González-Carvajal, Luis: Los cristianos en un estado laico. PPC, Madrid, 2008. 250 páginas. Comentario realizado por Jesús Sanjosé del Campo.
Aunque hablar de laicismo y laicidad pueda sonar a oportunismo debido a las frecuentes declaraciones de los políticos en la prensa diaria, lo que se propone el autor en este libro es una reflexión de mayor recorrido, sobre este tema de actualidad, con el fin de ir más allá de estas declaraciones. Se trata de que a la vista de los datos que se aportan, el lector vaya elaborando una opinión cada vez más ilustrada de cómo enfocar las múltiples aplicaciones de este tema que está y, a buen seguro, seguirá en las portadas de los periódicos durante mucho tiempo.
El punto de partida es el habitual: se trata de aclarar los términos del debate. Para ello mucho ayuda hacer esa distinción entre laicismo y laicidad que, además de su valor académico, tiene sin duda el de introducir una cierta medida en un tema tan desmedido. Y para ello nada mejor que aportar una serie de apuntes sobre el entorno histórico en el que nacieron de forma militante estos términos durante los siglos pasados… Así se pone sobre la mesa el fenómeno del clericalismo y las implicaciones políticas de la intervención del poder espiritual sobre el temporal, la necesidad de superar esta situación, la aparición de los estados modernos y las proclamas de laicismo militante frente a la del clericalismo militante... Se cierra el capítulo primero con la presentación de la postura de la Iglesia católica que, a partir del Vaticano II, establece la autonomía mutua entre Estado e Iglesia.
En el capítulo segundo se plantea la situación conflictiva que nace cuando tanto la iglesia como el estado renuncian a que una inspire la legislación del otro. En un estado no confesional, se entiende que conviven en libertad determinados grupos que a su vez reciben aportaciones éticas de diferente inspiración, de tal manera que lo que para unos es bueno, para otros les resulta malo. En estos casos, el recurso al llamado derecho natural ha resultado incapaz de resolver los problemas, ya que no hay un acuerdo consensuado ni en su interpretación ni en que ese sea un lugar al que recurrir. La propuesta de la ética de mínimos, el mínimo común a las diferentes tendencias con el mantenimiento de los máximos para cada grupo, sigue sin ser aceptada por muchos…
El capítulo tercero está dedicado a la presencia pública de los cristianos en general y a la presencia, en cinco lugares, en particular: el voluntariado social, el mundo de la cultura, los medios de comunicación, el sindicalismo y la política. Resultan especialmente interesantes los análisis en torno al pluralismo político de los católicos y a la dispersión que esto supone.
El capítulo cuarto hace un recorrido por las plataformas de la presencia pública de la Iglesia, estableciendo un interesante espacio entre las razones para promover las obras de inspiración cristiana y los peligros que aporta la experiencia histórica sobre los espacios propios que a menudo aíslan culturalmente a los cristianos o hacen que conflictos civiles se tornen en religiosos.
Cierra el libro un interesante capítulo, el quinto, en el que se aborda un problema específico de las relaciones iglesia estado que es el de la financiación. Huyendo de simplificaciones, González-Carvajal trata de responder a dos preguntas: ¿para qué necesita dinero la Iglesia? y ¿de dónde procede el dinero de la Iglesia?
Finaliza el libro con un epílogo en el que subraya el autor que lo que pretende no es dar recetas, sino más bien dar los ingredientes para que cada lector se cocine su planteamiento.
Sin ser original, es fácil encontrar en múltiples publicaciones en las que se abunda en las ideas que plantea el autor, es un libro típico de divulgación universitaria en el que se aúnan el interés y la facilidad de lectura. Resulta interesante pues proporciona una síntesis somera de toda una serie de recursos que se pueden encontrar en múltiples sitios. Resulta fácil de leer ya que, a pesar de la abundancia de citas —nada menos que 316— resultan éstas oportunas y bien situadas incluso en la composición de la página. Con todo ello resulta bastante auténtico lo que dice el autor en la introducción acerca de que «es la falta de tiempo lo que nos obliga a escribir largos» y que, cuando lo que se quiere es escribir un libro corto se tarda «casi tanto en corregir un libro como en escribirlo».
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