Leclerc, Éloi: El Dios mayor. Sal Terrae, Santander, 1997 (edición original de 1995). Colección El Pozo de Siquem 90. 147 páginas. Traducción de Enrique Hurtado. Comentario realizado por Juan Manuel Martín-Moreno.
Javier Sánchez,
anfitrión de este blog, era entonces uno de los jóvenes que hacían los
ejercicios espirituales en los que descubrimos la primera obra de Leclerc: Sabiduría
de un pobre. Hicimos este descubrimiento juntos y por eso quiero ahora
contribuir a su blog con la recensión de un nuevo libro de Leclerc que ha
marcado mucho mi propio itinerario espiritual.
Mi descubrimiento de Éloi
Leclerc tuvo lugar en los años 80, dando ejercicios espirituales a jóvenes
durante ocho días en silencio. Escogimos para la lectura en el comedor el libro
de Sabiduría de un pobre. El género narrativo sencillo ayudaba a
mantener la atención durante la comida, y el contenido de lo leído se rumiaba
también después junto con los alimentos. En ejercicios a repetidores pasamos a
utilizar otro libro del mismo autor: Exilio y ternura.
Ambos libros reflejan
dos etapas diversas de la vida de San Francisco. Exilio y ternura narra
la estancia de Francisco en Egipto con los cruzados y su entrevista con el
sultán. Sabiduría de un pobre nos pone en contacto con la gran crisis al
final de la vida de San Francisco después de regresar de Tierra Santa. Con
maestría expone el autor el paisaje interior del santo en aquella noche oscura
de su ceguera, y en aquella noche provocada por el giro que querían dar a su
comunidad unos hermanos que no habían comprendido la sencillez de su carisma.
Muchos años después cayó
en mis manos un libro posterior de Leclerc, El Dios mayor, que es
precisamente el que deseo presentar en este blog. Pero antes quiero compartir
con vosotros algunos datos biográficos sobre el autor. Leclerc nació en 1921,
en Bretaña, y muy joven, a los 12 años, se enamoró de la figura de San
Francisco. En abril de 1939, meses antes de comenzar la 2ª Guerra Mundial, entró
como novicio en los franciscanos con 18 años. Las andanzas de la guerra dieron
con sus huesos en el campo de concentración nazi de Buchenwald, que contribuyó
mucho a forjar su espiritualidad. De 1951 a 1983 fue profesor de filosofía.
Durante esta etapa de magisterio publica la que será su obra más conocida, la
ya mencionada Sabiduría de un pobre (1959), una joya de la literatura
espiritual. Después se retiró a una ermita en Bellefontaine, y sigue
escribiendo nuevas obras siempre inspiradas, nacidas de una penetración cada
vez más profunda del evangelio.
Gracias a la editorial
Sal Terrae hemos podido disfrutar en castellano de algunos de sus mejores
libros: El Dios mayor (1997); El reino escondido (2002); El
pueblo de Dios en la noche (2004), sobre el exilio de los judíos en
Babilonia y la espiritualidad del Adviento; El sol sale sobre Asís
(2005), que recoge su experiencia del campo de concentración; “Id a
Galilea”. Al encuentro del Cristo pascual (2006). También en Sal Terrae se
ha publicado recientemente una nueva edición del clásico ya citado de Exilio
y Ternura (2008).
En conjunto creo que el
cristalizador de la interpretación cristológica de Leclerc es la filosofía de
Emmanuel Lévinas. Si un determinado horizonte filosófico está siempre presente
en cualquier teología, creo que en este caso Leclerc ha sacado partido de la
filosofía de un judío francés, que todavía no ha sido suficientemente
“explotado” por la teología cristiana.
2.- Perfeccionamiento
de Jesús
El resumen del libro podríamos
ponerlo en el “itinerario de Jesús”: un Jesús que no está todo hecho desde el
principio, sino que se va perfeccionando conforme sigue su camino. Tiene
Leclerc páginas muy bellas sobre el crecimiento o “perfeccionamiento” de Jesús.
Podemos hablar de perfeccionamiento del Hijo situándonos, ante todo, en el
plano puramente psicológico. Es evidente que en la cuna y, a fortiori, en el
seno de su madre, Jesús niño no tenía conciencia alguna de su relación
privilegiada con el Padre, aunque fuera ya realmente el Hijo único. Lo mismo
que el hijo de un rey ignora, mientras es un bebé, su condición real.
