lunes, 24 de junio de 2013

Gustavo Zagrebelsky: Contra la ética de la verdad. Por Juan Carlos Velasco

Zagrebelsky, Gustavo: Contra la ética de la verdad. Trotta, Madrid, 2010. Colección "Estructuras y procesos. Derecho". 144 páginas. Traducción de Álvaro Núñez Vaquero. Comentario realizado por Juan Carlos Velasco.

Contra el dogmatismo ético de las religiones

“Éste es un tiempo triste para quienes no poseen la verdad y creen en el diálogo y en la libertad” (p. 43). Esta sentencia refleja con suficiente fidelidad el tono empleado por Gustavo Zagrebelsky a lo largo de los escritos reunidos bajo el título de Contra la ética de la verdad. No fueron redactados desde la fría distancia académica como si versaran sobre asuntos que al autor no le incumbiesen. Sin embargo, esta involucración personal no impide que en ellos se tracen elaborados argumentos con destacada precisión y contundencia. La citada frase, además de sugerir el contenido central del libro, nos ofrece un brillante diagnóstico de la época. Cuentan –Marguerite Yourcenar nos lo repitió en más de una ocasión– que hubo un momento en la historia, cuando los antiguos dioses habían muerto y los nuevos aún estaban por llegar, en el que, durante un corto lapso de tiempo, los hombres fueron libres. A ese mundo emancipado es al que nos traslada también la hermosa metáfora de Heinrich Heine, Los dioses en el exilio, que da título a una de sus obras más celebradas. Pues bien, en nuestros días parece que ni los dioses estén muertos ni que se encuentren exiliados o, al menos, y eso se torna evidente tras la lectura de este libro, ni una cosa ni la otra ha sucedido con quienes se consideran sus legítimos intérpretes en esta tierra, cuyo protagonismo no deja de crecer en unas sociedades que, como las occidentales, han sido ya etiquetadas como postseculares.
Gustavo Zagrebelsky es un viejo conocido para cualquier estudioso del constitucionalismo contemporáneo. Es no sólo un prestigioso profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Turín, sino que ha sido también magistrado e incluso presidente del Tribunal Constitucional italiano. Sus libros sobre su especialidad son obras de referencia, sin dejar por ello de ser objeto de controversia, como es el caso de su múltiples veces reeditado El derecho dúctil (Trotta, Madrid, 19959). Quien no haya seguido otras derivas de este jurista –sus otras afinidades electivas, diríamos en palabras de Goethe, también cultivadas por él con no menos ahínco– se sorprenderá quizás de que ahora aborde materias de contenido filosófico e incluso religioso o, mejor dicho, de política religiosa y teología política. Lo cierto es que en ellas ya se había adentrado anteriormente, por ejemplo, en el admirable librito titulado La exigencia de justicia, escrito en abierto diálogo con el cardenal jesuita Carlo Maria Martini (Trotta, Madrid, 2006). Ahora da un paso más y con estos escritos, publicados la mayor parte en la prensa italiana (preferentemente en La Repubblica), toma partido en uno de los debates públicos más relevantes del momento. Cierto que nunca ha rehusado los temas controvertidos, pero siempre que ha expuesto en público su punto de vista lo ha hecho sin renunciar al trato de las grandes ideas, acreditando así su condición de auténtico intellectuel engagé.

Los diversos escritos de Zagrebelsky compilados en este pequeño volumen (diecinueve breves ensayos, más un prefacio y un epílogo) representan una contribución significativa a una controversia en curso que ha captado la atención de renombrados filósofos morales y políticos. ¿A qué debate se está haciendo referencia aquí? A aquel que versa sobre el lugar de la religión en el espacio público y que partiendo de las posiciones de John Rawls y Jürgen Habermas sobre la cuestión ha hallado –y sigue hallando– un amplio eco en los medios académicos de uno y otro lado del Atlántico, al menos si tenemos en cuenta la ingente literatura que ha generado. De la altura del debate da cumplido testimonio, por ejemplo, el volumen colectivo de Jürgen Habermas, Charles Taylor, Judith Butler y Cornel West titulado El poder de la religión en la esfera pública (Trotta, Madrid, 2011). Visto desde una perspectiva sociológica, el debate trataría de dar cuenta de ese hasta cierto punto «inesperado» fenómeno de la revitalización y politización de las comunidades creyentes y tradiciones religiosas del que somos testigos hoy día. Inesperado, si es el caso, para quienes habían asumido el racionalismo y el cientificismo, así como la concepción postmetafísica subyacente (en la que Dios, como según parece le dijo Laplace a Napoleón, no pasaría de ser una mera hipótesis completamente prescindible), como horizonte ineludible del pensar humano. Inesperado también sería para quienes habían aceptado como premisa fundacional del mundo contemporáneo la creciente irrelevancia de la religión como cemento de la convivencia política.

