lunes, 3 de junio de 2024

Juan Arana (dir.): La cosmovisión de los grandes creadores de la ciencia moderna. Por Amerigo Barzaghi

Arana, Juan (dir.): La cosmovisión de los grandes creadores de la ciencia moderna. Convicciones éticas, políticas, filosóficas o religiosas de los protagonistas de la renovación del saber en los siglos XVI y XVII. Tecnos, Madrid, 2023. 468 páginas. Comentario realizado por Amerigo Barzaghi (Universidad Saint Louis, Madrid. Correo: amerigo.barzaghi@slu.edu).

Monumental. Este es sin duda el término más apropiado para describir la obra, coordinada por el profesor Juan Arana de la Universidad de Sevilla, que investiga la cosmovisión de los grandes científicos de los siglos XVI al XX. Con la publicación del último de los cuatro volúmenes, dedicado a La cosmovisión de los grandes creadores de la ciencia moderna, finaliza un impresionante viaje retrospectivo que comenzó en 2020 con La cosmovisión de los grandes científicos del siglo XX, y continuó en 2021 con un segundo volumen, dedicado a los científicos del siglo anterior, y de nuevo con un tercero sobre los científicos de la Ilustración. El cuarto volumen nos sumerge en la época que produjo lo que la contraportada describe como “el acontecimiento más relevante de toda la historia intelectual de la humanidad”. La cifra sintética, que expresa la contribución de cada uno de los dos siglos explorados, es la revolución copernicana para el siglo XVI, y la revolución mecanicista para el siglo XVII. Enmarcan así un vasto lapso, en el que hay una nutrida galería de intelectuales que contribuyeron a la fundación de la ciencia moderna, de diversas maneras y en diferentes áreas del saber. Cada autor es presentado por expertos, en distintos niveles de su carrera académica: prueba de la amplitud auténticamente transgeneracional de esta obra colectiva, en la que muchas manos contribuyen a pintar un cuadro fascinante y colorista. 

La concisa Introducción, firmada por Arana, resulta fundamental para orientarse en la espesura de retratos y áreas de conocimiento. De hecho, Arana en estas páginas, ofrece al lector una brújula para moverse por lo que él llama “el laberinto del conocimiento” (pp. 25-26). La gran tripartición que traza un primer mapa es la existente entre Matemáticos, que abren la galería, Astrónomos, sobre los que Arana encumbra a Galileo (suyo es el denso capítulo dedicado a Galileo: el hombre, el filósofo, el teólogo), y Filósofos naturales, entre los que destaca Newton, a quien Arana define evocadoramente como “el genio con voluntad de hierro”. Siguen otras secciones dedicadas a Sabios universales, Geólogos, Ingenieros e inventores, Biólogos y naturalistas, y finalmente a Médicos y fisiólogos. La importancia de un enfoque interdisciplinar para abordar correctamente y comprender así plenamente a los personajes de la galería queda ya señalada por el título de la obra: son las cosmovisiones de cada uno de los científicos estudiados, además de su aportación científica, lo que interesa a los autores. De hecho, sus ideas filosóficas, religiosas, políticas y teológicas son cruciales para comprender adecuadamente las razones que les motivaron a explorar el reino de la naturaleza. 

El mensaje que emerge es, por tanto, a favor de la compatibilidad entre ciencia y religión, una compatibilidad de la que fueron testigos, porque la encarnaron, muchísimos de los que en la modernidad decidieron dedicarse a la ciencia. Como afirma Arana, “los adelantados de la nueva ciencia (...) casi en su totalidad eran hombres poseídos de una profunda y sentida religiosidad que constituyó parte esencial de la motivación que les llevó a cultivar el estudio del mundo físico” (p. 29). Partiendo de estas premisas, el lector puede sumergirse en los ocho territorios esbozados, cada uno de los cuales rebosa de retratos, de historias, de vidas dedicadas al conocimiento. Se puede acceder de manera puntual a cada uno de estos retratos, ya que los capítulos del libro son en realidad ensayos independientes que pueden leerse de forma autónoma. Por ello, nos limitaremos a mencionar sólo algunos de los personajes tratados. Ofreceremos así al lector potencial una muestra de lo que le espera, si decide embarcarse en esta exploración histórica y teórica. Sin embargo, debemos confesar que elegir sólo a algunos de los intelectuales evocados es una tarea muy difícil: todos los nombres que aparecen son objetivamente interesantes. Para colmo, hay que añadir que el índice no ayuda en la selección para una reseña: es tan atrayente que la tentación es decir algo de cada autor-capítulo. Muchos de los títulos de los treinta y cinco capítulos son sencillamente irresistibles, diseñados para estimular la curiosidad del lector y atraerlo inexorablemente a la lectura. Tomemos, por ejemplo, el capítulo IV de la sección “Matemáticos”: El ascenso algebraico: la filosofía matemática de Pierre de Fermat. O el capítulo VIII de la sección “Astrónomos”: Tycho Brahe: un astrólogo en la república de la precisión. Asistimos a una auténtica explosión de títulos cautivadores desde la sección “Filósofos naturales” hasta el cierre del libro. Capítulo XVI: Margaret Cavendish: la duquesa materialista. Capítulo XVII: La filosofía magnética de William Gilbert. Capítulo XIX: Robert Hooke: intérprete de la música de la naturaleza. Capítulo XX: Christian Huygens, el pensador oculto. Capítulo XXIII: Athanasius Kircher: el hombre que lo sabía todo. Capítulo XXVII: Simon Stevin: lo que parece un milagro no es un milagro. Capítulo XXIX: La asombrosa vida microscópica desvelada por Anton van Leeuwenhoek. Capítulo XXXII: La familia Bartholin, una saga científica en Dinamarca. Y la lista podría continuar. 

