Shafak, Elif: Las tres pasiones. Lumen, Buenos Aires, 2016. 497 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (Profesor de Literatura Española, Colegio “El Salvador”, Zaragoza. E-mail: jsanzbarajas@gmail.com).
Elif Shafak es probablemente la escritora más influyente de Turquía, un país donde son necesarias las voces que hablen desde la libertad. Su prestigio, ganado a pulso tras una decena de excelentes novelas y media docena de lúcidos ensayos, la protege en cierta medida. Representa a la vez todos los logros de la revolución y también todos sus fracasos porque en ella están la libertad y la perplejidad, el pluralismo y la tradición. Hablaremos en esta ocasión de su novela Las tres pasiones, un relato metafórico sobre la manera de encontrar una idea de Dios de la que puedan hablar creyentes y ateos.
Shafak plantea desde hace tiempo los riesgos que conlleva la espectacularización del debate. Encontramos en las redes y en los medios, desde hace unos años, falsas discusiones entre personas con ideas muy polarizadas, que discuten sin posibilidad alguna de llegar a territorios comunes, a espacios de encuentro. Las entrevistas están planteadas desde el principio para que no haya puntos en común, solo interesa en ellas la tensión y la disputa, la descalificación y el distanciamiento.
Precisamente todo lo contrario de lo que necesitamos. Este es el terreno abonado para los aislacionismos, los populismos, los fundamentalismos, los nacionalismos excluyentes, los movimientos identitarios, los dogmáticos... Porque cuando no hace falta ponerse de acuerdo, ya no es necesario el lenguaje y la inteligencia queda relegada. El mundo se convierte entonces en un lugar de creencias e identidades donde lo que da seguridad es pertenecer a la tribu. Sin embargo, la historia nos dice que arrinconarse entre iguales, refugiarse en lo común, esconderse en lo tribal, es como meterse en una cazuela que nos cuece a fuego lento, tan lento que es imposible detectar cuándo salir de ella antes de perecer como sociedad. El discurso tribal simplifica la realidad en dualidades: buenos y malos, propios y ajenos, defensores y agresores… Pero simplificar un problema complejo es como tratar de correr cortándonos las piernas. Y eso es precisamente lo que estamos haciendo.
Porque Shafak, que se define como atea, plantea en esta novela algo esencial: cómo hablar de dios filosóficamente, para que quepan en la discusión todos los matices. Y, sobre todo, cómo hablar de la idea de dios sin que sea inevitable discutir sobre su existencia.
Elif Shafak es una excelente comunicadora a la que pueden ver en un par de TED Talks realmente brillantes, acerca del poder de la ficción y de los riesgos de la política actual. Nació en Estrasburgo en 1971, hija del filósofo Nuri Bilgin y de la diplomática Safak Atayman. El divorcio temprano de sus padres descargó su infancia del currículum paternal, con todas sus ventajas y también sus carencias; pasó la adolescencia junto a su madre en escuelas de Ankara, Madrid, Amman y Estambul. Recuerda colegios de élite donde todos eran extranjeros y ella estaba obligada a cumplir todos los tópicos que se atribuían a las turcas: llevar velo, fumar en exceso… Pero Shafak es, en suma, el extraño conjuro de su abuela, una musulmana que curaba las verrugas de sus vecinos clavando espinas de rosas en una manzana y rodeándolas de tinta azul, una anciana que creía en el poder de los djinni (los genios). Recuerda Shafak que, cuando le preguntaba dónde radicaba ese poder para quitar las verrugas, si en la espina o en la manzana, ella respondía que estaba en los círculos.
Desde entonces, la vida y las novelas de Elif Shafak han sido una reflexión sobre los círculos. En cierto modo, ella ha crecido en la tensión de los círculos creados por sus progenitoras, y lo describe con la metáfora de un compás: hay que clavar bien la punta para dejar que el lápiz se extienda y trace circunferencias cada vez más amplias y alejadas. En el centro estaba su abuela, en el extremo, su madre, atea y militante. Ella es heredera de ese impulso por encontrar el centro en todas partes: ha vivido en Boston, Michigan, Arizona… Ahora reside a caballo entre Londres, donde escribe, y Estambul, donde trabaja su esposo, el periodista Eyüp Can junto a sus dos hijos.
Shafak se reivindica como estambulita, mediterránea, londinense. Ser turco es, en esencia, vivir teñido por todos los pueblos con los que los turcos han tenido contacto en su historia. La palabra “patria” en turco es “Yurt”, pero con la misma palabra se nombra la tienda de los nómadas. Esta compleja identidad es la que trató de desentrañar años atrás Yusuf Atilgan en su extraordinaria novela Hotel madrepatria (Anayurt Hotel). Su formación es notable: licenciada en Relaciones Internacionales, doctora en Ciencia Política, Máster en Estudios de Género, profesora en Oxford, Michigan, columnista habitual en las páginas de The Guardian, The New York Times, Der Spiegel, en la BBC y hasta una docena de los más prestigiosos medios del mundo.