Pero un día, cuando su espíritu
estuvo suficientemente despierto, tomó conciencia del misterio que le habitaba.
¿Cuándo? ¿Cómo? Es muy difícil determinarlo. Pero podemos considerar que,
desde que fue capaz de pensar en Dios y de orar, se dirigió a Él con la mayor
espontaneidad del mundo, como un hijo se dirige a su Padre. Como ya he indicado,
Jesús nunca vivió realmente otra relación con Dios que no fuera la filial. Pero
esta conciencia de hijo, por muy profunda que se la suponga, seguía siendo la
de un niño. No iba a dejar de crecer y madurar. Y en ese proceso conoció
momentos fuertes y de enorme claridad, como el día en que lo bautizó Juan, o el
día de la Transfiguración; pero conoció también momentos de soledad y de
oscuridad, como en Getsemaní o en la cruz. Lo cual no significa que Jesús
pusiera en duda ni por un solo instante su relación con el Padre, pero sí que,
en esos momentos, tuvo que vivirla en la fe y hasta en la experiencia de
abandono.
Cuando la Escritura,
especialmente la Carta a los Hebreos, habla del perfeccionamiento del Hijo, no
se queda solo en ese plano psicológico, sino que lo contempla en un plano más
profundo: el del consentimiento y la aceptación. La filiación divina de Jesús
no puede ser considerada como una fatalidad que se abate sobre un hombre sin
que este pueda hacer nada al respecto. La experiencia filial es una experiencia
de libertad. Supone acogida, consentimiento, reciprocidad.
Indudablemente, desde los
primeros albores de su conciencia filial, Jesús dio su consentimiento al Padre
libremente, amorosamente y en plenitud. Pero ese consentimiento iba a ir
ahondándose a medida que viviese su relación filial en una confianza más
despojada y radical, en una mayor pobreza interior y en una entrega de sí mismo
sin reservas.
3.- Trascendimiento
El libro trata de enfocar el
desarrollo espiritual de la vida de Jesús desde su itinerancia hacia el Dios
mayor, sin traicionar sus raíces. “Pasó haciendo el bien” (Hch 10,58). Jesús
está siempre de paso. “Era un itinerante, un viajero sin domicilio fijo,
siempre de camino hacia más allá”. “No tenía donde reclinar su cabeza” (Lc
9,58). Invitaba siempre a pasar a la otra orilla (Mc 4,35; 8,13; 5,21). A la
Magdalena le pide: “No me retengas” (Jn 20,17). Simón y los otros querían
retenerlo y Jesús les dijo: “Vámonos a otra parte (Mc 1,38). “Hoy, mañana y
pasado tengo que seguir mi viaje” (Lc 13,33).
Al pasar realizaba el bien,
pero no se dejaba encerrar en las expectativas de la gente. Satisfacía las
necesidades de pan y de salud, pero trataba de suscitar en ellos otra hambre.
Sus acciones humanitarias no eran solo muestras de compasión, sino también
signos que remitían más allá. Desde la realidad cercana, sensible, trataba de
llevar a la gente más lejos, aunque en esto muchas veces fallaba. “Me buscáis
no porque hayáis caído en la cuenta del signo (los panes y los peces), sino
porque habéis comido pan hasta saciaros” (Jn 6,26). El signo hace pasar a la
otra orilla, y Jesús, no solo pasa él, sino que ayuda a los demás a que pasen
también.
Pero, a las inmediatas, ¿qué le
hacía ir de ciudad en ciudad, de aldea en aldea? ¿Qué buscaba? Avizoraba al
ausente, al que faltaba, al más alejado. A la oveja descarriada, al hombre
perdido. Al hombre sin nombre, sin rostro. Al leproso, al pecador, al excluido,
al reprobado. O, más simplemente, al que pensaba de otra manera. En una
palabra, al «otro».
Leclerc pone a Francisco de
Asís como referencia de trascendimiento en su visita al sultán Malik al Kamil,
franqueando todas las fronteras. El encuentro con el “otro” en respeto y cortesía,
le abrió al Dios mayor del que habla la fe: un Dios mayor que la cristiandad de
los cruzados, mayor que todas nuestras concepciones y que todos nuestros
cultos. Hacer sitio al “otro” en nuestra vida de fe equivale siempre a abrirse
al Totalmente otro. No porque el otro sea la encarnación de Dios, sino porque
por su naturaleza diferente, desconcertante, infranqueable, por su misma
diferencia es, como dice Emmanuel Lévinas: “la manifestación de la altura donde
Dios se revela”.
