martes, 15 de abril de 2014

Julia Merodio: La Semana Santa contada por Judas - Texto

LA SEMANA SANTA CONTADA POR JUDAS. Por Julia Merodio

Al ponerme a preparar la oración para la Semana Santa, me parecía preciso dar un giro a lo normalmente presentado hasta ahora y para ello pensé que sería bueno nos la presentase alguno de los que la vivieron junto a Jesús. Pero ¿a quién elegir?…
Pues… elegiré al que menos gente optase por él; elegiré a Judas.
Así, cuando Judas ve que las cosas empiezan a ir mal y que Jesús tiene ya una condena firme, aún dentro de su desesperanza, recuerda, por última vez, la etapa final de su vida al lado del Nazareno.

                   DOMINGO DE RAMOS   
-Habla Judas-
           El viaje a Jerusalén estaba preparado para el domingo siguiente. Todo funcionaba como estaba previsto. Yo tenía “el tema” bastante consolidado; aprovecharía la estancia en la ciudad para ultimar las cosas.
           La noche del sábado dormimos en Betania y saliendo al día siguiente para la Ciudad Santa, haciendo el recorrido por el mismo camino que lo habíamos hecho el día anterior.
           Había mucha gente. La Pascua era ya inminente y muchas caravanas subían a Jerusalén por el mismo sendero que nosotros.
           La gente mostraba alegría, mientras en el rostro de Jesús se percibía una mesura no acostumbrada. Sin saber por qué, la situación comenzaba a inquietarme.      
            De repente se presenta un hecho inesperado. Jesús llama a dos de los que íbamos con él y les da el siguiente encargo:

“Id al pueblo que tenéis delante y, en cuanto  entréis, hallaréis un asnillo atado, sobre el que ningún hombre cabalgó jamás. Desatadlo y traedlo.
Y si alguien os dice: ¿Por qué hacéis eso? Decid: “El Señor lo necesita y enseguida os lo devuelve” (Mateo 21, 2 – 4)

            Cada sorpresa que Jesús me daba, inquietaba mi alma de manera especial. Él, que siempre había rechazado los honores, ahora, hasta parece que los busque o, al menos, los consienta.
La entrada en Jerusalén me dejó perplejo. La gente lo esperaba, lo aclamaba, le gritaba… haciéndole aclamaciones de rey.
Ante Él: se arrodillaban; tiraban los mantos para alfombrar el camino; con las manos llenas de palmas y ramos de olivo, lo vitoreaban, lo glorificaban, lo engrandecían… gritaban ¡Hosanna! ¡Hosanna, al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor…!
            Tengo que confesar que la escena, me asustó más que las veces anteriores. ¿Estaría equivocado? ¿Sería realmente un rey y ahora que empezaba a reinar era yo el que me alejaba de Él?
            Sin embargo, al ver a Jesús tan sereno y sosegado, me tranquilizaba; pero, aquella gente exaltada, me preocupaba cada vez más.
            Puede que no fuesen demasiados como para competir con la guardia de Herodes. Pero… ¿y si se les empieza a unir el pueblo? ¿Qué suerte correré yo? Si no van a tener consideración con Él, -que no ha hecho nada malo-, ¿por qué habrían de tenerla conmigo?
            En mi mente daba vueltas y vueltas mi proyecto. Y, aunque mi corazón estaba ya lejos de Él, mi cara reflejaba la inquietud y el desasosiego… tanto que, incluso alguno de mis compañeros, me preguntaron ¿Judas qué te pasa? ¡Tienes mala cara!
            Reconozco que contesté de forma más agresiva que de costumbre. Todo en mí había empezado a desequilibrarse.
            Al caer la tarde volvimos a Betania, pero mi pensamiento seguía en la escena de la mañana. Veía a Jesús montado en aquel pollino –de forma ridícula-
…¿Y si fuera rey como dice? ¡Imposible! Usaría caballos como los soldados del gobernador… Y su reino… ¿dónde está ese reino del que nos habla?... Definitivamente es, como todos, ¡un embaucador! 

          PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL
            Si normalmente silenciamos la mente para introducirnos en la oración, hoy lo hemos de hacer de una manera especial.
            Hemos llegado a la Semana grande. Una semana donde el hilo conductor ha de ser la Pasión de Cristo. No es que hayamos olvidado que todo ello desembocará en la resurrección pero, no podemos eludir, que para resucitar, es necesario morir antes.
            Podemos tomar para nuestra oración los siguientes textos:

