Saramago, José: Ensayo sobre la ceguera. Alfaguara, Madrid, 1996 (original de 1995). 400 páginas. Traducción de Basilio Losada Castro. Comentario realizado por Jesús Oteo.
Un conductor esperando impaciente
la luz verde del semáforo en la hora punta de una ciudad cualquiera descubre,
aterrorizado, que no la va a poder ver: súbitamente se ha quedado ciego.
La carga dramática de la desdicha
inesperada, junto con el caos generado a su alrededor, guían el inicio de esta obra,
mestiza de novela de ficción y ensayo sociológico, en la que José Saramago realiza
una profunda y desgarradora crítica social.
La fragilidad e indefensión que
transmite el enfermo repentino hacen aflorar en los testigos los más altruistas
sentimientos de comprensión y ayuda. Sentimientos despreocupados de quienes ven
el infortunio ajeno bajo la perspectiva de la distancia, a cubierto tras la falsa
pantalla de seguridad que proporciona el saber “que esas cosas solo les pasan a
los demás”. Pero, en esta ocasión, no se trata de una desdicha individual sino
compartida, y ese caso anecdótico y excepcional de “ceguera blanca” se convierte en el inicio de una epidemia de
etiología tan desconocida como lo son las repercusiones sociales que puede
llegar a generar.
Víctimas del pánico que la
amenaza descontrolada genera en la sociedad, lejos ya de esos nobles
sentimientos iniciales, los nuevos ciegos son puestos en cuarentena en un gueto
sin más normas de convivencia que las que sus propios inquilinos sean capaces
de arbitrar de una forma improvisada.
A partir de este momento, primero
confinados en ese lazareto inhumano y más tarde, cuando la pandemia desborda
cualquier intento de control por parte de las autoridades, “libres” por una
ciudad irreconocible por sus mermados sentidos, inician una aventura de
supervivencia en la que los más primitivos instintos de la naturaleza humana
afloran en busca de persistir a cualquier precio.
José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922-Lanzarote, España, 2010) recibió el Premio Nobel de Literatura en 1998 por su prolífica obra como periodista, poeta, dramaturgo y novelista, a través de la cual fue capaz de abordar “…una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”, según manifestóla Academia Sueca.
José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922-Lanzarote, España, 2010) recibió el Premio Nobel de Literatura en 1998 por su prolífica obra como periodista, poeta, dramaturgo y novelista, a través de la cual fue capaz de abordar “…una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”, según manifestó
Sin embargo, su dedicación
exclusiva al trabajo literario no comenzó hasta 1976 tras un largo periplo como
administrativo en la seguridad social, periodista, trabajador de una compañía
de seguros y crítico literario. Fue en 1980, con la publicación de su primera
gran novela, Levantado del suelo, cuando Saramago
consigue un reconocimiento como novelista. Desde entonces publica, incansable,
multitud de obras entre las que se encuentran El año de la muerte de Ricardo
Reis, Casi un objeto, Memorial del convento, La balsa de piedra, Historia
del cerco de Lisboa, El Evangelio según Jesucristo, Todos los nombres, El
hombre duplicado, La caverna, Ensayo sobre la lucidez, El viaje del
elefante, Caín y Ensayo sobre la ceguera.
Su carácter y trayectoria
estuvieron, en gran parte, marcados por haber nacido en el seno de una humilde
familia campesina. Tras sufrir censura y persecución durante los años de la
dictadura salazarista, José Saramago participó de la Revolución de los
Claveles que propició la transición de Portugal hacia la democracia. A pesar de
su, a veces controvertido, ideario político-teórico, la obra de José Saramago
se caracteriza por transmitir un escepticismo intelectual, manteniendo siempre
una postura ética comprometida con el género humano.
Como él mismo dijo: “El viaje no termina jamás. Solo los
viajeros terminan. Y también ellos pueden subsistir en memoria, en recuerdo, en
narración... El objetivo de un viaje es solo el inicio de otro viaje.”
Ensayo sobre la ceguera es una obra que no deja indiferente a ningún lector, habiéndose vertido multitud de comentarios y críticas sobre ella. Muchas líneas se han escrito desgranando la metáfora de la “ceguera blanca” que Saramago utiliza para referirse a la verdadera ceguera mental en la que está inmersa la sociedad contemporánea: “Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”.
