viernes, 15 de noviembre de 2019

Charles Dickens: Nuestro amigo común. Por Jorge Sanz Barajas

Dickens, Charles: Nuestro amigo común. Mondadori, Barcelona, 2010. 1.184 páginas. Introducción de Adrian Poole. Traducción de Damián Alou Ramis. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas.

Nuestro amigo común es la novela ignorada de Dickens. Cualquier lector o lectora reconoce dentro de su historia emocional títulos como David Copperfield, Oliver Twist o Cuento de Navidad, pero difícilmente incluiría en ese rango otras como Casa desolada, Tiempos difíciles o Grandes esperanzas. Es probable que ni siquiera sepa de la existencia de Nuestro amigo común, a mi juicio la más sólida de las producciones de Dickens.

Fue la última novela que Dickens consiguió terminar, y lo hizo al borde de la extenuación. Es, probablemente, la más perfecta de todas las que surgieron de su cálamo. Henry James, tan crítico con toda su obra, reconoce en Nuestro amigo común una mano experta en el arte de manejar argumentos y personajes que le había negado en la mayoría de sus obras anteriores. A juicio de Italo Calvino, estamos ante una de las mejores novelas del siglo XIX, una absoluta obra maestra de invención y técnica: «Los inicios de las novelas de Dickens suelen ser memorables –dice Calvino–, pero ninguno supera el principio de Our Common Friend, penúltima novela que escribió, última que terminó. Llevados por la barca del pescador de cadáveres, nos parece entrar en el reverso del mundo».

De hecho, si aceptamos como cierta la versión que Dickens nos ofrece del horrible accidente de Stapleshurst el 9 de junio de 1865, en el que murieron diez pasajeros y otros cuarenta resultaron heridos de distinta consideración, buena parte del manuscrito de Nuestro amigo común se salvó de puro milagro. Cuenta Dickens cómo su vagón quedó colgando del puente, cómo descendió a Mrs Ternan y su hija Nelly, su compañera sentimental tras su separación de Catherine Hogarth años atrás, cómo atendió a los heridos y moribundos y cómo, en un arranque dickensiano de inconsciencia, regresó al vagón para rescatar una petaca de licor y el manuscrito de Nuestro amigo común. Esta es parte de la azarosa historia de la novela.

Dickens era uno de esos autores «porosos», cuya literatura se deja impregnar por la vida del día a día, incapaces de mantener una distancia narrativa entre lo cotidiano y lo creado. Hay escritores cuyas páginas corren paralelas a su vida como los raíles de un tren avanzan uno junto al otro. Otros se distancian con esmero. No es el caso. En aquellos momentos, Dickens ya llevaba un año largo –desde el 1 de mayo de 1864– haciendo entrega de esta novela. Sucedía siempre en él que iba terminando los episodios con cierta holgura respeto a las fechas de publicación, como lo acreditan sus fichas, esas tarjetitas en las que apuntaba con minuciosidad datos de entrega a la izquierda y personajes o hechos a la derecha. Los meses que siguen al accidente son una verdadera pesadilla. Dickens efectúa la última entrega quizá a finales de octubre o principios de noviembre de 1865 y la novela adolece quizá de un final demasiado precipitado. Un Dickens agotado por las lecturas públicas y los viajes, agotado seguro del propio y voraz Dickens, de su «dickensianismo» frenético, remata una novela en la que por primera vez no hay espacio para la improvisación, donde todo está medido, pesado y calculado, donde no hay resquicios para el funambulismo que tanto gustaba al público inglés de la época.

Tampoco podemos olvidar que Dickens acababa de quedarse huérfano: su madre había muerto en 1863, su padre lo había hecho ya en 1851, y a él le asusta sobremanera la muerte y el hecho de que está, digamos, «en parrilla de salida» y sin referentes mayores. Es un dato relevante que tanto Nuestro amigo común como la novela siguiente, El misterio de Edwin Drood (que no llegaría a terminar), narran historias de jóvenes que acaban de perder a sus progenitores. 