Después de su encuentro con el
islam, Francisco se vio más inmerso en la trascendencia de Dios. “El hombre no
es digno de hacer de él mención”. “No somos dignos de nombrarle” (81ª regla
23,5). Francisco llama a Dios el “Inenarrable”, el “Inefable”, el
“Incomprensible”, el “Insondable”.
Francisco no contrapone a este
Dios innominado con el Dios revelado en Jesucristo. Al contrario, la mediación
de Cristo le parece más necesaria que nunca. De este modo, Francisco, en la
itinerancia de su fe, al acoger al “otro”, y sin por ello renunciar a su
identidad cristiana, entra en el fondo de la itinerancia de Cristo, camina con
él por un camino no trazado, hacia el Dios sin riberas, cuyo Ser en su
intimidad es pura relación al otro.
Me ha impresionado mucho que
cuanto más trascendente es el Dios en el que creemos, más necesitamos la
mediación de Cristo. Los dioses menores no necesitan mediaciones. Pero no se
trata de una mediación cualquiera, sino que precisamente se tra|a de la
mediación itinerante le quien sale de su terreno acotado para abrirse al
extraño. Me gusta la frase “Dios es mayor que nuestro corazón” (1 Jn 3,20). No
le hagamos nunca a Dios tan mezquino como somos nosotros.
Existe una relación estrecha
entre este exceso de apertura de Jesús y su experiencia de la paternidad de
Dios. Es su propia plenitud filial la que le mueve imperiosamente a ir al
encuentro con los hombres y le abre al mundo. Esta apertura suya traduce la
voluntad del Padre de comunicarse a todos sin medida.
5.- La doble fidelidad
Jesús enseña con autoridad (Mc
1,27). La autoridad autoriza, permite algo diferente. Pero Jesús no quiere
fundar una nueva religión. Vive su experiencia de la paternidad de Dios dentro
de la institución judía. Su horizonte es Israel. Es fiel a sus raíces aun
cuando las trasciende. Esto le hace avanzar por un camino no trazado, gracias a
una reinterpretación de su tradición inventiva, pero rigurosa. No la vivió como
ruptura, sino como cumplimiento. Tuvo que establecer ciertas distancias con
respecto a la religión oficial. Ser fiel a una tradición es saber leerla.
Frente a esas tradiciones humanas Jesús apela a una tradición más honda. Lo
absoluto para él es el amor.
Nadie parte de la nada. La
apertura se hace siempre desde algún punto de partida. De lo contrario, no es
más que incertidumbre e insignificancia, en el sentido original del término.
El mismo Jesús se enraizó en
una historia y en una tradición y mantuvo firmemente hasta el final su
fidelidad a la tradición de Israel en su particularidad. Cuando, por su exceso
de apertura, el camino se borró ante él y el silencio del abandono y de la
muerte lo envolvió por todas partes, la fe y la esperanza de su pueblo
siguieron sosteniéndolo. Sus raíces, de las que nunca renegó, preservaron su
«itinerancia» del vagabundeo y la desesperación. Dios nos espera siempre allí
donde están nuestras raíces. Cuanto más arriesgamos nuestra identidad yendo a
los «otros», tanto más debemos aferrarnos a nuestras raíces. En el momento en
que fue rechazado por todos, y el Padre mismo se retiró «en su proximidad»,
Jesús encontró su último apoyo y su última plegaria en la fe y en la esperanza
de Israel. La tradición bíblica estuvo allí para ayudar al Crucificado a no
desesperar: el Salmo 22, del que tomó el grito de su extremo desamparo, le puso
ante los ojos la imagen del Justo martirizado, recordándole que este no sería
abandonado para siempre.
