Houellebecq, Michel: Serotonina. Anagrama, Barcelona, 2019. 288 páginas. Traducción de Jaime Zulaika. Comentario realizado por Fátima Uribarri.
Pesimista, escéptico, obsesionado con el sexo, culto, imprevisible, solitario, antipático, provocador. Todo esto es Michel Houellebecq, uno de los más famosos enfants terribles de la literatura francesa. Sus libros igual provocan con escenas de pedofilia, que con críticas políticamente incorrectas o con unos personajes abiertamente misóginos.
Cae mal este escritor francés de vida extraña e infancia desdichada que ha protagonizado agrios duelos verbales con su madre. Pero sus obras atraen a miles de lectores y son buena literatura. Houellebecq es un escritor brillante. Por eso sus libros se publican en las mejores editoriales de esa Europa que él critica y parece detestar.
Deslumbró con Ampliación del campo de batalla. Y logró mantener la cota de talento en obras posteriores como Las partículas elementales, Plataforma y El mapa y el territorio. En Sumisión, además de esparcir buena prosa, se consagró como augur: en esta novela de política ficción, el escritor francés imaginaba Francia presidida por un islamista y dibujaba los conflictos del extremismo islámico en el seno de Occidente. La aparición del libro coincidió justo con el espantoso atentado contra la redacción de la revista Charlie Hebdo en París.
También fue profético en Plataforma, novela publicada en 2001, un mes antes del 11-S. Entonces eran inimaginables el derrumbe de las Torres Gemelas y otras barbaridades que vinieron después, como el terrible atentado de Bali en 2002, muy parecido al que se cuenta en esta novela.
Ahora, en Serotonina, también hay una veta adivinatoria cuando se cuentan las protestas de granjeros franceses y se describe su furia bloqueando carreteras, enfrentándose a la policía, gritando contra la Unión Europea o los altos precios de los carburantes. Esto lo escribió Houellebecq antes del levantamiento de los airados chalecos amarillos que traen de cabeza al gobierno de Emmanuel Macron.
Sus vaticinios nunca son amables. No es un tipo fácil Houellebecq. Puede resultar incluso repulsivo por su aspecto dejado, la ropa arrugada, los dedos manchados de nicotina, su pálida delgadez, la melena lacia, canosa y desordenada. A él le encanta representar el pasotismo, la apatía y la irreverencia. Sin normas, sin engancharse a los carriles por los que circulan los demás, así le gustan a Houellebecq las cosas.
Por supuesto es ególatra y exhibicionista. Todo esto lo sabemos no sólo por lo que cuenta en las entrevistas sino sobre todo porque a menudo Houellebecq se desnuda en sus novelas. El protagonista suele ser alguien muy parecido a él.
En Serotonina, desde luego hay mucho del escritor en Florent Claude Labrouste, el protagonista. Ambos han estudiado agronomía; el escritor francés se graduó en el Instituto Nacional Agronómico de París-Grignon y trabajó para el Ministerio de Agricultura de Francia antes de lograr vivir de la literatura. Ambos son fumadores empedernidos, están obsesionados con el sexo y saben lo que es una depresión: Houellebecq cayó en las garras de ella tras publicar Sumisión.
Cuatro años después, el escritor francés regresa del silencio impuesto por el abatimiento con Serotonina; de hecho, uno de los vértices de la novela es la toma de antidepresivos. Y vuelve, como suele pasar con sus obras con un gran lanzamiento, con una tirada de más de 300.000 ejemplares.
El libro comienza en Almería, con el protagonista arrancando el viaje de vuelta a casa. En seguida aparecen las ‘inquietudes houellebecq’: sexo, pornografía, críticas a la acomodada e inepta Europa...