            Marcos 10, 33 – 34.   Juan 7, 6 – 7.   Isaías 53,  11 – 12

No los leamos de pasada. Dejémonos empapar por su enseñanza y luego permanezcamos largos ratos junto al Señor, para que Él los grabe en nuestro interior.
Este año vamos a observar el comportamiento de Judas. Sé que sonará novedoso pero también su manera de actuar tiene mucho que decirnos.
En primer lugar, hemos de tomar conciencia de que, Judas fue llamado por Jesús, como todos los demás. Su respuesta fue afirmativa. Se unió al grupo de discípulos. Lo seguía. Vivía con Él. A su lado empezó a quererlo…
Es posible que ahora tengamos que recordar las palabras de Jesús: “Os digo que, muchos son los llamados y pocos los elegidos…”
Pero hay algo muy significativo y que ocurre con más frecuencia de la que nos gustaría; hay personas que buscan a Dios y personas que lo utilizan. De ahí que cada uno tendremos que preguntarnos personalmente ¿a cuál de los dos grupos pertenezco yo?
-      ¿Por qué respondí afirmativamente a la llamada de Jesús?
-      ¿Qué buscaba al hacerlo?
-      ¿Lo sigo de forma incondicional, o pongo alguna condición?
-      ¿Lo amo de igual forma cuando sus actitudes no coinciden con las mías?
A pesar de la aversión que tengamos por Judas, no despreciemos lo que nos enseña su cercanía al Maestro. ¡Quizá pueda decirnos más de lo que nos parece!
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      LOS DÍAS INTERMEDIOS
De nuevo habla Judas
            Aquella noche fue la noche más larga de mi vida. La oscuridad del cobertizo me taladraba; es más, hasta el brillo de las estrellas me resultaba molesto. Yo, que lo seguí porque pretendía billar, ahora me encontraba en esa densa oscuridad de la que huía. ¡Ciertamente, me sentía fracasado!
          Con tantas horas de insomnio me dio tiempo a repasar el tiempo que había pasado junto a Jesús.
       Me sorprendía: mi alegría en el primer encuentro, mi afán por seguirle, lo fantásticas que me parecían sus obras… sin embargo, siempre hubo en mí un trasfondo que me interrogaba.
            Y yo ¿por qué lo había seguido? Al principio me ilusionaba salir de mi trabajo, de mi esclavitud; más tarde, al ver su porte, empecé a sentir hambre de fama, de riqueza… Él podía hacer lo que se propusiese. Igual multiplicaba panes, que curaba enfermos… que resucitaba muertos. Creo que, lo de ver a Lázaro salir del sepulcro me superó. ¿Se estaría apoderando de mí la envidia? ¿O me acobardaba observar que ya iban a por Él?
Me levanté nada más ver las primeras luces. Hice tiempo a que salieran los demás. Jesús, de nuevo, se puso en marcha.
Volvimos a Jerusalén. Como ya era martes la muchedumbre del templo había crecido, en los peregrinos se apreciaba el cansancio y el sueño; pero, sobre todo, la suciedad del polvo del camino.
En el momento que la gente vio aparecer a Jesús, empezó a correr la noticia como la pólvora. El gentío se habían ido enterando de lo que había pasado el domingo y todos querían conocerlo, fuese como fuese.
Al contrario que la gente, los fariseos y saduceos, parecían inquietos. No sabían qué hacer para desmontar la autoridad de Jesús y dejarlo en ridículo. Sigilosamente se le acercan y la pregunta no se hace esperar: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? (Mateo 21, 23) -Se refieren a la expulsión de los mercaderes del Templo-
        Jesús los sorprende, otra vez, con una nueva pregunta que, lejos de doblegarlo, los ridiculiza a ellos.
Los contrarios se van. Hay risas entre la multitud.
Mientras mis compañeros, se sintieron aliviados y orgullosos del jefe, yo me sentí fatal. A mí, esas cosas, ya no me hacían demasiada gracia.
Aunque ya había tenido mis primeros contactos con los representantes de los sacerdotes, no tenía nada decidido; es verdad que la traición ya había nacido en mi alma; pero, de nuevo, me llegaron las dudas. Al ver que Jesús triunfaba otra vez, consideré necesario que habría de jugar mis bazas con mucha cautela. Por eso, decidí esperar y me alegré de no haberme precipitado.
Mientras tanto, Jesús seguía imparable; no dejaba de predicar y desenmascarar a cuantos se le acercaban para tentarle. A medida que pasaba el tiempo, me convencía más de que, Jesús parecía leer la mente de sus enemigos. ¿Y la mía? ¿Podrá leer mi mente? ¿Sabrá lo que pienso?
A medida que Jesús increpaba a los fariseos, veíamos con más claridad que el desenlace sólo podía ser la muerte.
 Pero… ¿y si fuese el triunfo?  Había tal desconcierto dentro de mí, que ya no tenía claro si Jesús sería un Rey o una víctima.
Como me interesaba estar bien informado de lo que hacía Jesús, procuraba estar siempre en el corro de los más próximos a Él y, sinceramente, eso de tratar así a los representantes de Dios y de la ley me parecía excesivo. Era como si de repente su cabeza se hubiera trastornado…
Disimuladamente me alejé del grupo para tener un primer contacto con los que se sentían injuriados por Él; -necesitaba hacer amigos por si venían mal las cosas-. Por eso, ante ellos, me disculpé y les dije que yo había seguido a Jesús porque lo creía un buen judío.
Aunque ahora, después de que ya ha pasado todo, me imagino que mi mirada traidora sería el mejor regalo que ellos recibiesen aquella tarde.
Por fin había pasado el martes. Un día agotador para todos, pero para mí quedaba algo todavía peor. Otra noche en vela con la cabeza recordándome todo lo que ese día había dicho Jesús e inquietándome cada vez más.
Mis nervios estaban a flor de piel. Sabía que los fariseos y saduceos querían actuar cuanto antes. No les había resultado fácil competir con Jesús y eso se paga. Me di cuenta de que iban a por Él y comprendí que debía darme prisa.
De todas las formas esto me había ayudado para ver que, realmente, Jesús era un perdedor, ya que después de su altercado con los fariseos, estaba claro que el pueblo no le ayudaría. Y, lo que era todavía peor, en medio del ataque estaban ellos, sus seguidores que caerían con Él. Pero, yo no pensaba morir por unas ideas en las que ya no creía ni por un “Maestro”  que empezaba a disgustarme.
Además, estaba mi deber judío. Mi conciencia no podría estar tranquila sin haberlo entregado.
A pesar de todo tengo que confesar que, cuando venía a mi mente la palabra “entregarlo”, mi cuerpo se revolvía, pues eso sonaba a traición y, en realidad, una cosa era que ya no amase a Jesús y otra que lo odiase tanto como para desear para Él una muerte violenta.
En fin, decidí dejar los sentimentalismos y ser práctico. Al fin y al cabo, no tenía con Jesús ningún compromiso y no me cabía más opción. O moría con Él, o lo utilizaba sacando además, alguna ventaja.
¡Lo haré mañana! Bajaré a la ciudad y me entrevistaré con los sacerdotes; total, oyendo a la otra parte tampoco pierdo nada.
No me fue difícil encontrar una disculpa para bajar a la ciudad, estando encargado de la economía del grupo. Además me alegré al comprobar que, ese día, se quedarían en Betania.
Así, me deslicé por el camino, encorvado, huidizo, tenso… temeroso de que cualquier amigo pudiese reconocerme. Descendí hasta el Cedrón, pues, bordeando los muros del templo, me parecía más fácil pasar desapercibido. Subí muy agitado la escalinata de grandes piedras, que conducía al Palacio de Caifás… mientras venía a mi mente que, el día anterior,  la había subido junto a Jesús.
Ante el portón de la casa del sumo sacerdote, de nuevo vacilé.
El paso que iba a dar no era algo trivial y a pesar de tenerlo tan claro la noche anterior, algo seguía revelándose dentro de mí.
Yo sabía bien que, si Jesús caía en manos de Caifás, no se libraría de la muerte. Él mismo lo había dicho y, el rumor, ya corría por toda la ciudad; por eso, giraba y giraba indeciso, ante la puerta del palacio.
Al fin la puerta se abrió. Sin pasar muy adentro, alerté al portero de que quería ver al sumo sacerdote. El portero se mofó al verme tan desarrapado y con tan grandes pretensiones. Me preguntó para qué quería verlo. Le dije que era un problema personal, que sólo podría decírselo en persona. Tal vez añadí, que era algo relacionado con Jesús el Nazareno.
Ahora estoy seguro de que Caifás se agitó al oír ese nombre, ya que no tardó en enviar a uno de sus ayudantes para sondearme.
De nuevo insistí que quería ver al sumo sacerdote personalmente, añadiendo que era uno de los íntimos de Jesús, tanto que, hasta llevaba la economía del grupo.
Caifás no solía bajar al patio ya que el sumo sacerdote no podía mezclarse con desconocidos, pero el tema le debió de seducir tanto que bajó.
Yo comencé a dar rodeos en mi conversación, pues debía engañarme a mí mismo. Le dije cuanto amaba a Jesús, pero que para mí la ley estaba antes que los amigos. Después le dejé claro que era un israelita fiel y que si le había seguido era porque creía que podría restaurar la pureza de la ley.
Empecé a notar que, a Caifás, le cansaban tantas explicaciones, por lo que me cortó de pronto y, secamente, me preguntó:
 ¿A qué has venido? Y, sin rodeos, le dije:
 ¿Cuánto me das si te lo entrego?
 Noté que mi brutalidad le gustó a Caifás. Ese lenguaje empezaba a parecerle común al suyo.
Caifás trató de indagar cómo lo haría, si sería de noche, cuál sería el momento… y, con más fuerza y más calma que nunca le dije:
 ¡Eso es asunto mío! –Sabía que tales favores, se pagaban bien-
Noté como el desprecio subió a la cara del sacerdote, pero compuso el gesto y me dijo:
 El libro del Éxodo lo precisa con claridad. Precisa, que, para estos casos “son 30 las monedas de plata, que se pagarán por un esclavo muerto” (Éxodo 21, 32)
Hice un cálculo rápido. No era mucho pero, me ayudarían en los primeros momentos. Por otro lado era bueno quedar bien con Caifás, quizá pudiera pedirle algún cargo en el templo o en su casa…
¡Acepto!, dije con firmeza.
Ahora me doy cuenta de que a Caifás el negocio le salió realmente barato, tanto que sacó una bolsa con las monedas ya contadas; eso sí, se dispuso a dármelas de una en una para hacerlo más protocolario y que pareciese mucho mayor la cuantía.
Después terminó diciéndome: Ahora esperamos que cumplas con tu palabra, de lo contrario, pagarás caro el sacrilegio, ya que este dinero es sagrado.


        PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL
            Volvemos a hacer silencio. Pedimos al Señor, como lo aconseja S. Ignacio en los E. E. “conocimiento interno de Jesucristo, para más amarle y más seguirle”
            Mentalmente, vamos a contemplar la escena que acabamos de leer, para darnos cuenta de que, aunque Judas no estaba ciego, no quería ver.
            Y, observamos también, que intentaba traicionar no sólo a Jesús, sino también, a sí mismo.
            Ahora, vamos a procurar detenernos ante esas cegueras que, personalmente, no queremos aceptar. Hagámoslo reposadamente; pensando que, si no reconocemos nuestras cegueras, nos pasará lo mismo que a Judas;  no necesitaremos acercarnos a Jesús, para decirle: ¡Señor, que vea!
            Vamos a pensar que, quizá, nuestra primera ceguera nos venga de tener miedo a mirarnos a nosotros mismos y, al no mirarnos, no nos reconocemos, no sabemos quiénes somos.
Hemos de ser conscientes de que todos tenemos una parte que se ve mejor desde fuera que desde dentro; es, esa parte de nuestra personalidad, que tenemos que ir descubriendo, poco a poco junto al Señor. ¡Cómo hubiera cambiado la vida de Judas si hubiera sido capaz de hacerlo así!
Pero nosotros no estamos muy lejos de su cometido. Judas, sin darse cuenta, se perdió la realidad más grandiosa de su vida: Saborear el cariño que Jesús le tenía.
Y nosotros, casi sin apercibirnos de ello, nos estamos perdiendo también las realidades más hermosas de nuestra vida:
  • El saborear a las personas que amamos.
  • El ver crecer a nuestros hijos.
  • El acariciar, la mano, de los padres ancianos.
  • El frescor de la Creación abriendo la mañana.
  • El lucir de las estrellas en una noche serena.
  • El ver a Dios actuando en nuestra vida…
Pero, hay algo que importa todavía más; lo que nos perdemos al ignorar los sentimientos que, el fluir de la vida, va dejando dentro de nosotros, ya que lo más importante es invisible a nuestros ojos.
Por  eso admitamos que sea el  mismo Jesús el que nos diga: Abre tu corazón, limpia tus ojos, mira de frente tu realidad, acércate a Mí… pero, sobre todo, no te fijes sólo en las apariencias.
“El ser humano, solamente ve las apariencias; mientras Yo veo las profundidades del corazón”
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      HACIA EL MOMENTO DEFINITIVO
Habla Judas-
Cuando de nuevo me vi en la calle, me di cuenta del lío en que me había metido. La dificultad que conllevaba el trabajo que acababa de asumir.
            Si, al menos, todo hubiera sido rápido; si hubiera acompañado –en ese mismo momento- a los guardias a Betania, para que lo detuviesen… ¡vale! Pero volver a su lado y tener que convivir con Él y con el resto del grupo, sin saber además cuántos días serían; me parecía insoportable.
Entrar al llegar, siempre sonriendo; inventarme una disculpa tras otra; hablar y hablar para que no hubiese preguntas indiscretas… Es verdad que no me sentía avergonzado y mucho menos arrepentido, por lo que había hecho, pero estaba nervioso por la idea de que la traición pudiera demorarse.
            Por otro lado Jesús, era impredecible. Había bajado a Jerusalén todos los días y hoy prefería quedarse en Betania ¿sospechará algo? ¿Estará asustado por lo de ayer?
Comencé a llenarme de miedo al pensar que pudiera querer ir de nuevo al desierto, o a Galilea como lo había hecho semanas antes. Eso complicaría las cosas más de lo normal.
Volví a tocar las 30 monedas y la idea de tener que devolverlas no me gustaba nada.
            Lo que sí tenía claro es que pasaría la Pascua con el grupo; sería la única manera de no levantar sospechas. Luego… ya veríamos. Alargar el tiempo era para mí la peor condena. Además, como el viernes era el gran día pascual y el sábado se hacía el descanso, al menos contaba con tres días para actuar; malo sería que, en ese espacio de tiempo, no se presentase una ocasión propicia.


