alma boga / al infinito mar». Nada más sencillo, más familiar, más hondo, con el mar como imagen. Escribe Naturaleza, cuando habla del cocuyo; y Mar, lo querría de apodo, por abierto y vital; Mar, creado y movido por el otro, «el infinito mar» al que boga ya. Y el delicado amor primero: «Yo mismo –el alma mía– / pondrá, tinta simpática, / en tus manos, el único ejemplar. / Y…» ¿Qué indica ese «Y…»? Casanueva hace aquí la conquista del Paraíso; con Aquél que penetró los cielos (Hb 6,20). Dice Shakespeare que «el silencio es el mayor heraldo de la alegría». Casanueva pasa, y nos invita a pasar al otro silencio, al Gran Silencio, al Amor, a la Alegría eterna. «¡Vayamos también… con él!» (Jn 11,16).
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