lunes, 22 de abril de 2019

Éric Vuillard: El orden del día. Por Fátima Uribarri

Éric Vuillard: El orden del día. Tusquets, Barcelona, 2018. 141 páginas. Traducción de Javier Albiñana. Comentario realizado por Fátima Uribarri (periodista. Email: fauribarri@gmail.com).

Las bambalinas de la indecencia

Éric Vuillard ha protagonizado una de las sorpresas literarias del año con su novena obra publicada. Se titula El orden del día, en España la publica Tusquets. Es un texto breve. Y es difícil clasificarla como novela: en mi opinión no lo es. Y, sin embargo, se ha alzado como ganadora del Premio Goncourt, grande entre los grandes, un galardón merecido nada menos que por Marcel Proust, Romain Gary, Patrick Modiano o Marguerite Yourcenar, entre otros. La obra de Vuillard no figuraba entre las favoritas. Pero el fallo ha sido una lluvia de elogios al que pronto se ha sumado la crítica: la francesa primero y la extranjera en cuanto se han difundo las traducciones. Alaban su fuerza sorprendente a pesar de su aparente sencillez y brevedad (apenas 140 páginas). Otro factor que le hace ganar el favor de los lectores es que Vuillard pone el ojo en los rincones menos barridos de la historia de la Segunda Guerra Mundial, un asunto interminable, con infinitos enfoques y puntos de vista, todos ellos interesantes y sorprendentes, pero muy tratados en libros de Historia y novelas. Así que poner el foco en algo menos escrutado espabila el interés.

Vuillard se fija en El orden del día en dos acontecimientos: la reunión que Adolf Hitler y Hermann Göring mantuvieron en el despacho de Göring en el Parlamento de Alemania, el 20 de febrero de 1933, con los magnates de la industria alemana. El segundo asunto sobre el que pivota este libro es la tensa negociación secreta que Hitler mantuvo con Kurt von Schuschnigg, canciller de Austria, para anexionarse aquel país; es decir, este libro muestra las bambalinas de acontecimientos históricos incluyendo los vaivenes psicológicos de sus protagonistas. La reunión secreta en la que los nazis piden a los señores Krupp, Opel, Siemens, a los dueños de Telefunken, Agfa, Bayer, Basf o Allianz que financien su campaña para las elecciones de 1933 la relata Vuillard con maneras muy periodísticas. A los magnates los describe con fino detalle: los lectores podemos escuchar el fru frú de los cuellos duros de sus camisas o aspirar el humo de sus gruesos habanos. De estos gerifaltes que aceptan subvencionar a los nazis Vuillard resalta sus "ojillos de conejo". O expone cómo "los 24 lagartos se alzan sobre las patas traseras y se mantienen bien erguidos". A menudo Vuillard crea imágenes muy logradas. 

Acierta el autor de El orden del día en el tono y las formas para transmitir el poder de estos hombres con levita oscura. Günther Quandt, por ejemplo, no es Günther Quandt: es Varta, la empresa que da nombre a las pilas de los aparatos más diversos presentes en millones de hogares del mundo. "Pues las personas jurídicas poseen sus avatares al igual que las divinidades antiguas cobraban distintas formas si con el paso del tiempo se sumaban al resto de dioses", se dice en El orden del día. Estos potentados son "el clero de la gran industria; son los sacerdotes de Ptah", explica Vuillard. Son actores en la sombra. Suele haberlos, pero no es fácil desenmascararlos. Nos gusta espiarlos, colarnos en esta reunión secreta que Vuillard narra con primoroso detalle. Es por eso por lo que califican a El orden del día como novela: suponemos que el escritor francés ha rellenado con su imaginación lo que desconocemos de los hechos históricos, esas pequeñas minucias que tanto nos interesan. A mí, más que novela me parece una exhaustiva crónica periodística narrada con fuerza, con buen ritmo, con unas metáforas compactas y ocurrentes. Recuerda al Nuevo Periodismo de Gay Talese o Tom Wolfe. Abundan los detalles y la fina ironía. El narrador habla en presente. Describe y a la vez opina; de la mediocridad del canciller austriaco Kurt von Schuschnigg, dice, por ejemplo "no es nada. No aporta nada, no es amigo de nada, no es la esperanza de nada. Es más: posee todos los defectos, la arrogancia de la aristocracia y unas ideas políticas de lo más retrógradas". 