Sin embargo, las raíces, por
muy necesarias que sean, son insuficientes. Son madres que dan a luz, pero que
también pueden oprimir y asfixiar. Lo que contienen de verdad solo llega a
madurar cuando el ser humano acepta la herida de la relación con el «otro» y
se expone a la corriente de la historia, que por su misma diversidad le da
noticia del Dios «mayor». Siempre se impone un desarraigo en orden a un
trascendimiento. Isriel tomó conciencia de la universalidad de su Dios en el
exilio de Babilonia, en la turbulencia de la historia y en la confrontación de
las culturas. Fue allí donde descubrió que YHWH era el Dios de todos los
hombres antes de ser el que lo había elegido a él. Fue allí donde comprendió
que su elección particular era la primicia y el modelo de la vocación humana
universal a la alianza con Dios. En el desarraigo del exilio y en el contacto con
los «otros» comprendió Israel que su historia, en su particularidad, solo podía
ser confesada como historia de la salvación sobre el telón de fondo de la
universalidad.
6.- Jesús no fue un
contestatario
Jesús no se presenta como un
reformador, como un contestatario, sino como el mensajero de una Buena Nueva.
Anuncia más que denuncia. Proclama que llega el reinado de Dios. Ver en el
evangelio solo una protesta es hacerse una idea muy pobre de él. Jesús no hace
que venga el Reino limitándose a combatir el mal, sino que va derrotando las
fuerzas del mal porque vive inmerso en la parte positiva y gozosa del Reino. No
acusa, no juzga. Sabe que cuando acusamos y juzgamos, no estamos llegando al “fondo”.
La distancia que adoptó Jesús
respecto de la institución judía no fue principalmente de orden crítico.
Provenía de algo más profundo que la mera contestación. Era algo más original.
Detrás de cada una de sus palabras y actos está la fuerza silenciosa del mundo
nuevo que llega. Esta exigencia antes que exigencia de crítica y contestación,
es una vida que se rebosa y expande. Jesús procedía así porque así es Dios.
Porque el Padre es en sí mismo exceso. Exceso en la relación, exceso en la
apertura. En el fondo, el exceso de Jesús traducía y actualizaba en el mundo lo
que veía hacer al Padre.
Francisco entendió muy bien
esta actitud de Jesús. Toma distancia respecto a la cristiandad de su época con
todos sus lastres, al sistema político religioso, a los señoríos eclesiásticos
y las guerras santas. Pero no juzga, no condena. Su talante no es
contestatario. Prefiere encender una humilde candela en la noche que pasarse el
tiempo maldiciendo de las tinieblas. A
sus hermanos que envía por el mundo les dice que se abstengan de juzgar a los
que no viven en la simplicidad como ellos. No quiere polemizar con nadie, ni
con la jerarquía eclesiástica, ni con los herejes, ni con la antigua sociedad
feudal o la nueva sociedad mercantil. Vive su propio descubrimiento del
evangelio menos como protesta contra el orden establecido que como fiesta y
liberación. Su distanciamiento es creativo. Prefiere el canto a la polémica.
La distancia que toma Jesús
respecto a la religión establecida no proviene de una actitud negativa. Ver en el evangelio solo una protesta
significa hacerse una idea muy pobre de él. El distanciamiento no es
fundamentalmente crítico. Su origen es esencialmente positivo, fluye de una
plenitud, de una sobreabundancia. Es del orden del “exceso en la apertura”. El
reino que Jesús anuncia es pura prodigalidad, una magnificencia en el don, un
gesto poético de ensanchar el espacio, de traspasar la frontera, de invertir
sin tiento, de arriesgar más. Quien no vea esto no puede entender a Jesús.
Jesús quiso realizar una
reinterpretación imaginativa, pero rigurosa, de la tradición de Israel. Ser
fiel a una tradición es saber leerla. Jesús lee esa tradición a través de su
experiencia de la paternidad de Dios, no como ruptura, sino como cumplimiento,
pero esto le lleva a establecer ciertas distancias con la religión establecida
en el terreno de las observancias legales. Curaba a hombres y mujeres en
sábado, descuidaba ciertos ritos como las abluciones antes de comer. Frente a
esas tradiciones humanas Jesús apela a una tradición más honda. Lo primero y
absoluto para él es el amor. La respuesta del escriba nos muestra que Jesús no
era totalmente innovador, porque ya había quien pensaba que el amor era mejor
que los holocaustos (Mc 12,28-33). Jesús no era el único que pensaba que el
amor era el centro de la Ley. Pero esta actitud relativiza inevitablemente
viejas costumbres y provoca reacciones de defensa, a veces terribles.