El referido debate tiene lugar, pues, en un mundo en el que, contra las predicciones lanzadas acerca de la irreversibilidad del proceso de secularización, se observa la persistencia de lo religioso en un entorno persistentemente secularizado. Y esa tenacidad obliga, sin duda, a repensar la relación entre teoría de la modernidad y teoría de la secularización e incluso a plantear su mutuo desacoplamiento. En esa apasionante discusión, la perspectiva introducida por Zagrebelsky es digna de consideración, entre otros motivos, porque procede de un país donde la relación entre el poder secular y el poder eclesiástico sigue constituyendo un asunto central de la política cotidiana. Es precisamente en Italia donde, por ejemplo, las últimas tesis de Habermas han sido acogidas (por el sector no clerical, claro está) con un mayor grado de desconfianza y descalificadas como concesiones inadmisibles para una conciencia laica.

En el actual contexto socio-cultural, de configuración marcadamente pluralista, Zagrebelsky contempla como expresión de normalidad que en cuestiones moral y existencialmente relevantes –pensemos, por ejemplo, en la eutanasia o en el uso de la tecnología genética– los ciudadanos, creyentes y no creyentes, se expresen y choquen entre sí con sus convicciones impregnadas de visiones contrapuestas del mundo, el hombre y la historia. Hasta ahí todo está dentro de lo normal, e incluso de lo exigible, pero lo que ya no es tan comprensible en una sociedad plural es que una de las partes se arrogue para sí el monopolio de la verdad y de su interpretación y que se permita además impartir patentes de moralidad. Por esta pendiente se deslizan con bastante frecuencia las religiones monoteístas y, en particular, la Iglesia católica (el constitucionalista italiano no cae empero en el común error de señalar a esta Iglesia particular como paradigma del absolutismo dogmático, pues ese honor se lo disputan también –como bien insiste– otras confesiones cristianas y el Islam). En el caso particular de Italia (aunque el diagnóstico podría extenderse a otros países, entre ellos España), es notorio que la Iglesia Católica no sólo interviene públicamente en cuestiones que conciernen a las creencias dogmáticas o las prácticas religiosas, sino que además “reivindica el derecho a formular un juicio ético absoluto sobre los acontecimientos políticos y sociales del siglo” (p. 23). Éste es un modelo posible de actuación de la Iglesia frente al Estado que menudeó en tiempos pretéritos y que, tras un breve tregua, ha cobrado ahora nueva fuerza.

Y si en una sociedad plural ya es improcedente que una parte pretenda imponer unilateralmente su visión sobre los más variados asuntos, resulta aún más intempestivo en el seno de una sociedad democrática, a cuya praxis cotidiana es consustancial la deliberación pública con participación en igualdad de derechos de todos los afectados. Es ahí donde adquiere todo sentido plantearse la siguiente cuestión: “Quien aplica a la política la categoría de la verdad, ¿puede aceptar la democracia?” (p. 137). Esta pregunta no ni capciosa ni impropia, sino que incluso es obligada. Puede mejorarse, eso sí, su formulación, pues no es “la fe en cuanto tal sino la servidumbre al dogma religioso –que es degeneración de la fe– la que crea los problemas a la democracia” (p. 130). Puestas así las cosas, nuestro autor no duda en fijar posición: “la fe es compatible con la democracia bajo una condición: que no sea heterodirigida por un poder dogmático” (p. 78). Como por desgracia esta condición no siempre se satisface, las democracias han tenido que articular instrumentos para tratar de “neutralizar la fuerza antidemocrática de la verdad, a la que está expuesta toda religión, más todavía si es monoteísta” (p. 138).

