Berger, Klaus: Los primeros cristianos. Sal Terrae, Santander, 2011. 374 páginas. Comentario realizado por Jairo Álvarez Fernández.
Klaus Berger se confiesa católico en exilio de la Iglesia protestante, pero sin haber renunciado al catolicismo. Es profesor emérito de Teología del Nuevo Testamento en la Facultad de Teología Evangélica de Heidelberg. Siempre polémico en sus contribuciones, es uno de los más destacados exegetas alemanes de la actualidad. Entre su amplia producción literaria, destacan obras como Das Neue Testament und frühchristliche Schriften; Paulus; Sind die Berichte des Neuen Testaments wahr? En España es conocido por su obra ¿Qué es la espiritualidad bíblica? Fuentes de la mística cristiana (Sal Terrae, 2001) y, sobre todo, por Jesús, libro publicado por la misma editorial en el año 2009.
Cada autor que se adentra en la figura enigmática de Jesús de Nazaret, de una u otra forma se siente interpelado a continuar su obra, al modo lucano, analizando el devenir de las primitivas comunidades cristianas. Berger no es menos y, tras la publicación de Jesús, se ha decidido a escribir este libro. Ahora bien, en su reflexión parte del hecho de que «el cristianismo primitivo nos es extraño y debe serlo siempre para poder decirnos algo. Su historia está esencialmente condicionada por el problema de la legitimidad del poder espiritual-carismático de Jesús».
El libro, organizado en diez capítulos, tiene un fin divulgativo, puesto que no aparecen notas a pie de página, y utiliza una bibliografía escasa. A ello se le añade la explicación de terminología específica. Además, en todo momento busca empatizar con el lector, lanzándole preguntas que le abran a la reflexión y a las que posteriormente tratará de dar respuesta. Ayudan a ello los resúmenes que va intercalando continuamente. Pero a la vez es un libro complejo y polémico, teológicamente hablando, puesto que discute opiniones muy asentadas y extendidas, mostrando unas ideas un tanto peculiares.
Nos situamos ante un volumen que no solo aborda una materia propiamente histórica, sino que en su desarrollo se traslucen planteamientos y cuestiones exegéticas, dogmáticas, sacramentales y litúrgicas, eclesiológicas, morales y espirituales. Podríamos, incluso, afirmar que el autor muestra una preocupación ecuménica, puesto que se hace patente su inquietud por incidir en los debates entre las confesiones católica y protestante.
En él se percibe su vocación de exegeta y hermeneuta que domina a su antojo los libros neotestamentarios. Pero aparte de estos, que son la base de sus fundamentaciones, especialmente los Hechos de los Apóstoles y las cartas, utiliza obras de los Santos Padres y de los autores eclesiásticos. Tampoco olvida la literatura pagana y judía coetánea. Como vemos, se sirve de todas las fuentes a su alcance, si bien precisa que «no se puede afirmar que tengamos, en general, la mejor información acerca de los inicios del cristianismo». Con todo ello coloca al lector en el quicio que separa al Jesús histórico del nacimiento del protocristianismo. Quicio y continuidad sellada con la sangre de este judío.
El objetivo lo precisa él mismo: «me interesa descubrir qué puentes se dan entre Jesús y los años fundacionales« (pretende acabar con el «foso» que supuso el «sepulcro pascual»). «Son años fundacionales del cristianismo exactamente los cincuenta que transcurren hasta la muerte de la primera generación después de Jesús». Pretende responder, pues, a las siguientes cuestiones: «¿qué aconteció en estos años?; ¿quiénes fueron sus figuras determinantes?; ¿qué es lo que decidieron aquellas personas que sigue marcando hasta el momento actual el rostro del cristianismo?»
Para ello propone un método que escapa de lo que él afirma que son modelos desfasados: el esquema de la decadencia, de la degeneración eclesial, fruto del retraso de la parusía; el esquema dialéctico entre rigor de la ley (judaísmo), libertad frente a la ley (Pablo) y nueva ley (Derecho Canónico); y el esquema de la oposición entre ministerio y carisma. Abandonando la «hermenéutica de la desconfianza», se debe dar el salto a la «hermenéutica de la confianza», dando por supuesto que los relatos bíblicos son veraces mientras no se demuestre lo contrario.