Jesús, con este exceso de
apertura, no piensa dar lecciones a nadie. Simplemente deja que en su desmesura
y gratuidad se desborde la nueva proximidad de Dios. Y en esto mismo revela la
universalidad. Apenas salió de las fronteras de Israel, salvo alguna incursión
rápida. No fue a los paganos. Pero su apertura a todas las categorías de gente
de su propio pueblo sin excepción alguna, y muy especialmente su comportamiento
con los excluidos de su sociedad, le proporciona una dimensión de
universalidad. Su relación con el otro no conoce límites. Hace que salten todas
las barreras.
7.- Expulsado fuera de la
institución
La actitud de Jesús relativiza
inevitablemente viejas costumbres y provoca reacciones de defensa, a vekes
terribles. Uno que va de pa{o es siempre molesto, termina por hacerse
sospechoso. Ir a la otra orilla es ir hacia el otro, el más alejado, el
excluido, el reprobado, a “esa plebe que ignora la ley y está maldita” (Jn
7,49), al expulsado (Jn 9,35). El que contemporiza con el extraño acabo siendo
considerado un tránsfuga. Jesús acabó viéndose expulsado de la tradición
religiosa y cultural en la que tenía sus raíces y su anclaje y a la que fue
siempre fiel.
Había ido demasiado lejos en su
“exceso de apertura”. Se salió de los carriles trillados y se acabó para él el
camino trazado. Pero siguió pasando y caminando, porque su apertura traducía su
vivencia de la paternidad de un Dios mayor ¿Qué atracción secreta le conducía?
¿Qué era lo que lo empujaba? ¿Qué luz guiaba sus pasos cuando el camino
desaparecía ante él y cesaban todas las referencias? Él mismo era el camino (Jn
14,6), camino “nuevo y vivo” (Hb 10,20). Iba hacia lo más íntimo de sí mismo.
No habitaba en ninguna parte porque se sentía habitado. Su apertura traducía su
vivencia de la paternidad del Dios mayor.
8.- Murió fuera de las
puertas de la ciudad
Pero los responsables del
judaísmo no pueden comprender tanto exceso. Lo temen. Jesús es para ellos una
tormenta que hace estallar el pequeño mundo en el que se habían encerrado.
Querían salvaguardar frente a la ocupación romana su identidad religiosa que
era el alma de Israel. Habían rechazado la solución violenta de los zelotes. Se
habían replegado sobre la Ley y la habían convertido en un muro de contención,
en su línea de resistencia pura y dura. Manteniendo firmemente la Ley hasta sus
más mínimos preceptos esperaban no dejarse minar. La Ley se había convertido
para ellos en un cerrojo de seguridad y absoluta salvaguarda. Era la frontera
que dividía la humanidad en dos campos: los buenos y los malos, los elegidos y
los excluidos.
Y un lía, Jesús se encontró
solo,(rechazado por los suyos, fuera de la institución judía, fuera de la
tradición religiosa y cultural en la que tenía, pese a todo, sus raíces y su
anclaje. Fue excluido, acorralado por las autoridades de su pueblo, como un ser
peligroso y subversivo. En adelante, se acabó para él el camino trazado. Pero
no por ello detuvo su camino; un camino en el que, sin embargo, ya no había
señales de ruta.
Jesús murió en un despojo
absoluto. Le fueron retirados todos los signos de su pertenencia al pueblo de
Dios. Como Jonás, se vio arrojado a las aguas del profundo abismo. Pero,
remitiéndose al que era mayor que El, al “Dios que da vida a los muertos y
llama a la vida a lo que no existe”, llevó a su perfeccionamiento la fe y la
esperanza de Israel. “Quien pierde su vida la salva”, decía Jesús. Aceptando la
herida de la relación con el “otro”, Cristo pone a salvo su propia identidad y,
al mismo tiempo, salva al mundo.
Una teología antigua
consideraba la muerte de Jesús sin ninguna vinculación con su vida y sus
opciones históricas. Jesús murió, porque su muerte y su sangre eran necesarias
para aplacar al Padre. Se hizo solidario de la humanidad y con su sufrimiento
reparaba la ofensa. El sufrimiento era el precio de la redención. Se sacraliza
así el sufrimiento y su valor expiatorio.