También están las habituales frases redondas y chocantes. Aprovechando que el protagonista se aloja en un Parador, Houellebecq suelta que “Franco fue un gigante del turismo de masas”. Hay leña para todos: los holandeses son una “raza de comerciantes políglotas y oportunistas”, por ejemplo. De su lengua viperina no se libran ni siquiera sus lectores: “La suite es como una habitación, pero con un vestidor y un cuarto de baño, lo digo para mis lectores de las capas populares”.
Es tremendo Houellebecq. Dar tralla es marca de la casa. Es una virtud porque te mantiene despierto, te zarandea. Es bueno que un escritor te sorprenda.
En esta octava novela hay algo más: una cierta evocación nostálgica del amor. A Houellebecq se le trasluce quizás el reblandecimiento por su reciente matrimonio. Se acaba de casar con una china 20 años más joven que él y de la que, por supuesto, ha alabado en público sus habilidades amatorias.
El amor es tema central en Serotonina. Labrouste repasa su historia con cuatro mujeres. A la japonesa Yuzu la deja no porque haya descubierto sus vídeos porno con otros hombres o con perros, sino porque no la quiere. Yendo hacia atrás recuerda con nostalgia a tres chicas que fueron amores de verdad, una de ellas, incluso el amor de su vida. Hay notas de romanticismo, de tristeza por lo perdido, de añoranza por los tiempos felices.
Pero el amor es algo muy distinto para hombres y mujeres, dice. “La palabra amor describe en el hombre y en la mujer dos realidades radicalmente distintas”, sostiene Labrouste. El amor es algo difícil de mantener. Lo más normal es que la pareja se rompa, opina Houellebecq. Son muchos los impedimentos: “El entorno social es una máquina de destrucción del amor”, según él.
Además de amor, sexo y mujeres hay en Serotonina una interesante incursión en la vida agrícola del corazón de Francia. Cuando el protagonista se va a vivir a la Mancha francesa, la novela acelera, se enciende, aflora la brillantez de este excelente narrador. Aquí es donde se cuenta el malestar de los agricultores y se profetiza su furia.
Por supuesto flota siempre el pesimismo, el desánimo. Nuestros antepasados habían vivido en tribus... luego “se inventó la ciudad y su corolario natural, la soledad”, se dice en Serotonina. O “yo era un hombre occidental de edad mediana (…) desprovisto en el fondo tanto de razones para vivir como para morir”. Puro Houellebecq.
Labrouste es un tipo desencantado, apático, que toma un antidepresivo y debe encarar el efecto secundario que produce: la aniquilación de la libido. De eso va Serotonina, de un tipo inadaptado, en este caso un experto en agronomía que ha trabajado para Francia y para la Unión Europea, que está deprimido y que decide dejarlo todo. No suena muy apasionante.
¿Entonces por qué leemos a Houellebecq? Porque escribe de maravilla. Y porque a menudo pone el dedo en la llaga. Qué bien define, por ejemplo, a los participantes de las tertulias políticas de televisión cuando habla de la “desoladora uniformidad de las televisivas indignaciones de los tertulianos de debate político”.
Michel Houellebecq es un hombre muy culto y tiene una aguda capacidad de observación. Sus alardes culturetas no frenan la lectura: en este caso hay bastantes citas de versos de Baudelaire y sentencias de Pascal. Sabe cómo hacer que la lectura fluya, que las frases se deslicen de un modo aparentemente sencillo.
Y dicho esto, Serotonina decepciona si ya se han leído otras de sus obras, sobre todo Ampliación del campo de batalla. Decepciona porque es más de lo mismo. Ya no nos asomamos a la sorpresa, conocemos las provocaciones: en esta novela, por ejemplo, hay una escena de pedofilia que está de más, que no viene a cuento.
Pero es que ¡ah! estamos ante una novela de Houellebecq, luego no debe faltar la crítica a la socialdemocracia europea, aletargada, patosa; el dedo en el ojo a los gobernantes de Francia; el sexo sin tapujos; las profecías; los tipos cultivados y depresivos y, claro, la provocación.
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