Villalobos, Juan Pablo: No voy a pedirle a nadie que me crea. Anagrama, Barcelona, 2016. 240 páginas. Comentario realizado por Fátima Uribarri.
Alguien tan ajeno al mundo del crimen como un experto en la literatura de Jorge Ibargüengoitia se ve metido en un lío muy peligroso. Y aunque No voy a pedirle a nadie que me crea es una novela de humor, con la gravedad del lío no hay ni media broma. Es uno de los ingredientes de la receta novelística de Juan Pablo Villalobos, mezclar asuntos graves con los triviales; pero los graves son graves de verdad.
En esta novela hay muertos y la sangre salpica desde las primeras páginas con lo que Villalobos deja en shock al lector, que no se espera mucho de lo que acontece, y así lo atrapa para llevarlo del tirón hasta el final de las páginas del libro.
El especialista en Ibargüengoitia que se ve metido en el gran berenjenal se llama Juan Pablo Villalobos, como el autor; nació en Laredo (México), como el autor; estudió en Veracruz, como él y también se muda a Barcelona para estudiar un doctorado, igual que el escritor. Este es otro ingrediente de la receta de Villalobos: se ríe de sí mismo; tanto que se pone de protagonista.
Por supuesto, no es él del todo. Lo explicó Juan Pablo Villalobos -con mucho humor- en la presentación en Madrid de este libro que ha ganado el Premio Herralde de Novela. El escritor mexicano comparte muchas cosas en común con el protagonista de No voy a pedirle a nadie que me crea, él también tiene un primo pelma, pero la madre cargante, clasista, racista y ególatra que habla de sí misma en tercera persona en la novela, no es su madre, dijo a los asistentes a la presentación. Juan Pablo lo aclara por donde quiera que va, incluso en el epílogo del libro.
Es otro guiño que invita a la risa en esta novela tragicómica que a unos recuerda a las obras de Kurt Vonnegut por lo que tiene de sátira y comedia negra y a otros trae a la memoria las novelas que protagoniza el detective loco de Eduardo Mendoza: coinciden en el escenario barcelonés y en la curiosa panda criminal que aparece en la trama, una tropa tan variopinta que a veces el autor juega con la típica fórmula de los chistes de ‘estaban una vez un paquistaní, un chino, un italiano y un mexicano en un bar cuando…’.
Un paquistaní; un chino; un italiano; un mexicano llamado Juan Pablo Villalobos; su novia mexicana, llamada Valentina; el primo tonto y enredón del mexicano; su madre pesada; una jauría de criminales; corruptos encorbatados; el mundillo académico literario; los okupas antisistema; la mafia; traficantes; gays; argentinos; brasileños; mossos d’esquadra; lesbianas; perros; niños… por esta novela desfila un ejército de personajes que llevan al lector de una escena a otra como en un cómic muy activo, a veces descacharrante, y cada vez más y más oscuro.
“A mí me gusta la literatura en la que pasan cosas”, ha explicado Juan Pablo Villalobos. Lo cumple en No voy a pedirle a nadie que me crea. Pasan muchas cosas. Eso dinamiza la lectura. El escritor mexicano cuenta los acontecimientos utilizando dos herramientas: los escritos a modo de diario de dos protagonistas y las cartas de otros dos personajes. Ambos recursos se van intercalando.
Respecto al tono y al lenguaje, el escritor reconoce que le ha costado dar con ellos. Está condicionado porque “tras vivir 13 años fuera de México mi idioma está mal: catalanizado, portuguesizado…”, cuenta él con ironía. Le sucede lo que a todos los emigrantes: acá son de allá y viceversa. No voy a pedirle a nadie que me crea contiene muchos léxicos: el mexicano, por supuesto; el argentino, el catalán. Eso enriquece y añade puntos de vista interesantes. Es curioso saber lo que llama la atención de España a los latinoamericanos, cómo ven ellos nuestras cosas.
La parodia circula en todas direcciones en la novela. Así se describe, por ejemplo, a unos matones de lo más peliculeros: “Lucían panzas embarazadas de cerveza y mucho gel en sendos peinados barrocos, casi churriguerescos, pero con un par de pistolas que les daban, de súbito, la apariencia feroz que la genética les había negado”. En otra ocasión, de una chica mexicana se dice que era “toda maya. Con los pies chiquitos como para subir corriendo pirámides”.
Hay también graciosas menciones a las rancheras, a las lacrimógenas telenovelas y observaciones curiosas como cuando se describe una casa poblada de “muebles viejos y pesados de madera de verdad, de otra época en la que había carpinteros y árboles”, lo que ejemplifica la facilidad de Juan Pablo Villalobos para la observación chistosa.
Juan Pablo Villalobos dispara a todo con su ironía. Se burla también del academicismo, de esa jerga ampulosa de tesis y congreso sesudo donde se hinchan las cosas para embullonarlas y que parezcan más de lo que son. O se relacionan nimiedades. Como el protagonista de No voy a pedirle a nadie que me crea acude a la universidad como doctorando, hay un momento en el que se baraja la idea de hacer un ensayo sobre “un recuento histórico de la invención y evolución de las muñecas inflables y su relación con el cuento Las Hortensias del escritor Felisberto Hernández”.
El mundo de la literatura recibe lo suyo en esta novela que se ríe hasta de sí misma. El primo pelma, por ejemplo, le reprocha a Juan Pablo Villalobos, protagonista de No voy a pedirle a nadie que me crea, que no entiende de negocios, ni de la vida ni de nada “a ti lo único que te interesa descubrir es si una novela la escribieron en el campo o en la ciudad”, le espeta. Se enfada el primo y en su disparatada arenga Juan Pablo Villalobos -el real, el escritor-, cuela cucharadas de autocrítica al mundillo literario en esta novela que también contiene metaliteratura y hace que el primo pelma proclame que “existe la realidad y no nada más esa pinche simulación de la literatura”.
Y como gran parte de la trama se desarrolla en Barcelona, hay estopa también para los catalanes: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que te hagas amigo de un catalán”, se dice.
Cuenta Juan Pablo Villalobos que lo que él ha pretendido es parodiar los géneros autobiográficos, mezclar ficción y autobiografía, meter en un extraño cóctel el mundo criminal y el académico. Y reírse de todo. Y eso hace este autor que se siente atraído por las curiosidades más extravagantes y que “ha investigado la excentricidad en la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo xx”, según la nota del fallo del jurado del Premio Herralde.
Lo disparatado, lo increíble, recorre la novela de arriba abajo. De ahí el título de la novela, No voy a pedirle a nadie que me crea, que además es una cantinela, un mantra que repiten casi todos los personajes porque lo que les sucede es inverosímil.
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