La lógica religiosa y la democrática son contrapuestas y la aceptación del principio de las mayorías se convierte en un desafío para quien profesa fe en una verdad absoluta. Quien se considera depositario en exclusiva de la verdad difícilmente puede aceptar la democracia como la forma óptima de gobernar los asuntos humanos: “Democracia y verdad absoluta, democracia y dogma, son incompatibles. La verdad absoluta y el dogma valen en sociedades autocráticas, no en sociedades democráticas” (p. 104). De hecho, a lo largo de toda la historia del catolicismo se detecta una marcada inclinación hacia formas autocráticas de gobierno. Y si proverbiales fueron sus renuencias para asumir el humanismo, la ilustración y el liberalismo político, no menos notoria fue, pese a la interesada desmemoria que hoy algunos ejercen, “la dificultad secular de la Iglesia Católica frente a la democracia” (p. 28).

«La verdad os hará libres». Este aserto evangélico fue empleado tradicionalmente y de manera sin duda paradójica por los máximos jerarcas católicos para imponer la verdad, su verdad. Como ha sucedido más de una vez en la historia, la pretensión de verdad, inherente a la fe monoteísta, se transforma en intolerancia política. Desde el edicto de Constantino la Iglesia ha mostrado, siempre que las circunstancias se lo han permitido, “una natural propensión a quererse imponer mediante el ordenamiento jurídico civil” (p. 86). En la actualidad, y dado que no puede implantar «la» verdad sin más, da lecciones, formula condenas e “incluso algunas veces pretende tener la última palabra, al menos en el sentido negativo: para impedir y prohibir cuando no consigue imponer” (p. 21). Lo cierto es que no ha abandonado la aspiración de monopolizar la interpretación y de organizar todos los aspectos de la vida. La tolerancia sólo tiene cabida como concesión unilateral: como el derecho que la verdad reconoce al error y la virtud al vicio. En su relación con el poder secular y la sociedad civil, la Iglesia –como otras religiones monoteístas– nunca ha dejado de atenerse a la conocida fórmula de Montalambert: "Cuando soy débil os reclamo libertad en nombre de vuestros principios; cuando soy fuerte, os la niego en nombre de los míos". Esta pretensión es inherente a toda fe que se piensa a sí misma como verdad absoluta. Estas credenciales, que puntualmente nos actualiza nuestro autor, bien podrían poner en alerta a quienes alegremente celebran el retorno de la perspectiva religiosa, incluso su protagonismo, en los debates públicos.

En la actualidad, ante cualquier vacilación en el juicio, la jerarquía católica esgrime el peso de la supuesta «naturaleza de las cosas», de la «justicia natural», de la «ley natural» (o de valores «radicados en la naturaleza del ser humano», p. 24). Sin inhibición, ha desempolvado aquella vieja doctrina del derecho natural que declara la absoluta primacía de una presunta ley objetiva e inalterable de la naturaleza, incluso sobre las leyes que cuentan con expreso refrendo de la soberanía popular (pp. 89-94). Ése es el terreno en el que prefiere jugar, no en el de la deliberación intersubjetiva sobre lo que en cada momento es preciso decidir. A diferencia del proceder democrático, tampoco está dispuesta a conceder un lugar a la duda ni a admitir el carácter reversible de las decisiones, pues las hace depender, por principio, de verdades eternas. La institución eclesiástica se sirve del mencionado iusnaturalismo para oponerse a todas las propuestas con contenido moral que no concuerden con sus particulares enseñanzas. Investida con tales galas se permite presentarse “como gran garante que dispensa certezas éticas en un mundo –afirman– moralmente deshilachado por el tristemente célebre «relativismo»” (p. 90), en un mundo, como dicen, sometido al «despotismo del relativismo». Zagrebelsky destaca certeramente que el derecho natural dista mucho de ser un terreno de consenso, sino más bien un territorio de confrontación. El bagaje que arrastra esta doctrina no es trigo limpio. La interpretación de lo natural o de la naturaleza ha conducido históricamente a la justificación, por ejemplo, de la esclavitud o de la selección natural durante el nazismo. Una concepción tan volátil y contradictoria no puede presentarse como bote salvavidas, si no es de manera interesada o con torcidas intenciones. Esas viejas visiones de la naturaleza que ahora la Iglesia vuelve a proponer “efectivamente liberan de la responsabilidad, pero acentúan el poder en perjuicio de la libertad” (p. 94).

