Rubio, Juan: En memoria mía. Fragmentos de la vida de un cura. PPC, Madrid, 2010. 176 páginas. Comentario realizado por Fernando Bravo Miralles.
Resulta un tanto extraño, en el panorama literario actual, encontrar un relato de ficción en el que el protagonista sea un sacerdote. Atrás en el tiempo quedaron grandes obras como El cura de aldea, de Balzac; El diario de un cura rural, de Georges Bernanos; El poder y la gloria, de Graham Greene; La duda inquietante, de José María Gironella; La cruz invertida, de Marcos Aguinis; o las magistrales, en este género, Los curas comunistas y Muerte a los curas, de José Luis Martín Vigil, además de otras publicaciones que el autor aporta en su prólogo. Quizás hoy la figura del cura parece no tener relevancia suficiente para crear, en torno a su vida y circunstancias personales, novelas que puedan destacar con nombre propio en las librerías, en las que, en cambio, son muy demandadas obras de contenido pseudorreligioso con tramas en las que, si aparece una figura eclesiástica, es para revestirla de un cierto oscurantismo retrógrado. Por ello, visto el panorama, no deja de ser una osadía la aventura literaria de Juan Rubio. Sin embargo, es un empeño necesario y conveniente, a mi modo de ver, pues esta obra hace saltar por los aires el arquetipo tradicional que se tiene del sacerdote, presentando, aun revestido de ficción, la verdad, a flor de piel, de la vida de aquellos que sienten, aman, sufren e intentan sobrevivir, en medio de un clima un tanto hostil, aportando la esperanza que en sí lleva la Buena Noticia que están llamados a anunciar en alta voz con sus palabras y gestos.
Los «fragmentos de la vida de un cura» ofrecen al lector un conjunto multiforme, que va más allá de lo que se puede intuir a primera vista. A través de retazos que Mario, sacerdote septuagenario y protagonista de la obra, va escribiendo en el atardecer de su vida y su ministerio, aparece, entre confesiones autobiográficas, una amalgama de temas magistralmente relacionados. Uno de los ejes principales sobre los que giran sus reflexiones es la profunda evolución que tiene lugar, a partir del Concilio Vaticano II, en la forma de entender y vivir el ministerio sacerdotal, así como en la identidad y percepción de la propia Iglesia. La descripción, narrada con cierto apasionamiento, de aquellos aires nuevos y necesarios que trajo a la Iglesia el mismo, todo un sueño de la luna, contrasta con la triste y casi descorazonada constatación de la ausencia, en la realidad eclesial actual, de los frutos de aquel amanecer nuevo y primaveral. Así, hoy, en los ambientes jerárquicos se habla más de interpretar que de aplicar lo que allí inspiró el Espíritu; se percibe un cierto aire involucionista en la misma Iglesia, convertida, según una expresión muy gráfica, en la Iglesia del ¡no!; Iglesia donde sobra desdén y siguen faltando gestos, más instalada en la cátedra que en el ágora; que ha ido creando cristianos militantes que esgrimen más argumentos impositivos que propuestas amables. Existe en el seno de esta Iglesia un cierto temor al diálogo sereno, al debate teológico audaz y sincero; las jóvenes generaciones de clérigos vuelven a las antiguas formas, en detrimento del auténtico fondo del ministerio, haciendo gala de un estilo rigorista desde el que pontifican más que predican, y cayendo con frecuencia en la tentación de la búsqueda del poder, más que del servicio callado. Algunos obispos recuperan talantes monárquicos, condenando al ostracismo cualquier voz profética, sembrando así más el miedo que la caridad pastoral, confundiendo la unidad con la uniformidad, fomentando el escalafón para trepas y envidiosos. Y, dentro de este panorama, muchos hombres y mujeres de fe sencilla, que en esa sencillez quieren vivir serenamente su seguimiento de Cristo, se encuentran con la proliferación de movimientos eclesiales cerrados y exclusivistas, pero de gran fuerza e influencia, que parecen monopolizar el mensaje evangélico, y desde su atalaya los contemplan con cierto menosprecio; y esta situación lleva a estos cristianos de a pie a sentir que viven su fe en una cierta «tierra de nadie», desconcertados a veces por la voz de sus propios pastores: vienen a la Iglesia no para recibir regañinas, sino para encontrar una palabra amable. Insertos en la trama de la novela aparecen argumentos sólidos que vienen a apoyar estas intuiciones, unas veces en forma de meditación personal, y otras fruto de conversaciones y situaciones diversas en el marco del acontecer pastoral cotidiano de este sacerdote, que se pregunta, no sin cierta tristeza, si su generación, empeñada en traer el aire conciliar, era la equivocada, como algunas voces se encargan de recordar hoy.
