miércoles, 20 de marzo de 2024

Arthur Peacocke: Los caminos de la ciencia hacia Dios. Por José M. Lozano-Gotor

Peacocke, Arthur: Los caminos de la ciencia hacia Dios. El final de toda nuestra exploración. Sal Terrae, Santander, 2008. 256 páginas. Comentario realizado por José M. Lozano-Gotor.

El 21 de octubre de 2006, a la edad de ochenta y dos años, muere en Oxford el bioquímico, teólogo y sacerdote anglicano Arthur Peacocke. Uno de los pioneros del diálogo entre ciencia y teología desde la década de mil novecientos setenta, deja multitud de artículos y una docena de libros, entre los que destaca la voluminosa Theology for a Scientific Age (1990; ed. ampl. 1993), todo un clásico de la disciplina. Al lector en castellano llega ahora, como merecido homenaje al autor, el que stricto sensu es el último de sus libros, más breve, pero igual de enjundioso, una suerte de testamento que esboza las líneas maestras de su pensamiento. Una oportuna «introducción a la edición española» de Javier Montserrat, uno de los impulsores de la Cátedra de Teología y Ciencia de la Universidad Pontificia de Comillas, nos ayuda a penetrar en el universo intelectual del teólogo anglicano. 

La primera parte del libro se centra en precisar en qué consiste el desafío que la ciencia contemporánea plantea a la teología cristiana y cómo debería reaccionar ésta para ser capaz de comunicar su verdad de manera convincente. El problema de la teología es que tiende a descansar en una u otra instancia autoritativa y gusta de recurrir a estrategias fundacionalistas. Abusa de la argumentación a priori e ignora los datos de la ciencia. Si desea satisfacer los criterios de la vida intelectual moderna, la teología necesita hábitos de pensamiento diferentes: su punto de partida no puede limitarse sin más a la experiencia clásica de la revelación, sino que debe incluir las realidades del mundo y la humanidad descubiertas por las ciencias. Y su esfuerzo ha de dirigirse, sobre todo, a poner de manifiesto que Dios es la mejor explicación de la existencia de dichas realidades y de la racionalidad que manifiestan. 

La segunda parte aborda dos grandes preguntas: cómo es el mundo descrito por las ciencias y cuál es la mejor manera de hacer inteligible la acción de Dios en un mundo de semejantes características. Por lo que respecta a la primera pregunta, Peacocke suscribe un evolucionismo emergentista. Es decir, el mundo es resultado de un proceso aún abierto en el curso del cual surgen niveles de organización cada vez más complejos que no sólo tienen autonomía funcional, sino también consistencia ontológica. Así, el mundo se da a conocer como un todo estructurado en múltiples estratos de realidad. Dicho de otra forma, se trata de un sistema de sistemas, y en él, como en todo sistema unitario y jerárquicamente estratificado, existe un flujo de información desde los niveles superiores a los inferiores. A través de dicho flujo, el todo influye en sus partes constituyentes, y no sólo al revés. Tal causalidad descendente complementa la tradicional causalidad ascendente (la que las partes ejercen sobre el todo). Esta idea constituye una de las notas más distintivas del pensamiento de Peacocke. Aún es necesario destacar otras dos características del mundo que habitamos. La primera es que la creatividad de la naturaleza se despliega en la interacción de ley y azar. Ahora bien, la acción del azar comporta que en el mundo existen sucesos intrínsecamente impredecibles. Y de ahí se deriva que la evolución es un proceso de enorme riesgo marcado por la ubicuidad del dolor, el sufrimiento y la muerte. 