LA ÚLTIMA CENA
            Llegamos al jueves y, por la mañana, Pedro se acercó a Jesús para preguntarle ¿Maestro, dónde quieres que te preparemos la Pascua?
            Jesús le dijo:

 “Id a la ciudad y encontraréis a un hombre llevando un cántaro de agua. Seguidle y, donde entre, decidle al dueño de la casa:”El Maestro dice: ¿Dónde está la sala para comer la pascua con mis discípulos? Él os enseñará una sala grande, alfombrada y preparada. Haced allí los preparativos” (Mateo 14, 13 – 16)

            La señal que le había dado me pareció, realmente extraña. ¿Acaso se veía en Palestina a algún hombre cargado con un cántaro? Esa era tarea de mujeres. De ahí, pensé, que no le resultará difícil distinguir al “hombre del cántaro”.
            La casa donde se detendría el criado, sería la casa de una acomodada familia de Jerusalén. Una casa con dos pisos en la que, al segundo piso, se podía subir por una escalera exterior que daba directamente a la calle. Y fue, precisamente, por esas escaleras por las que subimos nosotros.
            La verdad, …¡ era todo muy extraño! Ya habíamos celebrado otros años más la Pascua y no se había hecho nada de esto. ¿Por qué hacer todo de manera tan distinta? Parecía que el Maestro adivinara estar viviendo sus últimas horas.
            No sólo estaba yo asustado; el resto de mis compañeros también lo estaban. Su silencio por el camino; la tristeza contenida en su rostro; los dramáticos anuncios dados los últimos días…
            Sin mediar palabra, cada uno ocupamos nuestro puesto. Yo elegí uno cercano a la puerta por si todo empezase a encajar y tuviera que salir corriendo.
            Al ir a sentarse Jesús, recorrió con la mirada una por una nuestras caras y en una voz tenue nos dijo:

“Con gran anhelo, he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer. Porque en verdad os digo que no volveré a comerla hasta que se cumpla en el reino de Dios”
                                           (Lucas 22, 15 -16)

            Todos nos miramos tratando de entender esas misteriosas palabras. Su tono de despedida amargaba la alegría que todos sentíamos al celebrar la pascua.
            Por más que quería hacérnoslo saber nosotros no queríamos saberlo. Además, lo habíamos visto escabullirse tantas veces que ninguno presentía que ahora lo fueran a detener. Claro lo presentían todos, menos yo que ya, estaba seguro de ello.
            Las palabras de Jesús, para mí sonaban entre enigmáticas y despreciables. ¿De qué comida estaba hablando? ¿A qué reino pensaba ir a comer? ¿Dónde estaba ese reino del que hablaba? Y… lo peor, ¿cómo compaginar la idea de esos padecimientos que, decía tenía que pasar, con esta victoria que estaba proclamando?
            No es que  me diera tiempo a pensar mucho, porque rápidamente, Jesús cogió la primera copa y la llenó de vino. Todos hicimos lo mismo, como mandaba la tradición. Pero ¡no! Lo suyo era distinto. Alterando, una vez más, el orden establecido, pasa la copa a Juan diciendo:

“Tomadla y distribuidla entre vosotros. Pues os digo que no beberé ya del fruto de la vid hasta que llegue al reino de Dios”  (Lucas 22, 17 -18)

            Creo que ninguno entendíamos nada pero yo, menos que los demás. Todo aquello se escapaba de mi mente.
            Cuando la copa llegó a mis manos me estremecí. Probé con miedo para ver si al probarla se me aclaraba el misterio pero, Jesús, sin darme tiempo a ello, de nuevo comenzó a comer el primer plato de la cena.
            Aquellas legumbres y verduras típicas, mezcladas con salsa amarga, se pegaban a mi paladar sin tener forma de cómo tragarlas. ¡Qué largo era todo! ¡Qué tranquilos eran los que me acompañaban!
 Mi cuerpo saltaba en aquella silla que no podía abandonar.
            Pero los comensales empezaron a animarse. Comían, bebían discutían… mientras yo, en silencio, no quitaba los ojos de Jesús. Todo lo que pudiese hacer me interesaba.
            De pronto, entra el criado con el agua dispuesta para que nos lavásemos las manos; pero Jesús, de nuevo imprevisible, se puso en pie. Coge la jofaina que llevaba el criado y… –Un nuevo jueguecito, pensé yo; porque la verdad es que ya me cansaban esos jueguecitos del Maestro- Cogió la toalla que, también llevaba el criado, se la ciño a la cintura y acercándose al primer discípulo, colocado en el extremo de la mesa, comienza a desatarle las sandalias. ¿Pero qué iría a hacer ahora? ¿Qué sentido tenía aquello? El silencio podía cortarse. Estoy seguro que, no solamente yo, sino también todos los demás, pensábamos que estaba desvariando.
            ¿Sería solamente un gesto? ¡No! Jesús siguió lavando los pies al segundo y luego al tercero… pasando uno por uno. Cuando se arrodilló ante mí me estremecí. Jamás podría plasmar en palabras los sentimientos que me abordaron. Después me miró. Al cruzarse sus ojos con los míos, me tembló el cuerpo de tal forma que, no podía controlarlo. Miré a todos a ver si lo advertían; más, cuando mis ojos miraron a los de Jesús, no descubrí en ellos reproche sino ternura. ¿Conocería el proyecto de mi traición? ¿Me delataría delante de todos? En ese momento el agua quemaba mi piel y los dedos, de Jesús, al tocarla parecían brasas ardiendo.
            Disimulando acentué mi mirada amistosa hacia el Maestro, haciendo grandes muestras de humildad. Pero Jesús sin inmutarse me secó y prosiguió la ronda.
            ¡Tenía tantas ganas de que todo terminase! Sin embargo; Jesús, no parecía tener ninguna prisa. Plegó lentamente la toalla, se lavó las manos, se secó la frente…
            Al proseguir la cena, todos estábamos desconcertados, mientras Jesús seguía cerrado en su silencio. Al poco rato las conversaciones, de nuevo, comenzaron a brotar y yo, enmudecido; sólo, esperando que Jesús me dijese algo.
            ¡Cómo me doy cuenta ahora de lo poco que sabía de Jesús! Él quería que fuese yo el que lo entendiese. Pero no lo entendí. Sin embargo me lo había dicho una y otra vez: “Yo no he venido a juzgar, sino a salvar” ¡Cómo pude ser tan torpe!
            De nuevo vuelve a resonar la voz de Jesús, pero esta vez en un tono más grave. “En verdad os digo que uno de vosotros me traicionará” La frase resonó en la sala como un viento huracanado. Todas las conversaciones se interrumpieron, nadie daba crédito a lo que acababa de oír ¡aquello era demasiado!
 Yo no sabía donde mirar, ni cómo esconderme. Tenía la impresión, de que todos estaban leyendo en mi rostro, que el traidor era yo.
            Todos empezaron a decir: Maestro ¿acaso soy yo? En la frase había, simultáneamente una promesa de fidelidad, junto a un pánico que pasaba de unos a otros. 
            Callaron temblando, mientras Jesús, prosiguió:

“Uno que mete conmigo la mano en el plato, ese me entregará. El Hijo del Hombre se va como está escrito; pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del Hombre será entregado!”       (Mateo 26, 23)

            Me sentí obligado a hablar para que no se pudiese deducir mi culpabilidad. Entonces, con la mirada desviada para que mis ojos y los de Jesús no coincidiesen, dije: ¿por ventura soy yo? Jesús, buscando mis ojos, me correspondió antes con su mirada que con su palabra y, muy bajo, para que nadie pudiese oírlo me respondió ¡tú lo has dicho!
            Ahora entiendo que Jesús me estaba abriendo la última puerta, pero mi orgullo y mi avaricia se encargaron de cerrarla a cal y canto. No podía seguir allí ni un momento más. Sentí deseos de huir. Temblé al saberme descubierto. ¡Necesitaba tanto compartir con alguien el secreto que me angustiaba!
            Juan cuchicheando con Jesús le debía de preguntar quien era el traidor y cuando Jesús, para indicárselo, me dio el pedazo de pan mojado en charoseth, mi cuerpo se descompuso. Fue el bocado más amargo que mi boca había probado jamás y junto a esa amargura noté como Satanás ya se había apoderado de mí. (Juan 13, 27)
            Empecé a percibir que mi presencia allí ya se hacía insoportable para Jesús, por eso me suplicó: ¡Lo qué has de hacer hazlo cuanto antes! Había llegado mi liberación. Ya no tendría que verme más con ellos, pero un sentimiento nuevo llegó a mi corazón: el de la cólera; lo peor era que no sabía bien hacia quien la sentía, si hacia Jesús o hacia mí.
            Salí de prisa. Parecía que alguien tirase de mí. Corría como si todos fuesen a descubrirme, como si quisiera desaparecer… sentía miedo, rencor, asco, vértigo… sentía todo junto y revuelto. Era de noche, ya no sólo en el exterior, sino sobre todo en mi alma.


          PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL

“Nadie me quita la vida, la doy yo voluntariamente”
                                        (Juan 10,18)