La novela Las tres pasiones se abre con un episodio tenso pero cotidiano en Estambul: la joven Peri Nalbantoglu conduce su vehículo con su hija al lado; de pronto, un vagabundo irrumpe en el coche y se lleva el bolso que había dejado en el asiento de atrás. Hasta ahí todo pareciera normal, la prudencia debería haberle dictado una pizca de resignación y otra de prudencia, pero no: ella sale tras el ladrón y pelean en un callejón sin salida. Acaba malherida y con el bolso vacío, pero lo peor es que no encuentra lo más valioso: una vieja polaroid, único recuerdo de su otra vida, estudiante en Oxford junto a dos amigas y un profesor. Entonces era otra Peri. Los recuerdos comienzan a agolparse en su mente, preocupada por la pérdida de la foto en el callejón. Se dirigía a una fiesta. Allí encontrará el negativo de lo que halló en el callejón: riqueza, éxito, la joie de vivre de la burguesía estambulita capaz de justificar la opresión y la injusticia con tal de mantener sus privilegios. La escena parece tan real que, cuando una periodista le preguntó a Shafak si había vivido escenas parecidas en las fiestas de la alta sociedad turca a la que suelen invitarle, ella respondió que sí.
Peri Nalbantoglou es un personaje profundo y detallado: tiene tantos matices vitales que el lector percibirá olores, sabores y texturas propios de la tierra, de la naturaleza, de la vegetación, del espacio del que Peri se alimenta. Shafak es una escritora sensorial y casi sinestésica, subyugante y laberíntica. El padre de Peri es un turco ateo y bebedor, militante del estado laico; ansía mandar a Peri para alejarla de su madre, una musulmana cada vez más radicalizada que le reprocha su distanciamiento de Dios. Los hermanos de Peri tratan de encontrar su sitio en una Turquía convulsa.
Cuando Peri, alumna brillante, consigue ir a Oxford, encontrará un mundo de silencio, el inverso de Estambul, una ciudad pequeña, callada y reflexiva. Sus amigas abrirán ante ella un espacio de diversidad en el que sentirá libre por fin: Shirin, una iraní atea que viste minifaldas y bebe sin complejos; Mona, una egipcia estadounidense discreta y profundamente religiosa. Las tres gracias, la pecadora Shirin, la creyente Mona, la confusa Peri. Entre ellas surge el subyugante profesor Azur, que imparte teología y trata de acercar a sus alumnos y alumnas hacia una epistemología de dios, más que a dios mismo.
Elif Shafak despliega temas sin tapujos, pero sin moralinas: hay una escena en la que la niña que aún es Peri está a punto de caer en manos de un pederasta; un djinni se le aparece en ese momento en forma de niño de vestiduras blancas que la pone en guardia y la lleva hasta los brazos protectores de su madre. Cuando le cuenta a su madre la presencia de ese djinni, ella la interpreta como una posesión diabólica y la lleva a un exorcista, que trata de expulsar el demonio, primero con palabras, después a golpes. Es en ese momento cuando el carácter protector de su madre se superpone a sus creencias religiosas y arranca a Peri de las garras de otro hombre violento. La maternidad por encima de la religión. Pero Shafak ya ha perfilado dos peligros en un episodio: la violencia sexual y el fanatismo. Y una vacuna: la educación emocional, que trasciende a cualquier fundamentalismo.
Pero sucederá algo, un crudo episodio que explica cómo Peri, la confusa, la estudiante idealista, acaba convirtiéndose quince años después en una obediente esposa y madre en Estambul, una mujer de orden.
Leer a Shafak es como pasear por un bazar: no hay certezas, nunca sabes qué te vas a encontrar, porque la esencia del mercado es el azar, la incertidumbre. Y para eso nos prepara su escritura, para navegar en aguas inciertas. Ella no se ciñe a ninguna lengua: escribe sus relatos en francés o inglés, los hace traducir al turco -lengua mucho más circular, tendente a la subordinación compleja- y reescribe de nuevo el relato en esta lengua. El resultado es una novela que crece como una tela de araña, interesada por los matices y las palabras pequeñas, los colores del alfabeto, las notas musicales que brotan en cada frase, las complejas relaciones que establecen entre sí los verbos, la magia que reside en el arte de juntar palabras, los djinni que despiertan en el interior de cada personaje. Leer a Shafak es como contemplar un tapiz: uno no sabe dónde poner los ojos, pero tampoco puede retirarlos del conjunto. Una espléndida experiencia.
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