Todos estos rasgos del mundo deben ser tenidos en cuenta a la hora de concebir la acción divina. Así, si Dios ha de ser entendido como fuente y fundamento último no sólo de la ley, sino también del azar, es necesario admitir la existencia de una autolimitación voluntaria de la omnisciencia y la omnipotencia divinas. Ello ayudaría también a replantear el problema de la existencia del mal. Estamos, pues, ante una teología que quiere ser kenótica. Pero además no debe olvidarse que las ciencias describen el mundo como una red de relaciones entre estructuras, procesos y entidades, una red que es autosuficiente y está cerrada en principio a intervenciones causales externas. Lo cual excluye toda noción «intervencionista» de un Dios capaz de suspender a discreción las regularidades que Él mismo ha establecido. Por eso, sin allanar lo más mínimo la diferencia entre Dios y el mundo, Peacocke insiste en hablar de Dios como Creador inmanente que crea en y a través de los procesos del orden natural. La red de eventos naturales es identificada con la acción divina en el mundo, lo cual no quiere decir, por supuesto, que sea idéntica a Dios, ni tampoco que se trate de su cuerpo. Esto es lo que se conoce por pan-en-teísmo. Peacocke, uno de sus más elocuentes defensores, lo define como la «creencia de que el Ser de Dios abarca y penetra todo-lo-que es, de modo que todas y cada una de las partes de este último existen en Dios... el Ser de Dios es más que todo-lo-que-existe y no se agota en él» (p. 110). Y puesto que el mundo está en Él, Dios puede influir en el mundo en su totalidad, en cuanto sistema-de-sistemas. 

Tras analizar diversos modelos de la acción divina formulados en diálogo con la física contemporánea, el teólogo anglicano se inclina por atribuir a Dios sólo una causalidad descendente: el Creador se limita a influir directamente en el sistema mundo como un todo, aunque por vía indirecta –esto es, a través de la influencia de ese todo en sus partes constituyentes– hace que ocurran determinados acontecimientos manifestativos de sus designios. Que la influencia de Dios sobre el mundo tenga lugar básicamente a través de «flujos de información» abre la puerta a un modelo personal de la acción divina, ya que tales flujos se perfilan como acontecimientos comunicativos. La pregunta es entonces cómo se comunica Dios a la humanidad en las diversas clases de experiencia religiosa. Peacocke no deja lugar a dudas: todas las experiencias religiosas, incluso las más intensamente personales y en apariencia desligadas del mundo, están mediadas por los elementos y procesos de éste. 

La tercera parte de la obra, más esquemática, está dedicada a sugerir vías para aquilatar las categorías teológicas en las que se plasma lo expuesto. El propio Peacocke caracteriza su pensamiento como «naturalismo teísta» y «panenteísmo sacramental». La expresión «naturalismo teísta» suena paradójica: tal como suele entenderse, el naturalismo excluye –o al menos deja en suspenso la existencia de Dios, pues afirma que la naturaleza es «todo cuanto hay». Con este término, el autor pretende subrayar la autonomía del mundo natural, así como la presencia inmanente de Dios en él. Su objetivo es dejar claro que «no cabe experimentar a Dios como una especie de influencia adicional o factor añadido a los procesos del mundo que Él crea» (p. 199). Por otra parte, prolongando una tradición muy cara a la teología anglicana, y sirviéndose de la encarnación a modo de charnela, Peacocke aplica la categoría de «sacramento» al mundo en su conjunto, que así es interpretado como instrumento y símbolo de los designios divinos. En este contexto, resulta asimismo interesante la visión de la eucaristía como acontecimiento que allana el camino a la emergencia de nuevas potencialidades del material cósmico. 

Peacocke destaca por su audacia para proponer sugerentes y arriesgados modelos de la relación de Dios con el mundo. En esta obra, no obstante, prefiere recurrir al repertorio clásico de la tradición judeo-cristiana –la Sabiduría y el Logos, en especial– o a la noción de las «increadas energías divinas», de tanta raigambre en la Iglesia oriental. La exploración de tales ideas desemboca de forma casi natural en las consideraciones sobre la Trinidad con que se cierra la parte argumentativa del libro, que viene enmarcada por dos textos de carácter más meditativo, uno inicial sobre el Génesis y otro conclusivo sobre los sacramentos.

Es ésta, pues, una obra de sólida y cuidada argumentación, así como muy rica en sugerencias. Razón más que suficiente para acometer con paciencia la lectura de algunos pasajes difíciles. Así podrán apreciarse mejor los matices de la posición de Peacocke, que contiene no poca materia de controversia (por ejemplo, ¿hasta qué punto es legítimo afirmar que los procesos descritos por la ciencia son, en sí mismos, Dios en su actividad creadora?). Porque suscita abundantes preguntas, porque da mucho que pensar, la propuesta del teólogo anglicano es ya una referencia fundamental en esta era de la ciencia en que vivimos.


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