Balmary, Marie: El monje y la psicoanalista. Fragmenta Editorial, Barcelona, 2011. 184 páginas. Traducción de Julia Argemí. Comentario realizado por José María Fernández-Martos.
De entrada, vaya confesar que me gusta que este libro —él— «haya deseado» ser escrito. Digo que el libro haya deseado porque ha brotado del «hontanar del Deseo» previo a que Marie Balmary se pusiera a redactarlo. En realidad, El monje y la psicoanalista se tenía que escribir dada las incomodidades que Marie sentía dentro de sí misma. Me explico.
La autora buscó la verdad en el psicoanálisis y llegó a la penúltima estación en sus búsquedas. Su frustración fue creciendo a medida que iba conociendo las «penultimidades» del psicoanálisis a ella sedienta de las «ultimidades». Marie es la Ruth de nuestro relato. Ni el psicoanálisis, ni la experiencia monacal se pueden conformar con apariencias. Quieren acceder, los dos, desmontando máscaras, a la verdad última. El psicoanálisis se resignará antes a vivir con saberes penúltimos. El monje sabrá con Machado «que la sed que tiene no se la calma el beber»… Como Ruth.
Ni su familia, ni lo que es menos comprensible, sus colegas psicoanalistas le permitían decir a ella, enferma grave, palabras como: «Creo que me voy a morir». Lo de la familia no es reprochable, pero que sus preocupaciones sobre la muerte ¿no tuvieran sentido para sus colegas? Uno le contestó «con un juego de palabras, otro con una cita de Lacan». Marie se rebela contra el estoicismo de Freud y sus seguidores de que lo más digno es aceptar estoicamente que el hombre es tan solo un animal que «no tiene que vanagloriarse de ser algo más que un animal» y que debe aceptarlo y esperar sin quejarse esa nada, «cuya llegada habría incluso que acelerar si se demorara demasiado». Ruth (Marie) no podía contentarse con «esa miseria»: «el creer en el más allá no le parece más iluso que el no creer».