Estamos ante un hecho clave del Triduo Pascual. El acontecimiento de la Cena del Señor y nosotros queremos acompañar a Jesús, en este momento sublime de su vida.
Para ello, hagamos una oración de contemplación. Cerremos los ojos, para verlo cenando con los suyos. Con los que ha elegido. Con los que ama… Luego veamos, cómo nos sigue llamando, un año más,  para que también nosotros, cenemos con Él.
Vamos a detenernos a observar que Jesús, antes de llegar a la cena, muestra su proyecto a los que ha elegido.
Lo hace con prudencia, paso a paso, lentamente. En este ciclo A, en el que nos encontramos, lo hemos ido descubriendo:
  • Como Agua Viva.
  • Como Luz.
  • Como VIDA.
Porque ¿tiene, la persona, algo más grande que la vida? La vida es lo más apasionante que poseemos. La amamos de manera especial; la atrapamos como si se nos escapase en cada momento y, el temor a perderla, nos amenaza constantemente.
Sin embargo, el querer prescindir de la muerte, -realidad por la que todos pasaremos-, nos lleva a obviar otra clase de muerte que nos acompaña, la muerte del alma. Una muerte que tratamos de ignorar para que nos deje tranquilos, sin darnos cuenta de que ella: nos lleva, a perder el sentido de la verdadera vida.
Por eso sería importante que, en este momento, de oración junto al Señor, nos preguntásemos:
-       ¿Para qué vivo?
-       ¿Para quién vivo?
-       ¿Qué medios, situaciones o personas, me hacen vivir?
Después, sean cuales sean, las respuestas que demos, sería importante tomar conciencia de que, la vida, es un regalo de Dios: un preciado bien. Por lo que tenemos que amarla, anhelarla, quererla, cuidarla… desde la vida más incipiente, hasta esa que queremos eliminar utilizando esas bonitas palabras de “vida digna” 
También Judas, como nuestros contemporáneos, quería modificar la manera que, Jesús tenía de respetar la vida.
  • Judas comprueba que, Jesús acaba de resucitar a su amigo Lázaro, pero su torpeza, no le dejaba ver que, Él era la Resurrección.
  • Le había visto curar a los enfermos, pero ignoraba que era el gran Sanador.
  • Sabía que, le había devuelto la vida a la hija de Jairo, pero ignoraba que Él fuese la auténtica VIDA.
  • Sabía que, Jesús, estaba lleno de dones, pero ignoraba que era Dios.
  • Había conocido lo que era vivir junto a Jesús, pero no quería acogerlo como la verdadera Vida.
Y nosotros:
    • ¿Queremos acoger a Jesús?
    • ¿Queremos acogerlo, como la verdadera Vida?
    • ¿Queremos optar por Él?
    • Pero ¿qué sabemos de Jesús?
    • ¿Qué experiencias tenemos de Él?
    • ¿Qué significa en nuestra vida?
    • ¿Qué es para nosotros la Vida?
No demos una contestación rápida como quien hace un examen. Vayamos interiorizando todo ello en el corazón, como lo hacía María y, después, sigamos mirando al Señor y démosle gracias por ese amor tan infinito que nos tiene. Ese amor que le hace estar ahora aquí.
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            Es jueves Santo, día del amor fraterno. Día de donación, de entrega, de servicio desinteresado.
Estamos en silencio junto al Señor.
¡Qué momento tan especial de confianza plena! ¡Si la gente, fuera consciente de que Cristo, siempre se da, todos se acercarían a Él!
”Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, ya no tendrá más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed” (Juan 6, 35)
Pero precisamente hoy, día de jueves Santo, el Señor nos pide a cada uno de nosotros que también seamos pan para los demás. Hay demasiada gente pasando hambre y sed en nuestro mundo. Además ¡hay tantas clases de hambre y tantas clases de sed!
Aquí, en este momento junto al Señor, veamos lo que nosotros personalmente podemos hacer para aliviarlas.
-       Miremos la fila de los parados.
-       Los que no tienen, ni lo más mínimo, para sobrevivir.
-       Tantos inmigrantes y emigrantes. Gente sin una tierra propia, sin un sitio estable, sin hogar, sin destino, sin ubicación…
-       Personas hambrientas de amor, de fe.
-       Tantos sin fuerza para entrar en el camino y sin nadie, que le dé razones sólidas, para seguir caminando…
Ante todas estas situaciones ¿qué puedo hacer yo? ¿Qué compromisos concretos adquiero hoy, delante del Señor?
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Si la gente que vive la Semana Santa como un periodo de vacaciones, tomase conciencia de que Jesús, siempre contagia vida, a todos les quedaría tiempo para acercarse a Él.
Lo dijo con estas profundas palabras: “Nadie me quita la vida, la doy Yo voluntariamente” Y nosotros, ¿somos capaces de perder la vida por los demás?
Si mi contestación es afirmativa, deberé preguntarme:
-       ¿Doy yo algún retazo de vida por los demás?
-       ¿Por quién estoy dispuesto a dar la vida?
-       ¿Qué me hace perder la vida?
-       ¿Para qué pierdo la vida?
-       ¿Qué concepto tengo, de lo que supone perder la vida, para darla?
Miremos a Jesús. Él lo tiene claro; sabe, perfectamente que la suya peligra, pero no lo piensa dos veces. Él es capaz de dar su vida, a cambio de la nuestra.
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Judas no puede mirar a Jesús. Le molesta su luz; lleva ya mucho tiempo viviendo en la oscuridad.
Desde que le puso precio a la vida de Jesús, la tristeza, la soledad y la melancolía se han apoderado de su alma.
Lleva demasiados días en los que, sus ojos, no han sido capaces de ver el rostro de Jesús, ni contemplar su gloria.
            También a nosotros, la presencia y la cercanía de Dios, nos han hecho perder muchas situaciones de nuestra vida.
            Nos detenemos, para ver cuáles han sido y le pedimos a Dios su gracia para ir descubriendo esas que, nos han pasado desapercibidas. Dejemos que desfilen por nuestra mente; no las demos por supuestas.
            En su presencia vamos recordando esos momentos en que, hemos sido incapaces de oírle pronunciar nuestro nombre y, esas veces, en que hemos comido su carne y bebido su sangre, sin haber sido capaces de comprometernos con Él. 
            Recordemos también, todas esas veces en que su presencia nos ha llenado de alegría, nos ha confortado y nos ha ayudado a caminar.
         Ahora dejemos que Jesús nos mire para que, bajo la mirada de Dios, seamos capaces de descubrir nuestras manos vacías, nuestro corazón roto y nuestra soledad inquebrantable.
Notemos, en este clima de oración cómo nos ayuda a superar nuestros fallos. Su cercanía nos conforta para no desfallecer y crece nuestro empeño por llegar a Él.
Ahora, para terminar, digámosle desde lo profundo del corazón:
Señor:
Ya no me importa triunfar o fracasar, porque Tú pones en mi corazón, la paz del esfuerzo hecho por amor.
         Ya no me importa caer y levantarme, terminar o volver a empezar. Ahora que, me has enseñado la grandeza del amor, tan solo me importará llevar tu consuelo a los demás, siendo testimonio de tu presencia y de tu misericordia en cualquier ámbito donde me situé la vida.   
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             EL BESO DE JUDAS
Habla Judas.-
            Ahora ¿qué camino tomaré? Necesitaba estar cerca para ver como iba discurriendo la cena, pero la cercanía al cenáculo erizaba mis huesos.
            Debían de ser alrededor de la 11 cuando oí un ruido. Eran ellos, que se disponían a abandonar el lugar de la cena.
            Al salir se quedaron mirando los cientos de estrellas brillantes que circundaban el cielo, escoltando a una luna llena y fulgente que los quería saludar. Yo, entre tanto, metido en mi escondite, sólo sentía oscuridad.
            Aunque tenía la certeza de dónde se dirigían, los seguí de cerca: No podía dar ningún paso en falso si quería agradar al emperador.
            Al pasar por la casa de Caifás, una nueva descarga surgió en mi cuerpo, pero cogí aire y seguí adelante, sabiendo que en media hora más o menos, se encontrarían ya en Getsemaní.
            La noche era fresca y todos iban envueltos en sus mantos. Por eso Jesús elegía aquel lugar, porque en su interior se estaba muy resguardado.
            Me quedé fuera observando y a lo lejos pude oír con dificultad: “Quedaos aquí voy a hacer oración”
            Había llegado el momento de actuar. Por el camino iba pensando que la oración de Jesús, en esa fatídica noche, sería muy distinta a las demás. Jesús, me había demostrado que lo sabía todo, que lo podía todo, pero cuando uno se enfrenta, crudamente, con la muerte por muy especial que sea, tiene que pasar momentos espantosos.

“Llegó la hora en la que el Hijo del Hombre es entregado a manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Mirad que el que me va a entregar está llegando”
                               (Marcos 14, 41 – 42)

