lunes, 19 de octubre de 2020

Albert Camus: La peste. Por Carlos Maza Serneguet

Camus, Albert: La peste. Edhasa, Barcelona, 2010. 351 páginas. Traducción de Rosa Chacel. Comentario realizado por Carlos Maza Serneguet.

Hay libros en los que la metáfora es tan evidente como los hechos mismos que nos cuentan. No se trata solo de narrar una historia con valor por sí misma, sino de que esa historia evoque otra, que es, sin duda, la decisiva. Entonces, el contexto de la lectura se vuelve mucho más importante y moldea para el lector de hoy el significado del libro. Este es el caso de La peste, probablemente una de las novelas más leídas y releídas durante esta pandemia de la Covid-19. Unos tiempos de confinamiento, enfermedad y muerte que nos han hecho asomarnos a estas páginas con una mirada distinta, seguramente mucho más centrada en lo médico y en lo sociológico que en lo político.

Aunque durante estos meses hay quien ha recuperado la retórica de la guerra para dar aliento ante la dificultad, lo que prima facie quedaba subrayado en La peste no era esa metáfora del mal que siempre vuelve, esa especie de virus de la civilización que es la barbarie y la violencia. No aparecían tan claras, como imágenes dibujadas con limón sobre las hojas, las siluetas del nazismo. Lo que se ponía en primer plano al comenzar nuestra lectura eran las calles y las gentes de una ciudad, Orán, que vivía despreocupada y ligera ante la posibilidad de la tragedia, ni siquiera imaginándola. Sensación en la que se incide muchas veces al principio de la novela: nada hacía presagiar esto, debía tratarse de una broma.

Desde las primeras líneas nos damos cuenta de que el libro está escrito también para nosotros. Lo que se narra en él nos toca. Y nos toca porque es una historia de personas, de distintos modos de ser y de situarse frente a la tragedia. En ella podemos intuir a un Camus escondido sutilmente detrás del personaje de Rieux, el médico humanista que ya no aspira a ser santo, que ya no habla de salvación, pero que se desvive en las calles y en las casas por devolver la salud a sus conciudadanos. Su mirada que ya no es de fe, pero que no está exenta de valores, no totalmente descreída. Mirada lúcida, aunque un tanto cansada, quizá, de que su misma lucidez no le permita instalarse nunca en un optimismo vacío e inconsistente. Rieux no valdría para hacer eslóganes políticos, pero sí lo habríamos visto hoy trabajando hasta el agotamiento en hospitales y UCI. 

Camus alega varias veces en favor de tocar lo concreto del sufrimiento y de cómo eso nos hace cambiar. El existencialista que hay en él se rebela contra cualquier tipo de abstracción, contra todo intento de encapsular el dolor humano en conceptos y sistemas. Quizá el ejemplo más evidente de esto es el del jesuita Panneloux. A través de su personaje vemos cómo evoluciona la mirada religiosa frente a la peste. En el viaje personal que le lleva de su primera a segunda homilía, Camus le reconoce al jesuita la posibilidad de cambiar, aunque sin llegar a identificarse nunca del todo con él. Será después de ver a un niño morir a causa de la enfermedad cuando Panneloux deje de hablar de la peste como castigo, y pase a un discurso en el que la muerte del inocente obliga a dar el salto de la fe, a elegir entre Dios o la nada. Como creyentes, su personaje nos pone delante la enorme responsabilidad que supone intentar un discurso religioso en estos tiempos, y lo peligrosas que pueden llegar a ser ciertas imágenes de Dios.

Otros muchos elementos se cruzan entre el relato de Camus y el nuestro: el inicio incrédulo de la enfermedad, su terrible avance, la separación a la que obliga respecto de los seres queridos que viven en otro lugar, los ejemplos de generosidad y de egoísmo, las nuevas amistades generadas durante la epidemia, el cuidado de los enfermos, la soledad de las muertes, lo frío de los números… Sin embargo, en su avance, la historia —también la nuestra— nos devuelve poco a poco a la política. Después de la hipertrofia de lo médico, queda una sociedad que necesita organizarse, y es aquí donde el libro de Camus vuelve a funcionar como advertencia. Porque el mal del que habla el autor francés va más allá del causado por unas ratas que aparecen muertas de repente en la ciudad. La enfermedad que Camus tiene en mente no es solo la peste bubónica, sino algo atávico que nos acompaña misteriosamente como humanidad casi desde su inicio. Lo podemos llamar de muchas maneras: egoísmo, violencia, barbarie… pero de lo que Rieux-Camus está convencido es de que sigue ahí, y volverá: “que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en un dichosa ciudad”. 

La peste continuará como amenaza después de la peste. No sabemos qué opinaría Camus con respecto a la posibilidad de vivir de otra manera después de este tiempo. Lo que sí parece claro es que no se lanzaría a un optimismo bobalicón. Quizá diría: lo que nos hace enfermar y morir como sociedad seguirá, bajo otra forma, después de este tiempo, y nos seguirá golpeando, pero también habrá “hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos”. 


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