Nuestro amigo común comenzó con tiradas de 40.000 ejemplares que se vendían a un chelín cada uno; sin embargo, tras el primer mes la tirada se redujo a 35.000. Hubo críticos que juzgaron esta novela como carente de inspiración o excesivamente intelectual. Eran años en los que Dickens estaba elaborando lo más sólido de su producción: Casa desolada (1851) o Tiempos difíciles (1854) tampoco lo habían tenido fácil: carecían de las enredadas tramas de La tienda de antigüedades o David Copperfield, pero gozaban de una solidez estructural y técnica que evidenciaba un golpe de timón en la narrativa del autor. Sólo Angus Wilson dio en el clavo: «Sería una obra maestra si no fuera porque es una novela de Dickens», dijo. 

La novela, como tantas en Dickens, parece brotar como una flor extraña de una nota que tomó en su cuaderno allá por 1862 «un hombre joven y excéntrico finge estar muerto, y de hecho lo está a todos los efectos legales». John Harmon, el sujeto que desencadena la historia, acude a Londres para casarse con una hermosa señorita y poder cumplir así con el requisito exigido para poder hacerse cargo de una sustanciosa herencia, pero un cadáver con sus señas aparece en el Támesis. Con este sugerente y provocador bocado narrativo, Dickens nos adentra en el mundo de la riqueza sobrevenida en el Londres victoriano de la década de los cuarenta, donde cualquier sujeto sin escrúpulos podía hacerse inmensamente rico gracias a costa del dolor ajeno. 

El inicio de la novela es uno de los mejores que recuerdo: en medio de la niebla, Lizzie Hexam y su padre navegan por el Támesis buscando cadáveres a los que despojar de sus objetos personales. Se oyen voces, se intuyen formas y luces, se adivinan gestos. No están solos. Entre los veinte mil oficios catalogados en la época relacionados con la actividad ambulante, uno de ellos era el de recogedor de cadáveres en el gran río londinense. 

La realidad es que Mr Harmon, difunto padre del protagonista de la novela, ha amasado una inmensa fortuna gracias al tratamiento de las basuras en Londres. Probablemente sea un trasunto del famoso Henry Dodd, un basurero que amasó una fortuna en el primer tercio de siglo con el tratamiento de residuos, a quien conoció en su época de crítico teatral, pues Dodd cedió un terreno para un teatro contra el criterio del escritor, en desacuerdo con las condiciones de entrega del citado terreno. El caso es que el personaje de Mr Harmon trató a su familia de manera no muy distinta a las basuras con que comerciaba. Parece sugerir Dickens un par de poderosas metáforas del liberalismo salvaje creciente en aquellos años: por un lado, el dinero que brota de la actividad social como una inmensa cloaca de cuya boca beben solo los que tienen arrestos para no mirar el mundo que les rodea, y por el cual la gente es capaz de casi cualquier cosa; por otro lado, el río, una inmensa arteria que barre la ciudad de oeste a este y que asiste, oscura y densa como la pez, a su propia celebración funeraria.

Sobre esta arquitectura simbólica, a Dickens no le faltan tablas para montar una historia de intrigas, enredos, mentiras, fingimientos y un sinfín de apasionantes peripecias que hacen de la novela un fluir de personajes y escenas. Es delicioso comprobar con qué habilidad Dickens escribe, con qué cercanía a la literatura oral y con qué frescura entran y salen sus personajes. A veces, parece que los personajes secundarios sean los verdaderos protagonistas de la historia, al punto de hacerse con la narración al menor despiste de su autor. Como sucede en Nicholas Nickleby, novela de 1839 en la que podría perfectamente prescindir del protagonista, pues parece no servir más que para que los secundarios hagan de las suyas, un servidor no deja de pensar si en este Nuestro amigo común, John Harmon no será sino una excusa para hablar de los Hexam, los Podsnap, los Veneerings, Bella Wilfer o Boffin. 

