González Buelta, Benjamín: La humildad de Dios. Sal Terrae, Santander, 2012. 166 páginas. Comentario realizado por José María Fernández-Martos.
Dicen que todo escritor solo escribe variaciones sobre un único tema. Quizás plasmación de nuestra humilde creatividad, a la que solo se le da una vida, atalaya, una única oportunidad de pronunciarnos y comparecer. Intentar superar esta estrechura es la esforzada locura del Arte o, en este caso, de la Mística.
Benjamín vuelve a compartir con nosotros su única y rematada locura: ¿cómo los contradioses y roturas de nuestro mundo y sus gentes pueden ser más vecinas de Dios que nuestros pretendidos oropeles, logros y cimas? Eso sí, como es inquieto y sigue marchando incansable, no se repite cansinamente, sino que muestra nuevas perspectivas y descubrimientos. Uno puede haber leído su libro El Dios oprimido (1987), con título cercano al que ahora nos presenta, y, sin em bargo, verá que, aun conservando temáticas de entonces, su camino de veinticinco años nos regala un tono más místico que ascético, un sabor más poético que sociológico, una actitud más sapiencial que heroica, un cenáculo más trinitario... sin dejar de ser tan histórico como entonces. En 1987 a Dios le oprimían desde fuera («Cristo arrancado de este mundo por la violencia de los poderosos»); en 2012 es el Dios Humilde y discreto quien se encoge desde dentro. Entonces escribía, sobre todo, para la «vida religiosa». Ahora lo hace para la «vida religiosa» presente en todo ser humano.
El proceso ha sido un dejarse esculpir por los, para muchos, considerados «pequeños ignorantes» y que resultaron ser «fuerza salvadora de Dios» (Lc 1,51). Benjamín se despidió de los serenos claustros de antaño para reencontrarlos, ¡oh sorpresa!, en los «callejones de latas oxidadas» que le asombraron con realidades humanas hirientes o minúsculas que a otros nos pasaban desapercibidas. Allí aprendió a contemplar el Reino de Dios creciendo «inédito y sorpresivo», y lo comió como pan recién cocido. Para ello tuvo que aprender a ignorar. «El evangelio nos lo sabemos ya», escribía entonces. Los itinerarios de Benjamín siempre fueron llevados por la ley universal física de la gravedad, que atrae las cosas hacia abajo (Bajar al encuentro de Dios), y por la menos universal y frecuente de ser atraído por los márgenes de la sociedad y del brillo, alejándose de los centros o instituciones que dan seguridad.
Para dejarse llevar de esas fuerzas extrañas le fue necesario contrarrestar los peligros de las vidas líquidas arrastradas por torrentes de sensaciones sin capacidad ni tiempo para la reflexión personal. Es lo que él llamó, en su libro Ver o perecer (2006), «mística de ojos abiertos». Ciertamente que su camino no es el de los hesicastas que buscaban a Dios mirándose el ombligo. Amigo de leer y de informarse, sin embargo, sus guías más luminosos han sido siempre pequeñas gentecillas de barrios marginados (Guachupita, Guandules, La Ciénaga, etc.) que crecieron junto a él –creciéndole de rebote– «como pequeño grano de mostaza».
En este nuevo libro –me arriesgo a pensar que para paladares más avezados a los gustos del espíritu– nos muestra la paradójica realidad de una humildad luchadora que denuncia, como María, la debilidad de los poderosos. Una humildad que no descarta protestas y enfrentamientos, pues se siente apoyada en un Dios en el que echa alas como águila, corre sin cansarse, marcha sin fatigarse (Is 40,31). Los pobres, arrojados sobre la tierra, toman de ella toda su fecundidad y energía. La humildad (de «humus», tierra, nos recuerda) no es debilidad, sino la fortaleza del amor que busca elevar a los demás con los empeños del amor servicial.
Pero la aportación más sabrosa e inesperada clave del libro, explicitada en su Introducción («hundirse en la tierra es peregrinar hacia la Trinidad»), da cuenta de su largo peregrinaje humano y espiritual, en el que, buscando el abajo de la realidad, se le ha ido haciendo más clara la cima divina de todo lo real. No hay que sorprenderse, pues Pablo nos aclara que «lo que puede conocerse de Dios lo tenéis a la vista; Dios mismo os lo ha puesto delante. Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras» (Rom 1,19-20). Sus libros cuentan lo que los sentidos le han ido presentando; pero, fiel hijo de Ignacio, al contemplar el discurrir de su Cardoner de aguas sucias que arrastra gallinas muertas y detritus, también como él recibió una ilustración en que progresivamente le fueron pareciendo nuevas todas las cosas (Autobiografía, 30). Se trata de acoger al Espíritu que «nos permite reconocer lo nuevo, que nunca deja de llegar hasta nosotros desde la creatividad infinita de Dios, que nos llena de fuego y de alegría».
Si sus libros son jalones de un único «libro de viajes», con este, Benjamín llega a la meta: Vivir la Trini dad desde la pasión de la Tierra. Aquí confluyen los asendereados pasos de toda la trayectoria de Benjamín. Sabíamos que Benjamín no miraba por un lado a Dios, en los espacios religiosos, y al mundo por otro, viendo su inconsistencia y pecado, sino que ha ido aprendiendo a mirar con amor a nuestro mundo y a nuestra cultura «para descubrir a Dios en el fondo de ella». Me pregunto si, llegado a esta meta, se retirará de su oficio de escritor o recibirá nuevas e inesperadas luces. Esperemos intrigados, saboreando y meditando este precioso libro, sencillo en apariencia, pero que reclama lectura humilde y atenta.
De paso, nos lo regala en un len guaje preñado de poesía:
Existimos en el corazón de Diosmientras nos debatimospor los arrabales del mundo.¡Dios que tanto te abajaspara que ahora y siemprevivamos tan adentrode tu ser y de tu devenir!
Para que Benjamín mejore en humildad, le haría una sugerencia. Creo que el libro ganaría mucho en claridad si en una segunda edición –que llegará– se ordenasen de una manera más sencilla los distintos apartados y capítulos. Uno se puede perder entre las divisiones, subdivisiones y subdivisiones de subdivisiones...
Es libro peligroso que puede llevarnos a luchar y disfrutar la vida de
muy otra manera: «en el misterio de
la Trinidad, bien pegados a la tierra y
al lado de los humillados, en la locura y la alegría sin contabilidades del
seguimiento de Jesús».
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