Éric Vuillard muestra a los cancilleres en pantuflas, con sus dudas, temores, incongruencias, ambiciones, debilidades. Y sus mentiras. De los nazis resalta su habilidad para cumplir las normas en apariencia mientras las dinamitan. Otra buena imagen de Vuillard: "Ellos (los nazis), que van pisando alfombras rojas con sus tanques". La anexión de Austria y su apoderamiento de Checoslovaquia son verdades históricas sorprendentes. ¡Cómo pudieron las naciones demócratas consentir o dejarse engañar de una manera tan salvaje! El orden del día desentraña la maquiavélica artimaña de los nazis: "¡Al cuerno las Cartas Magnas! ¿Acaso el hecho consumado no es el más consistente de todos los derechos?". 

Muy ilustrativa es una escena relatada con primor en El orden del día: Alemania se está comiendo a Austria y mientras tanto el sibarita y sibilino Joachim von Ribbentrop se despide como embajador alemán en Gran Bretaña en una cena en casa de los señores de Chamberlain, a la que también acude Winston Churchill. El astuto Ribbentrop, que acaba de ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores, sabe que la galantería británica le va a permitir alargar la cena a su antojo y así entretiene a los británicos, alabando sus dotes culinarias, hablando de tenis... en fin, tomándoles el pelo mientras su país –efectivamente– manda al cuerno a las Cartas Magnas mientras mantiene unas apariencias elegantes y cordiales. 

Respecto al estilo resulta chocante el contraste: Vuillard es a veces exquisitamente lírico mientras que en otras ocasiones –y a menudo a renglón seguido– suelta un "gilipollas" o un “¡al cuerno!”. Son maneras que no desentonan en una buena crónica periodística y reflejan con claridad el verdadero pensamiento de los jerarcas nazis. 

Hay un tercer factor que se trata en El orden del día: la desmitificación de la fulgurante y veloz eficacia de la Blitzkrieg, ‘la guerra relámpago’ que tantos triunfos brindó a los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Aquí Éric Vuillard cuenta que los temidos panzers, los tanques alemanes, fallaron: se quedaron atascados en el barro de las carreteras. Se estropearon. Menudo varapalo para el lustroso ejército alemán. Son oportunas las similitudes que Vuillard encuentra entre un Adolf Hitler real vociferante y fuera de sus casillas y el que parodió el genial Charles Chaplin en la película El gran dictador. 

A Vuillard le gusta internarse en el reverso de las páginas de la Historia. De las reuniones cruciales él muestra el hule amarillento, el dobladillo descosido, las manchas de café. Evocó la caída del imperio inca en Conquistadores; la conquista colonial en Congo o la revolución francesa el 14 de julio. Es muy interesante su punto de vista. Transmite de una manera muy directa cómo lo cotidiano, lo anecdótico, se mantiene tras las decisiones y los actos más tremendos y trascendentales. Se aprecia de una manera especialmente eficaz con el retrato de los magnates de la industria. Se atusan sus bigotes, cenan con sus mujeres, acuden a los conciertos mientras una “cuerda de esclavos” trabaja en sus fábricas bajo el peor de los salarios: latigazos y hambre. De los 600 deportados que llegaron en 1943 a las fábricas Krupp, un año después solo quedaban 20. Es el colmo de la indecencia. Como ha subrayado el crítico literario de Le Monde, El orden del día hace que viajen a la mente del lector las palabras de Walter Benjamin: "Que las cosas continúen como antes, esa es la catástrofe".

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