La búsqueda del poder a cualquier
precio, el individualismo y la corrupción moral emergen como características
reprobables, no solo de los nuevos ciegos de ficción, sino también de los
invidentes mentales que circulan por la sociedad occidental en la actualidad.
José Saramago |
Más allá de estas reflexiones
generales que enmarcan el contenido de la obra, me gustaría abordar otras
consideraciones que me ha inspirado su lectura. Cabe resaltar el sentimiento de invulnerabilidad
del que, por momentos, hace gala el ser humano. Capaz de convivir con peligros
evidentes sublimándolos a una especie de amenaza global a la sociedad a la que,
sin embargo, él como individuo se siente inmune; mientras que puede padecer
intensamente el miedo a peligros imaginarios o claramente sobreestimados. A mi
parecer se trata de un ejemplo paradigmático de los beneficios y perjuicios que
la dicotomía cuerpo-mente, privativa del ser humano, nos ha aportado como
especie. Es curioso que peligros tan prevalentes como los accidentes de tráfico
o el cáncer sean relativamente bien tolerados por los individuos, a
los que les resulta difícil aceptar que son tan susceptibles a dichos peligros
como el resto de la sociedad. Este sería un magnífico mecanismo de defensa adaptativo
si no fuera porque choca frontalmente con la capacidad que tiene el ser humano
de desarrollar elementos fóbicos, mediante los cuales sufre miedos
desproporcionados e irracionales. Infravalorar peligros reales mientras se crean
peligros inexistentes solo “está al alcance” del Homo sapiens. En el texto que nos ocupa, mezcla del desconocimiento
de la etiología y de esta invulnerabilidad mental, la “ceguera blanca” no se ve como un problema hasta que no se produce
el pánico social.
Por otro lado, la trama de este
libro plantea la cuestión filosófica universal de las reacciones humanas ante
situaciones límites. Todos conocemos casos, más o menos cercanos, de personas
aparentemente “normales” que, llevadas al límite, son capaces de las mayores
atrocidades. ¿Es la fisiología cerebral “estándar” la que marca el punto de
máxima alerta sobrepasado el cual toma el control el arqueocerebro (parte más
primitiva del cerebro donde radican los instintos y las pulsiones) dirigiendo
el comportamiento humano hacía un conservacionismo individual, más allá de
consideraciones sociales o de especie? ¿Es realmente el hombre “un lobo para el hombre”, como defendía
Hobbes, solamente controlable con la existencia de un estado? O, por el
contrario, ¿se trata de un ser “bueno por
naturaleza” corrompido por la sociedad, como afirmaba Rousseau? ¿Son las
“normas” político-socio-culturales las que nos mantienen “buenos” y sociables? ¿Es el superyó freudiano necesario
para que el instintivo ello no
desbanque a nuestro yo?
Más allá de la bondad o la maldad
absolutas, quiero creer en la individualidad del ser humano, en su libre capacidad
de decisión más allá de los indudables condicionantes históricos, culturales y económicos. Los
límites no siempre llevan al ser humano hacía el descontrol y la crueldad, no
es infrecuente que en esas circunstancias cada cual dé lo mejor de si mismo,
independientemente de la existencia de un estado controlador, como postulaba
Hobbes, o de un superyó aplacador de
instintos. Quiero creer que no existe una impronta de especie que nos guíe a comportarnos
a todos de forma semejante ante estímulos similares; quiero creer que el
predeterminismo no existe, que somos capaces de variar nuestras decisiones en
el último momento, y que esas decisiones pueden cambiar cosas.
No creo que todos, llevados al
extremo, respondamos de la misma forma, ni creo que una misma persona responda
de igual manera ante diferentes situaciones extremas. El mundo está lleno de
relativismos, la experiencia nos enseña continuamente que los matices que
modulan los términos absolutos son tantos y tan variados que acaban por
hacerlos desaparecer… Y eso es bueno. La conciencia individual de que uno
siempre es único, lejos del tan temido “efecto masa” del que es difícil
abstraerse, que sus decisiones solo dependen de él, que son importantes y no
prefijadas, es clave para responsabilizar al individuo de que su aportación
crítica al conjunto de la sociedad ayudará, sin duda, al mantenimiento del equilibrio
entre las relaciones humanas.
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