Gustavo Zagrebelsky
En tiempos más recientes, la Iglesia ha propuesto (si entre las acepciones de este verbo se incluye también la de ejercer presiones por encima y por debajo de la mesa) la conveniencia de redescubrir las «raíces cristianas» de Europa y lo ha hecho como si se hubiera dado con una fórmula mágica para solventar los profundos y variados problemas que aquejan a las sociedades occidentales. Numerosos serían ciertamente los «ateos clericales» que encuentran en la Iglesia “la actual depositaria de valores identitarios útiles para su batalla” (p. 14). Esta bandera de enganche ha sido izada, por unos y por otros, para proceder al «rearme moral» y recuperar la hegemonía cultural perdida desde la época de las luces y de las revoluciones (p. 11). Zagrebelsky considera que de este modo se está haciendo un uso espurio de la religión, pues “el cristianismo como «religión civil» sería una confusión literalmente anticristiana” (p. 67). En este punto, y teniendo como escenario la realidad migratoria de las sociedades europeas, el autor italiano nos avisa del potencial letal que conlleva el uso de la noción de identidad, y más aún cuando ésta se tiñe de religión: “La identidad en peligro es el argumento principal de quienes –católicos y no católicos– propugnan una política de defensa agresiva frente al Islam. […] Apelar a la identidad equivale a dar un puñetazo encima de la mesa contra los extranjeros que aparecen o están entre nosotros” (pp. 64-65). La insistencia en una única singularidad de la multifacética identidad humana no sólo nos empequeñece, sino que también hace que el mundo sea más inflamable.

El libro de Zagrebelsky puede leerse, por una parte, como una lúcida vindicación de la estatura moral del pensamiento laico y, por otra, como una enmienda a la totalidad de una tesis del actual jefe supremo de la Iglesia Católica, quien, siguiendo en esto muy de cerca a su predecesor, reitera una y otra vez que la raíz profunda de los males contemporáneos se halla en el relativismo moral que nos ha legado la modernidad. Esta palabra “ha asumido en el lenguaje de los dos últimos papas la valencia de un anatema” (pp. 77-78). Es esgrimida como sinónimo de desprecio por la moral y como un vicio que sin más es imputado a la mentalidad democrática y, en particular, al pensamiento laico. La democracia, sin embargo, “no presupone en absoluto aquel relativismo ético que el magisterio de la Iglesia justamente condena” (p. 61). Tampoco laicismo y relativismo moral son doctrinas equiparables. Zagrebelsky se rebela con indisimulada vehemencia ante la imputación gratuita de que el pensamiento laico implica la asunción del famoso dictum de Dostoievski «si Dios no existe, todo está permitido». No existe prueba alguna de que la moral de un laico sea más acomodaticia y casuística que la profesada por un creyente, ni tampoco que no tenga certezas ni que su grado de firmeza sea menor. El argumento además, como señala nuestro autor (pp. 73-75), puede ser invertido: si se cree en Dios, uno puede pensar que Él está de su lado y de este modo colocarse y obrar más allá del bien y del mal. Incluso puede sentirse liberado de tener que justificar ante los demás sus actos. El no creyente carecería de esta red y se vería siempre forzado a responder ante los demás. En cualquier caso, ni la moral precisa de remisiones al más allá ni la estatura moral del ciudadano se mide por la intensidad de sus convicciones religiosas.

Escritos con gran esmero y sobresaliente perspicacia, los diferentes ensayos de Zagrebelsky rezuman una enorme coherencia en la defensa de posiciones constitucionales básicas: autonomía e independencia recíprocas de las esferas política y religiosa, neutralidad del Estado, pluralismo y tolerancia. En todos ellos se percibe además, y ello merece ser subrayado, un profundo convencimiento de que es preciso construir una plataforma compartida de entendimiento entre laicos y creyentes que les permita hablar sobre lo divino y lo humano sin cortapisas, pero reconociendo las condiciones no negociables que hacen posible la comunicación. “El diálogo, necesario para preservar los fundamentos, es, sin embargo, tan necesario como difícil. Benemérito quien, de uno y otro lado, actúa para mantenerlo vivo” ( p. 63).


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