Berger analiza las personas que estuvieron con Jesús y que igualmente están presentes en la siguiente etapa histórica (en concreto, Santiago, el llamado hermano del Señor, Juan Bautista, Pedro y, por extensión, Pablo), así como las primitivas comunidades cristianas, donde destacan tres factores: elementos de la vida judía, la significación de la casa cristiana y la destacada estructura constitucional. A ello se unirá una exposición de los argumentos teológicos que muestran las conexiones decisivas entre el antes y el después de la Pascua. Hemos de precisar que este es un período de aprendizaje, sedentarización, burocratización, enriquecimiento y adecuación a las estructuras mundanas, debido al retraso de la parusía.
El autor no obvia, a nivel social y cultual, la discontinuidad y continuidad que existe entre el judaísmo y el cristianismo naciente. Esta nueva comunidad y familia, como casa abierta a toda clase de hombres y mujeres, supera y desborda la atmósfera de Israel y se abre a todos los pueblos, sin necesidad de someterse a la circuncisión, pero sí a la conversión. Ahora bien, diversas prácticas del cristianismo primitivo (bautismo, banquete comunitario, liturgia sinagogal y oración de las horas judía) están en continuidad con Jesús y el pueblo de Israel, pero con un toque distintivo y novedoso. También se sigue, en parte, una tipología veterotestamentaria en la nueva estructura constitucional de la comunidad, que propone como «república» (concepción elipsoidal del cristianismo temprano: Pedro sería un centro, y el resto de los Apóstoles, la comunidad, el otro). No obstante, los primeros cristianos evitaron toda asociación con el culto precedente, utilizando una terminología profana: obispo, presbítero y diácono.
Entre los argumentos teológicos que conectan el antes y el después de la Pascua, se señalan: la dicotomía Reino de Dios-Iglesia (afirma que «no existe contradicción entre las ideas-guía Iglesia y Reino de Dios. Jesús quiso fundar y fundó una Iglesia»); la confesión de Jesús como Señor (desde el dualismo pneumatológico y la mentalidad escatológica de los primeros cristianos); la utilización del nombre de Jesús, salvador, con fines sacramentales; la Cena («en la última Cena creó Jesús la Iglesia como institución, pues efectivamente ese rito festivo que él mismo funda establece a ese grupo de discípulos como institución»); y, sobre todo, la experiencia del Espíritu Santo, que une, sostiene e integra los distintos carismas, superando las barreras separadoras, y aporta lenguaje y comprensión.
Berger se pregunta cómo una religión que arrancaba como una minoría oriental pudo convertirse en la religión oficial del Imperio, imponiéndose a las principales religiones competidoras e incluso a la filosofía pagana. Aparte del monoteísmo y de la diaconía, Klaus somete a comprobación y contraste la solidez de ocho tesis: con Jesús aparece en escena una figura religiosa excepcional; el cristianismo primitivo fue la irrupción de un monoteísmo ilustrado que flotaba en el ambiente; fue el descubrimiento de una clase peculiar de misericordia en la religión; convencía gracias a una ética vivida coherentemente; era la forma de asociación ideal; era la religión de las mujeres; también de los esclavos; y que los primeros cristianos fueron los verdaderos comunistas.
Finalmente, el autor expone la evolución de comunidades concretas: Antioquía, Corinto y Roma. Ofrece una tesis sobre la formación del canon cristiano del Nuevo Testamento, orientado a Pedro y Pablo y a la ciudad de Roma, testificando que el cristianismo primitivo fue una unidad de comunicación intraeclesial. Y explica quiénes fueron los opositores y detractores de esta nueva propuesta de fe a dos niveles: externos (judíos y paganos) e internos (apóstatas y herejes).
Concluyendo, nos encontramos con un libro en el que el lector podrá descubrir los principales entresijos de la primitiva comunidad cristiana, aquellos aspectos que la fueron configurando desde su institución divina a su adecuación al siglo en virtud de su conformación por hombres. A esta protocomunidad mira nuestra Iglesia actual, en su afán por volver a las fuentes.
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