Taibo, Carlos: Historia de la Unión Soviética. De la revolución bolchevique a Gorbachov. Alianza, Madrid, 2017. 463 páginas. Comentario realizado por Alfredo Crespo Alcázar.
Cualquiera que muestre interés académico o intelectual por el binomio URSS-Rusia debe acudir a Carlos Taibo como fuente de obligada consulta. El profesor de la Universidad Autónoma de Madrid es uno de los referentes y pioneros en España en lo relativo al estudio de un fenómeno tan complejo como el sistema (político, económico, social) soviético. La obra que tenemos entre manos rezuma rigor científico y brillantez expositiva. Taibo, consciente de la dificultad de su objeto de estudio, recurre a una narración cronológica que facilita la comprensión del contenido. Asimismo, añade un índice analítico, mapas (con los que acompaña sus explicaciones) y una bibliografía ingente.
Cualquiera que muestre interés académico o intelectual por el binomio URSS-Rusia debe acudir a Carlos Taibo como fuente de obligada consulta. El profesor de la Universidad Autónoma de Madrid es uno de los referentes y pioneros en España en lo relativo al estudio de un fenómeno tan complejo como el sistema (político, económico, social) soviético. La obra que tenemos entre manos rezuma rigor científico y brillantez expositiva. Taibo, consciente de la dificultad de su objeto de estudio, recurre a una narración cronológica que facilita la comprensión del contenido. Asimismo, añade un índice analítico, mapas (con los que acompaña sus explicaciones) y una bibliografía ingente.
Como consecuencia de su familiaridad con el tema que nos transmite, la opinión del autor permea por todo el libro, siempre al servicio de una máxima: “el experimento soviético fracasó por las formas precisas de ingeniería que desplegó”. Dicho con otras palabras:
«El experimento soviético fue incapaz de trascender el universo histórico y social propio del capitalismo. Ni el trabajo asalariado, ni la mercancía, ni la jerarquía, ni las separaciones fueron contestados, de tal forma que lo que emergió, adobado de retórica socialista, fue un modelo singularísimo e inclasificable» (p. 17).
Junto a esta idea central, sobresale otra cuya trascendencia percibimos en la actualidad: «Ni la URSS ni la Rusia de hoy, aún en sus mayores momentos de postración pueden ser meras potencias regionales» (p. 25). A modo de ejemplo de esta aseveración, la presencia de Rusia, en ningún caso como actor de reparto, en el conflicto de Siria así lo corrobora. De una manera más general, los gobiernos y gobernantes que sucedieron a partir de 1991 a la extinta URSS (Yeltsin, Putin, Medvedev y, de nuevo, Putin) han mantenido inalterables algunas de las principales constantes de las décadas anteriores: nacionalismo (ruso) transversal, deterioro de los derechos humanos y opacidad informativa. A nivel doméstico, en la URSS se observó una dictadura del Partido Comunista desde el mismo momento en que triunfó la revolución bolchevique de 1917, si bien aquélla según la época y dirigente al frente del país, reflejó más unas características que otras. En efecto, durante el régimen de Stalin destacaron aspectos como la colectivización forzosa, la industrialización, la imposición de un régimen del terror y el establecimiento del culto a la personalidad (de Stalin). Por tanto,
«hay que recordar que la colectivización forzosa no fue una necesidad histórica, de la misma manera que no lo fueron el proceso al que inexorablemente se vinculó —la citada industrialización— y, menos aún, el recurso generalizado a la violencia y al terror» (p. 165).
Esta época estalinista, de manera más general, presenta una característica: el predominio del escenario doméstico frente al internacional, actuando como nexo entre ambos las cuestiones de seguridad. Al respecto, el régimen soviético mostró siempre una preocupación, casi paranoia, acerca de las verdaderas intenciones de las potencias occidentales para con la URSS. En función de esta premisa, no debe sorprendernos que Moscú firmara tratados con países como la Alemania de Hitler, cuya ideología nada tenía que ver con el comunismo. Con todo ello, la emergencia de la URSS como gran potencia internacional tiene lugar a partir de 1945. La actuación de Stalin durante la Segunda Guerra Mundial, magnificada siempre por los sucesivos dirigentes soviéticos que “olvidan” que aquélla provocó innumerables pérdidas humanas y la deportación de pueblos enteros, dotó por primera vez a Moscú de un margen de maniobra notable, consecuencia de las áreas de influencia adquiridas al término del conflicto bélico. Al respecto, en palabras del autor:
«Aunque los Estados de la Europa central y oriental podían hacer valer diferentes caminos hacia el socialismo, esta posibilidad estaba vedada a las naciones que conformaban la Unión Soviética» (p. 260).
Esta política exterior más “ambiciosa” se observó también en la cada vez mayor penetración de la URSS en los países del Tercer Mundo (Siria, Mozambique, Angola…). En paralelo, el sistema económico (y social) mostraba síntomas de estancamiento (como sinónimo de agotamiento) que a la postre resultaron letales, producto de que determinadas pautas se habían perpetuado en su funcionamiento (centralización, opacidad, falta de incentivos y un gasto de defensa desmesurado). Los últimos dirigentes soviéticos (Andropov, Chernienko y, sobre todo, Mijail Gorbachov) fueron conscientes de la necesidad de subsanar las anomalías del sistema. En este sentido, mientras los dos primeros jerarcas no dispusieron de tiempo para introducir un conjunto de medidas susceptibles de solventar la agonía del “pueblo soviético”, el último de los aludidos sí se puso manos a la obra. Carlos Taibo se detiene en la figura de Gorbachov y se desmarca por completo de la visión positiva, mesiánica a veces, que de aquél prevaleció en Occidente cuando menos en el periodo 1985-1991. Al respecto, se muestra crítico ya que
«pese a un buen número de declaraciones retóricas y a algún esfuerzo modernizador, el objetivo final no dejó de ser la preservación, en las condiciones que fueren, de la Unión. En el ámbito político, en fin, la apuesta gorbachoviana habría sido un intento, fallido, de movilización controlada de la población, con trabas sin cuento, por ejemplo, a la libre creación de formaciones partidarias contestarías del omnímodo poder del PCUS» (p. 342).
Dicho con otras palabras, frente al optimismo con que se contempló fuera de la URSS las reformas que tenía en mente Gorbachov, en el interior primó el escepticismo hacia las mismas, entre otras razones porque estaban orientadas a implementar, en última instancia, una revolución hecha desde arriba. No obstante, en política exterior sí que asumió una postura más flexible, consecuencia de un pragmatismo que hacía de la necesidad virtud:
«Retomando una vieja idea de Andropov, se subrayaba que la mejor ayuda que la URSS podía dispensar a los Estados pobres era la derivada de la modernización de su propia economía, y sustituía la solidaridad económica y militar del pasado, nunca excesiva, por muestras de “profunda simpatía» (p. 379).
Pese a todo ello, «en 1991 hubo que dejar de emplear una tesis que hasta entonces había alcanzado cierto predicamento: la que sugería que el ruso —o el rusosoviético— era el único imperio colonial que no se había desintegrado» (p. 382). Lo que a continuación vino puede resultarnos más familiar. Una Rusia que, tras una década dubitativa como resultó la de los años 90, retornó gradualmente a la primera plana internacional bajo el liderazgo de Putin. Sin embargo, problemas de antaño, como las reformas económicas o una mayor democratización del país, aún no han recibido una respuesta eficaz.
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