Este planteamiento deja en la
sombra la dimensión estrictamente histórica de la muerte de Jesús y no la
vincula a su vida, sus opciones, su mensaje. La solidaridad global con la
humanidad deja de lado las solidaridades concretas y voluntarias que Jesús
anudó con hombres concretos. Silencia las opciones mesiánicas de Jesús a favor
de los oprimidos y excluidos.
Pero la muerte de Cristo solo
revela su sentido si la vemos inserta en la trama de las opciones mesiánicas y
de las solidaridades históricas concretas. Porque, aunque no rechazó a nadie,
se vinculó estrechamente a los pequeños, los pobres, los pecadores, los
amenazados y excluidos.
Y esto es precisamente lo que
se juzgó inaceptable por sacrílego y peligroso. El castigo de la cruz vino a
sancionar este exceso. La muerte de Jesús deja de ser un acontecimiento
salvífico abstracto y adquiere un sentido concreto e histórico. Hace sal|ar por
los aires el mundo del xecado que es radicalmente insolidaridad.
En su grito de abandono está
implicado el ser mismo de Dios. Por su abandono, entrega a Dios a los
abandonados de Dios. Jesús, abandonado de Dios, no puede dar a Dios como quien
da un bien del que él mismo disfruta. Jesús en ese momento se siente vacío de
Dios, sumido en la ausencia y el alejamiento. Lejos de tener algo que dar,
comparte la pobreza de los “otros”. ¿Cómo podrá entonces darles a Dios?
Lo más amargo del sufrimiento
de la crucifixión es que ni siquiera ve su razón de ser. Es un sufrimiento sin
consuelo humano ni divino, sin recompensa, sin futuro.
La ausencia divina es el modo
de presencia divina que corresponde al mal, a la ausencia experimentada. Quien
no tiene consigo a Dios no puede experimentar su ausencia. En el dolor de la
ausencia de Dios hay una presencia divina.
El sentimiento de ausencia nace
de la convicción íntima de que el Dios santo no puede tener parte alguna, por
mínima que sea, en la injusticia que se está cometiendo en la cruz. O Dios es
la inocencia misma, o no existe. Negarse a ver la mano de Dios en el mal, en la
injusticia, es rendir homenaje a su santidad, es una forma de adoración.
Pero esa convicción de la
inocencia de Dios se da de bruces con la constatación de su no-intervención. Él
podría actuar, impedir el mal, la tortura. Podría hacerlo, debería hacerlo,
pero no lo hace. No interviene. Solo puede deberse a que está ausente, está
como inexistente.
Y el hombre se encuentra solo.
El sentimiento de la(ausencia divina se confunde con la soledad profunda del
hombre. La soledad humana es un inmenso espacio para lo divino. La ausencia de
Dios experimentada es fundamentalmente el modo de presencia divina en el
hombre. Jesús la experimentó como nadie, porque es el que había experimentado
más fuerte que nadie su proximidad en momentos de su vida. Su grito de abandono
alcanza una profundidad única. Es el grito de la conciencia filial, privada
ahora de esa proximidad experimentada del Padre. No es experiencia de falta de
fe, sino de una fe mantenida en el abismo de la noche. Su grito es una oración
desde la noche del mundo.
10.- Palabras finales
Al acabar nuestra reflexión
podemos añadir: el “Dios mayor” no es solo el Dios otro; es Dios en relación
con el “otro”. Se revela inagotablemente otro a través del otro.
Para conocerlo debemos abrirnos constantemente al “otro” y hacerle sitio en
nuestra propia itinerancia. No renunciando a nuestra identidad profunda, pero
sí yendo como Cristo, hasta la cumbre final de nuestra fe, allí donde Dios, a
través de la “herida de la relación”, se revela en su identidad propia, en su
misterio trinitario, como relación al Otro. La acogida del otro es el
pasaje pascual obligado para el conocimiento del Dios “siempre mayor”. La gran
Pascua está delante de nosotros. Y está todavía por realizar.
Hola Javi
ResponderEliminarEste escrito me invita a la reflexión, al silencio y a la meditación.
Gracia por compartir tus inquietudes con todos. Es una bendición
Un abrazo
Muchas gracias, Narcis. Esa es la idea, que este blog nos pueda hacer bien a todos.
ResponderEliminarComentarios como el tuyo me animan a seguir adelante.
Un abrazo,
Javier.