            Corrí a dar la orden y enseguida oí decir, a la gente que un extraño grupo salía por las puertas de la ciudad.
            Preferí mantenerme al margen y seguirlos de cerca después de haberles dicho a donde se tenían que dirigir.
            El núcleo principal lo formaban los guardias del templo, sacerdotes, levitas encargados de mantener el orden en el área sagrada y que, más de una vez, habían tenido enfrentamientos con Jesús. Junto a ellos iban, también, algunos fariseos, saduceos y herodianos que no querían perderse el espectáculo.
            Yo estaba muy inquieto. ¿Para qué tantos? Notaba que la cosa se me iba de las manos por momentos.  
            Les había dicho ya que Jesús, sospechaba algo sobre la detención y que quizá ofreciese resistencia; pero semejante cantidad de soldados, para un solo hombre, me parecía exagerado.
También sabían que, junto a él, estaría el grupo de discípulos y que podían llevar algún puñal oculto bajo el manto –cosa típica en aquel tiempo- Por lo que debían ser prudentes y cogerlos por sorpresa. De ahí que debieran presentarse amistosamente y sin alarmar a sus compañeros.
Decidieron que yo fuese delante, así las cosas serían más sencillas. Yo mismo les diría quién era Jesús, pues la mayoría no lo conocían y lo que había que evitar por todos los medios es que hubiese cualquier error.
Y ahí estaba yo, temblando y estremecido, para conducirlos hasta Jesús. Además había de elegir una señal amistosa, pues era el modo de que Jesús no desconfiase de un grupo capitaneado por uno de sus íntimos.
Les dije, que me adelantaría sonriendo y le saludaría, con la habitual señal de saludo y respeto: Un beso.
No tenía muy claro si, en realidad, había elegido este saludo porque todavía sentía admiración por Él pero, a pesar de ello, alerté a mis acompañantes de que, en ese preciso momento, lo sujetasen y lo llevasen bien asegurado. Creo que no tenía miedo a sus represalias; lo que tenía claro es que no estaba dispuesto a perder el dinero y, mucho menos, la vida.
Vi como salía, Jesús hacia nosotros, al oír el ruido. Los demás se despertaron y quedaron atónitos al ver, entre las luces oscilantes, que yo me acercaba a Jesús y, lo besaba en ambas mejillas. Estoy seguro de que intuyeron mis palabras: ¡Salve, Maestro!
Estoy seguro de que, en su interior se preguntarían ¿qué hacen aquí todos estos soldados? ¿Y por qué viene Judas con ellos? Noté como se acercaban, un poco más, con mucho sigilo.
Pedro, Santiago y Juan se pusieron al lado de Jesús. Sé que, ellos lo mismo que yo, percibíamos una tristeza infinita en los ojos del Maestro. Mientras, sonaban, en medio de la noche, sus palabras: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (Lucas 22, 48)
Creo que, en aquel momento, las mentes de los discípulos se abrieron para entender todo lo que había pasado durante la cena.
Yo era el traidor aludido, al que estaba corroyendo el miedo, la cólera, la vergüenza, la cobardía, el pavor… mezclados todos y destruyendo mi alma.

      

             PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL

Si en cada momento de oración pido silencio, este es el instante en el que, el silencio, toma una densidad insospechada.
La actitud de Jesús orante que nos ha desbordado por su dureza y soledad, ha desembocado en el momento más duro de su vida y de toda la historia humana ¡Contemplémoslo! Percibamos su intensidad, su violencia… Observemos su docilidad. Dejémonos contagiar por su mansedumbre.
Si ayer veíamos a Jesús dándose por amor y amando a cada ser humano personalmente, ahora damos un paso más para contemplarlo en lo alto de una Cruz; una Cruz, que produce vida.
Es viernes Santo. Un día grande. Un día de celebración. Un día para admirar y contemplar a Jesús, en la Cruz.  
Vamos a situarnos, en ese primer viernes Santo de la historia, donde Jesús estaba herido y triturado por la injusticia humana. Vamos a introducirnos en cada magulladura, en cada martillazo… para darnos cuenta de lo que, hizo Jesús para devolvernos la vida.
Pero no nos paralicemos, en esa negatividad. La gente se queda anclada, en esa Pasión de Cristo, que repele porque se mira solamente como destrucción, como desmoronamiento, como hecatombe… Hemos de dar el paso decisivo para afianzar el convencimiento de que, después de la  resurrección, toda esa contradicción y sin sentido, ha pasado a ser: la revelación y la afirmación del amor.
Todos hemos tenido experiencias de muerte, en seres muy queridos que nos han sumido en el más profundo dolor; y, cuando han pasado los años, hemos experimentado que el dolor sigue, pero es un dolor fecundo. Ese dolor nos ha enseñado muchas cosas, nos ha ayudado, nos ha madurado. ¿Por qué  la de Jesús va a ser distinta?
            ¡Qué triste sería una muerte ignominiosa, de un joven de 33 años, que lo único que había hecho era amar, si no hubiera servido para darnos vida en plenitud!
En este clima de oración, traemos a nuestra mente los últimos momentos de la Pasión de Jesús: su silencio, su porte, su dignidad… Recordamos las palabras que pronunció ante los que lo interrogaban. Ahora, lo vemos ya clavado en el madero. Imposible poder hablar. Imposible tener aliento para decir nada.
            Pero, en un gesto sobrehumano que pone a todos en alerta, Jesús abre la boca y, al contrario de lo que podían esperar los que seguían allí, con voz entrecortada, dice:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”
¿Escucharía Judas estas palabras? ¡Los que las escucharon quedaron desgarrados! Si siquiera hubiera maldecido a los verdugos, les sería fácil justificar lo que han hecho, pero esta actitud los deja descolocados.
Lo mismo que Judas, habían visto lo que hizo con la pecadora, su actitud ante la mujer sorprendida en adulterio…  se dan cuenta de que, esto de perdonar no es nuevo para Jesús. El no ha venido a condenar, ha venido a salvar.
Ven que, nadie ha hablado de amor de una manera tan directa. Su lenguaje lo entendían todos. No hay lenguaje más claro que el del testimonio.
¡Amad, como yo os he amado! Había dicho a sus discípulos, poco tiempo antes. Y, ¿quién puede dar una recomendación de ese calibre, poniéndose él como referencia? Solamente Jesús.
 Aquí lo tenemos: amando, acogiendo, esperando, restaurando las vidas rotas y brindando una ternura que, solamente puede salir de un corazón como el suyo. ¡Padre perdónalos!
Es viernes Santo y aquí estamos nosotros, personas instaladas en el siglo XXI.
¿Qué nos dice todo esto a nosotros?  ¿Qué aplicaciones tiene para nuestra vida?
Quizá lo que tengamos que hacer, en este momento junto a Jesús, sea  pedirle que nos perdone a nosotros diciéndole: Perdónanos Señor.
Perdona a los que, como Judas:
  • Seguimos teniendo miedo.
  • Nos asusta dar la cara.
  • Te vamos dejando relegado en nuestra vida.
  • No nos importan los daños de los demás, mientras nosotros sigamos viviendo bien.
  • (No nos cansemos de seguir poniendo peticiones de perdón)
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Te pedimos, también, que nos ayudes a perdonar a todos los que nos han ofendido, como Tú perdonaste a los que te entregaron, te maltrataron y te mataron.
            Nosotros sabemos, que nos darás fuerzas para perdonar, por eso te decimos:
·                Jesús, líbrame de mis resentimientos, mis angustias, mis intransigencias.
·                Recuérdame, al mirarte, que el amor exige sosiego, servicialidad,  entrega, perdón, donación.
·                Señor, Jesús. Tú sabes que todavía no soy capaz de perdonar a mis enemigos como tú lo hiciste. Por eso, te pido que me des la gracia de ir cicatrizando mis heridas hasta que pueda mirar a la cara de mis enemigos y decir como Tú: ¡no sabían lo que hacían!
·                Señor, Jesús. Ayúdame también a perdonarme a mí mismo por no ser perfecto, por no ser capaz de perdonar sin límite, de creer sin límite, de esperar sin límite....
·                Y sobre todo, Señor, mándame tu luz para que ilumine todas las zonas oscuras que todavía existen en mi alma.
Ahora, sólo nos queda seguir en silencio. Pedirle fuerza para acompañarlo en su pasión y darle gracias por permitirnos vivir, estos momentos tan íntimos, cerca de Él.
            No pasemos por alto, el dolor de su madre. Acompañémosla en estos días tan dolorosos y difíciles para ella.
            Pidámosle que nos ayude a pasar junto, a los dos, las dificultades de nuestra vida y que nos contagie su fe para llegar, sin flaquear a la resurrección.
Señor:
            Aquí nos tienes ante Ti, en este viernes Santo, para que nos perdones y nos des la gracia de perdonar, como lo haces Tú. Cambia nuestro corazón duro y obstinado, por un corazón cálido, propicio al perdón, a la regeneración, a la entrega… a la donación total. Y que, lejos de hundirnos cono Judas, al salir de aquí volvamos a oír esas palabras que le dijiste a la adúltera: ¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco. ¡Vete y no peques más!
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            EL MOMENTO FINAL

