De Beza, Teodoro: Del derecho de los magistrados sobre sus súbditos. Madrid, Trotta, 2019. 152 páginas. Introducción y notas de Rocío G. Sumillera. Traducción de Manuela Águeda García Garrido. Comentario realizado por Juan Carlos Velasco (Instituto de Filosofía, CSIC; jc.velasco@csic.es).
Théodore de Bèze (1519-1605) es un autor apenas visitado por los lectores de lengua española, incluidos quienes cultivan la teoría y la filosofía política. Este erudito humanista y teólogo francés formaba parte del círculo más estrecho de Calvino, a quien sucedió en 1564 al frente de la teocrática comunidad reformada de Ginebra. En un contexto de cruentas guerras religiosas y todavía aturdido por la masacre de San Bartolomé de 1572, en la que miles de correligionarios suyos fueron exterminados sin piedad, Bèze redactó en 1574 un panfleto titulado Du droit des magistrats sur leurs sujets, que alcanzó una notable difusión, al tenor de las múltiples ediciones que disfrutó en los años siguientes.
Este escrito de combate, una guía de resistencia a la tiranía, traducido ahora por primera vez al castellano, marca sin duda un relevante jalón en la historia de la conceptualización de los límites legítimos del ejercicio del poder así como de la configuración institucional de la disidencia política. El opúsculo de Béze, de poco más de 50 páginas, se complementa en la edición objeto de esta reseña con cuatro breves textos del autor sobre el mismo asunto. Todo este material va precedido de un extenso, instructivo y bien documentado estudio preliminar, obra de Rocío G. Sumillera, que logra contextualizar con maestría la figura del erudito francés y su pensamiento político. Por su parte, la traducción, a cargo Manuela Águeda García-Garrido, es ágil y elegante, además de fiel.
El jurista escocés William Barclay publicó en 1600 un libro titulado De regno et regali potestate adversus Buchanum, Brutum et Boucherium et reliquos monarchomaquos libri sex. Todo su contenido tenía como objetivo corregir errores, esto es, refutar e incluso a vilipendiar a aquellos autores, fueran protestantes o católicos, que en décadas anteriores se habían atrevido a desafiar al gobierno real con sus afiladas plumas defendiendo el derecho de los súbditos a rebelarse contra quien hiciera uso tiránico del poder político. Hasta aquí Barclay no se diferenciaba mucho de otros polemistas de la época. La novedad estribaba en el empleo por primera vez de un extraño neologismo griego: «monarchomaquos». Según su etimología, este término significa literalmente “los que luchan contra los monarcas” o, de un modo más amplio, “los que luchan contra el poder de uno solo”. Esta traducción es bastante más fiel que la de “asesinos de tiranos”, por muy frecuente que resulte, pues con ésta se da pie a un craso reduccionismo que es preciso rehusar. Lo esencial del pensamiento de tales autores no es tanto la defensa del tiranicidio, como el rechazo del ejercicio descontrolado del poder por uno solo, un repudio que se traduce en una afirmación más o menos explícita de la soberanía del pueblo y en la exigencia de garantías institucionales y jurídicas para asegurar su ejercicio.
Aunque según el propio Barclay, su neologismo englobaba un amplio grupo de pensadores de diferentes confesiones y orígenes, la historiografía dominante reserva el término principalmente a la franja protestante francesa de esta corriente y, más concretamente, a la línea calvinista. De esta rama sobresale un grupo de activos publicistas surgidos en el seno del convulso protestantismo francés después de aquella matanza masiva alentada por el rey Carlos IX en 1572: François Hotman, Philippe Duplessis-Morna y nuestro autor, Théodore de Bèze. Los tres, aunque con aproximaciones de dispar tenor, no sólo atacaban la autoridad real en Francia, cuyo ejercicio tildaban de tiránico, sino que incluso llamaban abiertamente al regicidio. No abogaban empero por la destrucción de la monarquía como tal. Dicho concisamente, no atacaban al rey, sino al tirano, que hacía uso de manera desviada del poder otorgado. Estos autores no fueron, sin embargo, los únicos en adoptar semejante posición. También en otros lugares de Europa se hicieron oír opiniones parecidas. Es el caso de Inglaterra, con figuras como George Buchanan, John Knox o Christopher Goodman. Décadas después, diversos polemistas franceses de confesión católica retomaron asimismo argumentos monarcómacos. O, en España, donde el jesuita Juan de Mariana defendió tesis similares en las décadas finales del siglo XVI, tesis que alcanzaron una enorme resonancia al otro lado de los Pirineos.