El lector descubrirá entonces las aventuradas vicisitudes biográficas e intelectuales de personalidades como Margaret Cavendish, también conocida como “Mad Madge” (M. de Paz, pp. 222-234): miembro de la comunidad científica de su época, filósofa natural, literata y la primera mujer que asistió a una reunión de la prestigiosa Royal Society en 1667, donde se discutieron algunos de los experimentos de Robert Boyle (este último es también debidamente revisitado en el ensayo de H. Fraguito, pp. 213-221). Gran amigo, ayudante de Boyle y miembro de la Royal Society, fue Robert Hooke, quien elaboró una “teoría musical de la naturaleza”, a partir de su actividad como corista y organista en el Christ Church College de Oxford. De esta teoría Moisés Pérez Marcos da cuenta en el ensayo que le dedica (pp. 255-269) y concluye avanzando la hipótesis de que quizá Hooke, como su amigo Boyle, también estaba convencido de que “la mejor manera de adorar a su Dios era, precisamente, intentar conocer la belleza de su obra lo mejor posible” (p. 268). 

Christiaan Huygens, el primer miembro extranjero de la Royal Society, fue también miembro y durante un tiempo incluso director, de otra preclara asociación científica, la Académie des Sciences, fundada por Luis XIV en 1666. Miguel Palomo define a Huygens como un pensador “oculto a los ojos de los demás” (p. 278), pretendiendo así iluminar, además de la vertiente estrictamente científica por la que es bien conocido, otro aspecto de su itinerario intelectual: sus intereses filosóficos y teológicos, testimoniados por dos obras póstumas, Cosmotheoros y Que penser de Dieu, que se añaden al ya rico perfil de este “investigador mutlidisciplinar” (p. 277). También miembro tanto de la Académie francesa como de la Royal Society británica fue el holandés Anton van Leeuwenhoek, cuya pasión por la fabricación de lupas le llevó a desvelar al mundo esa ”asombrosa vida microscópica”, evocada por el título de la contribución que se le dedica (N.J. de la Barreda, pp. 394-401). 

Cerremos nuestro repaso a algunos de los personajes con dos casos, uno por cada siglo tratado, que instancian, eminentemente, el intento extremo de conseguir lo que la propia apertura de la nueva ciencia empezaba a negar: la posibilidad de la dación “de un saber universal unipersonal” (Arana, p. 28). Esta negación era una de las consecuencias inevitables del creciente grado de especialización que el avance científico exigía necesariamente. En efecto, como afirma Arana, “la presencia de eruditos que probaban fortuna en las más variadas y distantes indagaciones pronto se convirtió en una curiosidad antropológica (como cuando alguien se presenta como hombre orquesta o propone un alarde parecido). La especialización se impuso a partir de entonces con fuerza irresistible y tan solo quedó la nostalgia de unos tiempos en que las dimensiones globales del conocimiento eran más humanas. El forcejeo de quienes no reconocían ninguna frontera impermeable a sus esfuerzos dejó de ser compatible con la salud mental. Paracelso en el siglo XVI y Kircher en el XVII muestran lo problemático que resultaba intentarlo antes incluso de que la puerta quedara definitivamente cerrada” (pp. 28-29). 

Aparece entonces el retrato de Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenhein, a quien le gustaba que le llamaran Paracelso, que se autodenominaba “el monarca de los médicos”, y que comparaba la figura del médico con la de Cristo, como nos dice José Manuel Elena Ortega en el ensayo que le dedica: “el médico, en la plenitud de su fe, ejerce un ejercicio de apostolado. De acuerdo al concepto de que ‘lo similar cura o sana a lo similar’, las virtudes sanadoras de la medicina deben tener su origen en la virtud ética del médico” (p. 330). Y hay aquí también un retrato de Athanasius Kircher, padre jesuita de vastos intereses e infatigable escritor, que llegó a crear un museo en el Collegio Romano, il Kircheriano, que hoy puede considerarse “el precursor de todos los modernos museos de la ciencia” y que en su época representaba “una visita obligada para todo viajero curioso, fuera modesto o ilustre” (p. 320). Sin embargo, cayó en la ruina tras su muerte, representando plásticamente el inevitable ocaso de ese ideal de sabiduría universal que Kircher había intentado encarnar de manera denodada. 

Las vicisitudes de estos dos grandes de la modernidad pueden sin duda evocar esa nostalgia de tiempos pasados a la que se refiere Arana: tiempos en los que el intento de un individuo por saberlo todo podía parecer quizá menos titánico. Pero la apertura de una nueva era del conocimiento, magistralmente trazada por el libro que aquí presentamos, llegó a esculpir, de una vez por todas, una de las características fundamentales de la ciencia, sin la cual ésta sencillamente no podría existir: la ciencia es una empresa coral, colectiva, y precisamente por eso auténtica, genuinamente humana. ¿Qué mejor testimonio de ello que las historias narradas en los cuatro libros de este ambicioso proyecto editorial? Corresponde al lector perderse en las innumerables aventuras humanas que contienen. A nosotros, en cambio, la tarea de expresar nuestra gratitud por la publicación de esta impresionante obra coral de historia de la ciencia y de las ideas. 

Referencia en la revista Razón y Fe: https://revistas.comillas.edu/index.php/razonyfe/article/view/21611/19150



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