            ¿Y ahora qué? ¿Cómo terminó todo?
Habla Judas.-
            Cuando vi a Jesús pasando de mano en mano, para atribuirle lo que no había hecho; el  mundo se derrumbó sobre mí. ¿Qué hacer? ¿Cómo arreglar esta barbaridad?
            Bajaba y subía las cuestas como un espectro. Recorría las calles de Jerusalén como un autómata. Corría hacía donde las voces de la comitiva me reclamaban… No sabía dónde ir. No tenía ningún sitio concreto en el que reposar.
            Había perdido la noción del tiempo y cuando mi mano tocaba aquellas monedas, ellas, quemaban mi alma sin piedad. Tanto hervían, que su  intensidad de fuego era mayor que las manos de Jesús cuando tocaban mis pies en el lavatorio.
Tenía que deshacerme de ellas. Pero, ¿dónde dejarlas? ¿A quién podría dárselas? Por mi mente rondaba esparcirlas por el pórtico del templo, pero no quería acercarme a él. Dentro de mí, el quiero y no quiero, formaban una unidad.
            Vosotros decís…que me quité la vida. ¿Qué vida? No necesitaba quitármela porque ya no la tenía. Sobre mi ser se había instalado ya la muerte.
            Ahora soy consciente de mi error, mi horror y mi torpeza. Yo había oído decir a Jesús: “Perdonad hasta setenta veces siete…” Le había visto perdonar a la pecadora…” “Le había oído hablar, de la misericordia del Padre bueno…” “Le acababa de ver perdonando a Pedro…” Pero lo mío era distinto. Lo mío era tan repugnante… No podía esperar perdón y con esa actitud, fui entrando de tal forma en la desesperanza que ya nada me dejaba vivir.
            Me equivoqué ¡lo sé! Por tanto, como más tarde diría Pedro en Hechos 1, 25, “me fui donde me correspondía”
               
           PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL

            Es difícil tomar este apartado para sumergirnos en la oración. Sin embargo, si somos capaces de quitarnos los prejuicios y escuchar al Señor, quizá nos proporcione una gran enseñanza.
            Por eso volvemos al silencio, a tomar conciencia de que estamos en presencia de Dios.
            Jesús ha muerto. Pero Judas ¿qué habrá sido de Judas?
            Ante la muerte de Jesús la tierra tiembla. No puede ser de otra manera, han matado a su hacedor y ella se revela.
            ¿Sentiría Judas el temblor? ¿Le haría darse cuenta del poder de su Amigo, al que había traicionado? ¿Le llegaría el arrepentimiento?
Nada sabemos de ello, sin embargo, conmueve observar la gran finura con que el tema viene tratado en los relatos que nos ofrece la Palabra de Dios.
En lo plasmado en la Biblia vemos que nadie pretendió ensañarse con él, ni hacer hincapié en su desesperación final, ni mucho menos subrayar su condena.
Judas fue una persona equivocada, como otros muchos a lo largo de la historia.
Pero, la Iglesia, nacida del corazón de Cristo, no condena a nadie, sino que salva.
De ahí que, cuando nosotros nos veamos tentados, a condenar sin compasión a una persona equivocada recordemos que, el Nuevo Testamento, en lugar de condenar a Judas, utilizó su historia, para resaltar esas lecciones positivas que tanto bien hacen a nuestra vida; además de dejar demostrado que Dios siempre triunfa. Y que, según podemos leer a lo largo del evangelio de Mateo, Jesús es el Mesías verdadero, sean cuales sean las huidas y traiciones de cuantos optemos por seguirle.
Por eso, en este momento de oración ante el Señor, sería bueno que nos acogiésemos a ese gran modelo de compasión que es Jesús. Él llevó hasta las últimas consecuencias su misericordia y su bondad y aquí las tenemos reflejadas en esta Cruz que produce vida.
Volvamos a mirarle. ¿Creéis que, mirando a Jesús clavado en la Cruz, puede haber alguien que ponga en entredicho su corazón compasivo?
Pues aquí está, esperándonos desde esa Cruz, a cada uno de nosotros. A los que vivimos cansados, agobiados, maltratados, doloridos… y somos capaces de huir, venderle, traicionarle…
Aquí está como testigo de la verdad, de la única verdad.
Aquí está dando vida a cuantos le suplicamos.
Devolviéndonos la fe, el amor, la integridad…

Aquí está compartiendo su gran corazón, con todos los que quieran acercarse a Él para que se lo preste. 


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