Pero, lejos de constituir sus reflexiones una crítica acre y mordaz al estilo eclesial actual sin más, la voz de Mario surge desde las profundidades del dolor. Dolor que siente por la misma Iglesia; y le duele porque la ama, porque ha sido engendrado sacerdote en su seno y porque sigue siendo sacerdote en ella; y desde ella intenta ofrecer el gran mensaje de la esperanza, convencido de que, a pesar de sus muchas arrugas en la frente, Dios mismo sigue acariciando y besando a su Iglesia cada vez que este viejo sacerdote, inútil pero válido instrumento suyo, besa con unción el altar al celebrar la Cena del amor entrañado. Por ello, sin ser atrapada por la nostalgia de tiempos pasados, la vida de Mario es todo un canto a la esperanza, una férrea resistencia a la fatiga y al desaliento, a pesar de todo. Él continúa cogiendo cada día el arado para abrir surcos de amistad y de entrañable misericordia evangélica, aun en tierra dura y reseca, con el convencimiento certero de que es posible vivir una Iglesia recinto de confianza, morada del Amigo, samaritana entre los pobres. Y sigue, con tesón y vitalidad, ofreciendo palabras de concordia y paz al amigo que no ha superado la crueldad vivida en nuestra guerra civil fratricida, y que busca en la recuperación de la memoria histórica algo de consuelo y dignidad. Palabras de profunda y enternecedora comprensión y pasión compartida en la intimidad del corazón al hermano sacerdote que acude a él desorientado y destrozado por haber sucumbido, sin darse apenas cuenta, al amor de una mujer, rebelándose contra leyes que privan de algo tan natural y plenificante y que él considera lícito. Palabras de sacerdote sereno, y ya suficientemente curtido en las más diversas plazas, a seminaristas y curas jóvenes que pecan de arrogancia al criticar e incluso ridiculizar todo aquello que fue pilar fundamental para anteriores generaciones de curas como Mario. Palabras que reivindican el derecho a la ternura para quien se considera a sí mismo basura por hacer de la bebida su bálsamo ante la impotencia y la tragedia. Palabras, en definitiva, que, en las más diversas circunstancias, pretenden convertirse humildemente en la Palabra iluminadora, con mayúsculas, de Aquel que cada día ha de crecer en corazones necesitados y hambrientos, mientras la vida del sacerdote ha de menguar y diluirse, para no hacer sombra a lo esencial asumiendo protagonismos estériles.
Pero, como anteriormente señalaba, la obra de este sacerdote y escritor jienense, lejos de agotarse, se va abriendo cual arco iris de colores dispares, ofreciéndonos auténticas joyas de una riqueza espiritual honda y encarnada a ras de suelo, dibujando con maestría el perfil de la vida interior, con sus grandezas y miserias, de un sacerdote cualquiera, heraldo sencillo de la palabra oculta en la Historia y proclamada en Jesucristo. El arte de envejecer, que Mario se plantea, ante el otoño de su vida, con cierto miedo a la jubilación; haciendo balance de sus muchos años en la brega, creyendo en lo que hace y haciendo lo que cree. Balance con un saldo positivo en inmensa felicidad, no exenta de lucha tenaz y diaria para que el tedio o los contratiempos de la edad no tengan fuerza suficiente para frustrarla y convertirla en amargura. El recuerdo vívido de toda una existencia oblativa, que acude a la memoria, sin ser llamado, al contemplar Mario sus manos ajadas por el implacable tiempo, es todo un canto a la ternura derramada y a la entrega fiel, sin condiciones, de una vida expropiada en esclavitud que libera. Las letras dedicadas a la soledad describen toda una historia de amor y enemistad, de lágrimas y reconciliación, de nostalgia y combate, hasta convertir a esta compañera inseparable del sacerdote en creadora amiga y solaz junto al Maestro. La homilía de un Viernes Santo, en el que ha de celebrar el entierro de un querido amigo, se convierte para Mario en todo un acto de fe y abandono en el regazo de un Dios bueno que, aunque a veces se revela en un espeso y doloroso silencio, nos asegura que las heridas del sufrimiento y la muerte cicatrizarán, dando paso a la vida nueva, donde recibiremos un abrazo cariñoso y eterno. Y siente Mario cómo esa realidad que tiene lugar gracias al misterio del despojo del Hijo le muestra el camino del abajamiento del Siervo y la acogida en todo momento de la cruz redentora como senda segura en su ministerio. Capítulos como los dedicados a la figura de la madre del sacerdote; a los colaboradores y amigos que se van dejando en el camino al cambiar de parroquia; a los religiosos, a quienes, lejos de mirarlos con cierto recelo, los identifica como trabajadores de una misma viña... siguen constituyendo los fragmentos que, unidos firmemente por la caridad pastoral, forman un todo en esa vida enajenada por amor, que es el Mario hijo, amigo, hermano, voz profética y, ante todo, sacerdote. Y, por ello, no podía faltar aquello que es, sin duda, el centro de su existir y sin lo cual no tendría sentido alguno nada de lo anterior: la Eucaristía. Así el título, en mayúsculas en su portada, de esta obra, En memoria mía, nos indica el culmen de la novela, que, antes de finalizar con palabras agradecidas a María, nos regala una meditación sobre la experiencia personalísima de esta celebración, donde la prosa sublime adquiere tintes poéticos y que, a mi parecer, se encuentra a la altura de grandes maestros de la espiritualidad. Comentar este capítulo sería traicionar su inestimable riqueza.
Sin duda, todos ellos, temas profundos, tratados con un exquisito mimo en la forma y con una gran hondura espiritual. Una oportunidad única ofrece esta novela a cualquier lector que quiera acercarse con veracidad a los entresijos más íntimos de la vida sacerdotal. En Mario encontrará, sin máscaras ni sensiblerías, todo un paradigma de una existencia muchas veces desconocida o desfigurada. Para los curas, un verdadero regalo en este su Año Sacerdotal. Una novela excepcional, llamada a entrar con nombre propio en la literatura de este género.
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