El panfleto de Théodore de Bèze, en particular, puede leerse como una legitimación confesional de las acciones de resistencia armada de los hugonotes franceses. De hecho, hace un prolijo uso de citas y ejemplos extraídos de la Biblia, que aportan las principales coordenadas de su reflexión. No obstante, se esfuerza también por entroncar con la tradición que parte de la antigüedad griega y romana, de modo que todo este material se entreteje con autoridades clásicas e historias profanas. No faltan tampoco remisiones indirectas a Tomás de Aquino, uno de las máximas referencias en la materia. Bèze, pues, combinaba ideas religiosas con otras de carácter secular y se servía de todo este híbrido argumentario para acusar a la católica monarquía francesa de incurrir en una auténtica tiranía, al menos en tres sentidos: era una tiranía religiosa, pues se perseguía abiertamente a los «verdaderos cristianos»; lo era también en términos jurídicos, en la medida en que no se respetaban las leyes fundamentales del reino; y también un sentido político, porque la preservación del «bien común» estaba ausente.
Aunque las referencias mentales de Bèze son primordialmente religiosas y, más específicamente, bíblicas, su escrito representa un distanciamiento, quizás aún tímido, de la posición arquetípicamente cristiana con respecto al deber de obediencia a la autoridad establecida, una posición sintetizada en el pasaje novotestamentario de la Carta a los Romanos 13, 1: “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas”. Sin duda, una rotunda afirmación del origen divino del poder, sea cual fuera, que disfruta de entrada de la presunción de legitimidad. La fe penetra así en la vida civil. En Bèze apenas hay un anticipo del origen popular del poder, que sería la interpretación inmanente y democrática que empezaría a abrirse paso a partir de la Modernidad. No obstante, frente a la tesis de que existe un deber incondicional –en la medida en que emana de la voluntad divina– a obedecer las normas jurídicas vigentes, Bèze articula una opción distinta, matizadamente opuesta incluso.
Si bien Bèze no cuestiona la doctrina cristiana de la obligación de acatar la autoridad, su postura implica, como se ha señalado, un cierto desapego con la línea tradicional, que se hace evidente al subrayar las condiciones que diluyen la obligación política: “cuando un soberano se convierte en tirano y los pueblos usan su derecho contra él, es el mismo tirano quien por su perjuro ha liberado al pueblo” (p. 115), de modo que le está permitido a los “pueblos sujetos a una declarada tiranía el uso de remedios justos” (p. 76). Esta defensa de la resistencia ante la tiranía no remite a la concepción bíblica, sino más bien a una concepción de la relación entre gobernantes y súbditos entendida como obligaciones recíprocas, recuperando así nociones básicas del derecho feudal. La ruptura de esas obligaciones justificaría la desobediencia: si se rompe la fidelidad debida, se está autorizado a ejercer resistencia.
Los recelos de Béze hacia el poder absoluto del monarca están en consonancia, aunque en abierta disidencia, con la conceptualización del absolutismo monárquico que por entonces se estaba haciendo valer. Justo cuatro años después del escrito de Béze aparece el monumental tratado de Jean Bodin, Les six libres de la République (1576), en donde la soberanía es definida como el poder absoluto y perpetuo de una república. Contra la máxima princeps legibus solutus est, Bèze afirma: “con toda certeza, decir que los soberanos no están sujetos a ninguna ley es una sentencia falsa […]. Debe decirse todo lo contrario” (p. 85). Se manifiesta en contra de la conversión de la monarquía en tiranía, que para él no es otra cosa que “«poner a los reyes fuera de control»” (p. 104). El derecho a resistir constituye, en última instancia, un instrumento con el que articular en la práctica política el derecho a la legítima defensa.
A ningún lector avisado se le habrá pasado por alto que los acalorados debates del siglo XVI en torno a la legitimidad tanto de la autoridad política como de la resistencia al tirano aportan material idóneo con el que validar el famoso aserto de Carl Schmitt en su Teología política (1922): “Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”. Con esta sentencia se da a entender que el paso de la tradición a la modernidad trae consigo un desplazamiento de la legitimidad desde la esfera trascendente a la inmanente. Ello es posible gracias a la secularización del poder: el lugar liberado no desaparece, sino que es ocupado por una instancia terrenal. Y ese lugar no es otro que el de la soberanía, noción a la que incorpora atributos asignados antes a la divinidad en exclusiva, trasposición evidente en la citada obra de Bodin y que se hace igualmente manifiesto en ese otro aserto de Schmitt: “el soberano es quien decide sobre el estado de excepción”. Se rompe con la sustancia, pero la forma continúa.
