González de Cardedal, Olegario: El hombre ante Dios. Razón y testimonio. Sígueme, Salamanca, 2013. 157 páginas. Comentario realizado por Juan Quelas (Universidad Católica Argentina).
«¿Es Dios una pregunta perenne ínsita en el corazón del hombre para la que busca respuesta, o es una respuesta que dan los creyentes para la que no existe previamente ninguna pregunta, espera, o deseo en el corazón humano?» (10). Pareciera que la historia de los últimos siglos de Occidente se decanta por la segunda respuesta. Y, sin embargo, la especificidad del cristianismo está en el primer camino: el hombre se pregunta por Dios porque ya ha sido encontrado por Él, con un ardiente amor que sale de sí para buscar al hombre. Este primer camino es propio del cristianismo. El otro es la tentación de todos los prometeísmos de la historia (y, por supuesto, también los contemporáneos) que, a fuerza de buscar el hombre, pretenden que podrá hallar algo por su propio esfuerzo desmedido: se trata de la recreación permanente del mito de Prometeo o de Sísifo, el reverso de la vía cristiana. El resultado final de esto es el estrellarse contra un muro infranqueable (esta vía está recreada magistralmente como relato en el admirable cuento «El perseguidor», de Julio Cortázar). Desde aquella pregunta que encontramos en el inicio del primer libro de la Biblia: «Adán: ¿dónde estás?» (Gen 3, 9) hasta las últimas palabras del último libro de la misma Biblia: «¡Ven! Que venga el que tiene sed» (Ap 22, 17), las Sagradas Escrituras se alzan como testimonio de esa búsqueda permanente que, a lo largo de la historia, Dios ha hecho del hombre. Y de ese hombre que, como respuesta a ese deseo inscripto en sus entrañas, sale de sí para buscar a quien lo busca. Así se encuentra el hombre ante Dios. El buscado ante el buscador. Si este es el camino, la posibilidad de encontrar a aquel que nos ha encontrado dependerá en gran parte de saber oír esa voz que nos busca y, habiéndola percibido, responderle. Afinar los instrumentos de percepción es tarea urgente si el hombre actual no quiere eliminar la palabra y la realidad de Dios de su horizonte y, de este modo, estrechar su propia humanidad. Porque don Olegario se refiere a ese Dios philántropo, amigo-de-los-hombres, y no (nunca) de un Dios inquisitorial ante el que hubiera que ocultarse o del que hubiera que defenderse.
Los cuatro capítulos de este libro: 1. «Dios, ¿una pregunta sin respuesta o una respuesta sin pregunta?»; 2. «El exceso de Dios y nuestro salto al límite»; 3. «La revelación de Dios y el abismo del amor», y 4. «Jesucristo: la historia de Dios con el hombre» son «claraboyas que invitan a adivinar por dónde alborea esa luz que, aproximándose cual suave brisa, espera del hombre su consentimiento para llegar hasta él y entrar en su casa» (10). Bella imagen: según el Diccionario de la RAE, la claraboya es una «ventana abierta en el techo o en la parte alta de las paredes». Luminosa precisión: se trata de una abertura en el techo o en la parte alta, de las paredes. Porque no se puede otear el horizonte —allí donde alborea la luz— si no es por arriba. Ese Dios que nos sale al encuentro viene desde un horizonte que hay que otear asomándose hacia arriba, y no hundiéndonos hacia abajo. Programa de vida y de fe, de cultura y de iglesia, que podemos desentrañar entre el cañamazo de los hilos que tejen este libro. «Hablar de Dios es una necesidad y un atrevimiento, porque Él es un exceso infinito, dice san Juan de la Cruz» (11) con verdad. Esta necesidad y este atrevimiento son posibles porque Él ya ha venido a nosotros con su Palabra que nos ha hablado: Jesucristo, Dios-con-nosotros y nosotros-con-Dios. Por eso, todo libro que hable de Dios es un atrevimiento. Pero, ¿no serán las trochas que se nos invita a recorrer en este nuevo siglo, para descubrir que, si hay la palabra Dios es porque en la palabra hay la realidad que ella designa? ¿No será un «bello riesgo» (Platón) que se nos invita a asumir para que nuestros andares sean más humanos y verdaderamente tales? «Si las ideas pueden esperar, la acción y la vida no esperan, y en su fragua forjamos nuestro destino. También ante Dios» (13).
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