Torres Queiruga, Andrés: Diálogo de las religiones y antocomprensión cristiana. Sal Terrae, Santander, 2005, 151 páginas. Comentario realizado por Juan Antonio Irazabal.
¿Para amar a Jacob, tiene Dios que odiar a Esaú?
En lugar de los cuatro mil que le suponía la tradición bíblica, la humanidad tiene tras de sí un millón de años y ocupa no sólo las riberas del Mediterráneo sino los cinco continentes. Estos dos datos obligan a todo creyente a preguntarse por la relación de Dios —y la suya propia— con las demás religiones. Por ello, y a juzgar por el título de esta obra, parecería que el diálogo de religiones se impone por el hecho mismo de su pluralidad y que de este diálogo tiene que brotar una nueva comprensión del cristianismo. Nos encontraríamos, pues, ante una especie de teología inductiva. Pero no es así. El contenido real y la lógica profunda de esta interesante reflexión del conocido teólogo gallego van exactamente en el sentido opuesto: la auténtica comprensión de la revelación cristiana nos orienta necesariamente hacia el encuentro con las demás experiencias religiosas.
Su punto de partida es el conocido texto de la primera carta a Timoteo: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad» (2, 4), por una parte, en contra de todo exclusivismo. Y, por otra, el carácter necesariamente concreto e histórico de toda revelación. Concebirla como una especie de «dictado divino» ajeno a las circunstancias concretas de cada creyente y de cada religión no concuerda con la tradición bíblica. Toda experiencia humana está situada en el tiempo y en el espacio. Más aún: sólo desde la particularidad es posible alcanzar la universalidad. Pero de ahí no se ha de sacar la conclusión de que todas las religiones son iguales (a la manera del «pluralismo» de John Hick). De todas maneras, Dios trata siempre con un tú concreto que se siente elegido por Él. Todos son elegidos. En Dios no hay acepción de personas. Por ello, no puede hablarse de elección en sentido exclusivo. Para amar a Jacob, Dios no necesita odiar a Esaú (Mal 1, 2-3). Semejante exclusivismo es un antropomorfismo más de los muchos que hemos atribuido a Dios.
Pero la acogida a la elección y a la revelación divina siempre es parcial y, por ello, siempre queda abierta a la aportación de las demás experiencias religiosas. El absoluto pertenece sólo a Dios. Nadie comprende todo y en todos los aspectos mejor que los demás. Por eso, la misión cristiana no sale al desierto de la pura ausencia de Dios, sino al encuentro de otros rostros del mismo Dios.
De ahí que todas las experiencias religiosas no sean equivalentes. Se dan importantes diferencias entre todas las religiones, no sólo entre «las grandes», incluso dentro de una misma religión, como, por ejemplo, entre Juan Bautista y Jesús de Nazaret. Las desigualdades son inevitables. Buscar el mínimo común denominador significaría un enorme empobrecimiento. Por otra parte, si todo descubrimiento acontece en un punto, su destino, sin embargo, es universal. Jesús es imprescindible como persona histórica; sin embargo, Dios es siempre el centro último («teocentrismo jesuánico»). El mismo cristianismo sería escatológicamente provisional.
En este diálogo o encuentro entre las religiones, surge la cuestión de si basta con respetar las culturas («inculturación») manteniendo la pretensión de suprimir la religión correspondiente, lo cual conllevaría el peligro de suprimir una presencia real de Dios en el mundo. El autor es partidario de pasar de la «inculturación» a la «inreligionación». De hecho, hoy en día todas las religiones han entrado en contacto y están compartiendo muchos valores de las demás. Sin embargo, actualmente, los contextos culturales, políticos y sociales no permiten avanzar más en el camino de la unidad religiosa. Más aún: ¿la unificación religiosa total sería siquiera deseable? La fe parece indicarnos que es imposible anticipar en la historia la perfecta unidad escatológica. Pero no cabe duda de que estamos en una nueva fase del encuentro.
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