La caterva de secundarios apasionantes no se acaba aquí: cómo olvidar a Betty Higden y su pánico por los asilos, o ese profesor sociópata, Bradley Headstone (uno más entre los salvajes maestros que aparecen en sus novelas, Creakler, Squeers, Gradgrind), que repasa las maneras de perfeccionar un asesinato mientras mira por la ventana de la clase repleta de niños. 

Las críticas veladas o no tan veladas a la política y los políticos de la época se dejan sentir en ligeras andanadas a la profesión de la abogacía, a los políticos y sus comisiones inútiles, al utilitarismo que había abierto las puertas de su praxis de par en par al liberalismo más salvaje en aras de la libertad, y en general a los «ismos» que, como dice Juan Benet en su Londres victoriano, vivían de generar comisiones cuando descubrían que no tenían ni idea de cómo resolver los acuciantes problemas que asolaban Londres. Dicen que los clásicos siempre están hablándole al presente si uno quiere escuchar, claro: y no puedo dejar de pensar en los recientes conflictos de ciudades italianas donde la camorra se hace con el negocio de las basuras y es capaz de bloquear la ciudad, o esos buques fantasma que se dirigen cargados hasta la bandera de residuos indeseados por nuestro opulento mundo, residuos que acabarán varados en una playa somalí. Dickens, qué duda cabe, tenía esa visión especial de la realidad que sólo posee quien aprende a mirar con todo el cuerpo, quien se pasa la vida sin apartar la vista, aunque duela lo que ve.

A Dickens le llevó mucho tiempo y esfuerzo esta novela. Podría decirse que fue su trabajo más concienzudo y laborioso. Londres le atormentaba, pero no podía dejar de vivir allí. Nada había cambiado desde la década de los cuarenta y los nichos de pobreza eran tan horribles como ignorados por las ricas familias que paseaban por el Strand, la calle más lujosa y moderna de Europa. A un centenar escaso de metros de allí, en St Giles, cerca de Seven Dials, Bloomsbury y el Soho, 2.850 personas se apiñaban en 95 chabolas infectas. En 1872, dos años después de la muerte de Dickens, Gustavo Doré y Blanchard Jerrold fueron a Londres y elaboraron un catálogo de grabados de la vida londinense: de los ciento cincuenta grabados, cinco sextas partes reflejan formas de vida que no merecen tal nombre. No tuvieron agallas para dibujar algo que no existía. 

Esta trilogía del dinero, compuesta por Casa desolada, Tiempos difíciles y Nuestro amigo común, revela otro Dickens no distinto al de Oliver Twist, David Copperfield o La tienda de antigüedades. Es otra forma de mirar. Hubo quien dijo que con esta novela, el autor no hacía sino manifestar su crisis imaginativa. Sin embargo, a juicio de Italo Calvino estamos ante la mejor obra del inglés. 

«Estamos mucho más cerca de lo que nos creemos –decía en cierta ocasión Dickens a su biógrafo Forster–, el mundo es mucho más pequeño de lo que imaginamos. Todos nosotros estamos ligados con el destino sin saberlo y personas que suponíamos lejanas unas de otras se dan codazos constantemente sin darse cuenta». Quizá sea momento de aprovechar el bicentenario de este gran escritor de escritores, atarle de nuevo los nudos de los zapatos y salir a pasear con él, a su rudo ritmo de seis kilómetros por hora, jadeando como lo hacía su amigo Wilkie Collins que apenas podía seguirle el paso, y andar esas quince millas diarias mirando, mirando y mirando un mundo en el que todo está más cerca, todo es más pequeño, todo nos afecta. Buen Dickens, éste de Nuestro amigo común, para estos tiempos difíciles. Y excelente traducción de Damián Alou Ramis, que no se nos olvide.

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