La configuración de la teoría política de la Modernidad temprana se llevó a cabo en un proceso de crítica creciente de las bases teológicas y jurídicas del pensamiento cristiano, un proceso que condujo a una incipiente secularización. No obstante, ese pensamiento aún continúa inserto en las coordenadas de la teología cristiana. Se introduce, eso sí, algunos planteamientos nuevos en el análisis de situaciones humanas y políticas relativamente inéditas, algunas tan relevantes como las diferencias confesionales dentro de la misma Cristiandad. La secularización ha de ser entendida, por tanto, como la paulatina eliminación de elementos religiosos que ocasionan divisiones y guerras, un proceso que no fue lineal, ni tampoco rígido. En este contexto, Béze se sitúa en el tránsito desde lo medieval y lo teocéntrico hacia una primera Modernidad, en la que planteamientos humanistas e inmanentes empiezan a encontrar encaje en un medio sociopolítico aún marcadamente religioso.
Por otro lado, la defensa del derecho de resistencia no es un proceso independiente de los avatares históricos, sino que está sujeta a razones de estrategia y oportunidad política. No por casualidad dicho derecho era empleado sin apenas disimulo como cualificado instrumento en la lucha por la hegemonía. Un buen ejemplo es el de Lutero, quien, en principio, consideraba sacrosanta la autoridad de los gobernantes y se mostraba muy reticente a reconocer el derecho de resistencia (animaba más bien a sufrir con paciencia la injusticia). Sin embargo, al hilo de los acontecimientos políticos contempló excepciones al deber de obediencia, por ejemplo, al emperador y lo hizo justo en aquellos momentos en que los príncipes protestantes se vieron más amenazados por Carlos V. En el contexto francés de las guerras de religión, la justificación del tiranicidio por parte bien de católicos bien de protestantes también fluctúa dependiendo de si los cambios de rumbo de la política son más favorables a una u otra facción. Así, los protestantes enarbolaron la bandera de la resistencia tras la matanza de San Bartolomé (1572), pero dejaron de hacerlo cuando los vientos dejaron de resultar tan adversos. Lo mismo cabe decir de los católicos, que en la década siguiente se reapropiaron de los argumentos en defensa de la resistencia armada, hasta el punto de que sirvieron de cobertura para el asesinato de Enrique III (1589), y el apuñalamiento primero de Enrique IV (1594) y su posterior asesinato (1610). A diferencia de la doctrina protestante, una determinada doctrina católica admitía que un particular estaba autorizado a matar a un monarca tirano. Esta deriva acabó plasmándose en la obra de Juan de Mariana De rege et regis institutione (1599) que, además de cuestionar el derecho divino de los reyes, justificaba el tiranicidio.
A lo largo de sus escritos, tampoco Bèze mantiene siempre una línea coherente en lo que respecta al derecho de resistencia. Difícilmente, en realidad, puede sustraerse a la sospecha de acomodarse a las circunstancias en función de sus intereses partidistas. No es de extrañar así que Stefan Zweig (Castelio contra Calvino, Barcelona, Acantilado, 2001, p. 182) atribuya a Bèze las siguientes palabras, supuestamente extraídas de su obra de 1554 "De haereticis a civili magistratu puniendis" (una refutación del escrito de Sebastian Castellio que negaba el derecho a perseguir herejes y, por ende, una apología de la condena a muerte de Miguel Servet decretada por Calvino): “Mejor tener un tirano, aunque sea atroz, que permitir que cualquiera pueda actuar a su modo”. En el mejor de los casos, esta posición de Bèze puede ser calificada como un llamamiento a la resignación. Por cierto, en esa misma línea, de un liberalismo respetuoso con la ley y el orden, si situaría Kant siglos después, para quien era preferible un orden injusto al desorden generado por una rebelión, de modo que “es lícito al súbdito quejarse de la injusticia, pero no oponer resistencia” (Metafísica de las costumbres, Ak. VI, 319). Probablemente estas opiniones no se encuentran entre lo mejor que Bèze y Kant nos legaron.
Una última reflexión. En tiempos de descontento, como son los que corren, en los que proliferan las protestas políticas militantes, muchas de ellas poco convencionales, cuando no abiertamente ilegales, ¿podemos aprender de quienes en el siglo XVI teorizaron sobre la legitimidad del derecho de resistencia e incluso del tiranicidio? La ruptura de la legalidad por motivos políticos – o ilegalidad políticamente motivada – tiene un sentido diferente en un régimen autoritario y en otro democrático y merecen sin duda un juicio bien diferente en términos normativos. Pero en un caso y en otro sigue siendo de aplicación el afán de Bèze por “mostrar lo irracional que es la opinión de aquellos que no dejan a los hombres ningún medio legítimo para impedir el curso de una clara tiranía” (p. 109).
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