Eagleton, Terry: Por qué Marx tenía razón. Barcelona, Península, 2011 (edición original de 2011). Colección Atalaya 439. 250 páginas. Traducción de Albino Santos Mosquera. Comentario realizado por Juan Carlos Velasco.
Una vez transcurridos ciento treinta años desde la muerte de Karl Marx (1818-1883) y más de veinte desde el histórico derrumbamiento del comunismo, la utopía que él alumbró y que constituyó el más poderoso movimiento político e intelectual del mundo contemporáneo, muchos son ahora los que se acercan a su monumental producción intelectual con el objeto de hallar claves para entender lo que está sucediendo. A diferencia de la escasa emoción que suscitó la celebración del primer centenario de la muerte del revolucionario filósofo alemán, parece que ahora se ha despertado un considerable interés por las ideas del barbudo de Tréveris y que ha llegado el momento de estudiarlas con nuevos ojos y de revisar objetivamente sus conquistas y fracasos. Las cosas han cambiado, ciertamente, y la crisis sistémica global, que desde 2007 causa estragos en la economía mundial y en la vida cotidiana de tanta gente (sobre todo, de los sectores más vulnerables de la sociedad, pero no sólo), ha transformado los términos del debate. En este contexto, el término "capitalismo", evitado por muchos hasta hace poco (que preferían emplear eufemismos como "economía de libre mercado" y otros similares), se ha vuelto moneda corriente. En estos tiempos en los que las contradicciones del sistema se agudizan y el capitalismo se muestra en toda su crudeza, quizás sea la ocasión propicia para leer o releer al más penetrante y sagaz crítico de dicho modo de producción. El pensamiento de Marx se nos ofrece como un pensamiento vivo capaz, si no de influir decisivamente en el curso de los acontecimientos, sí de interpretarlo y de orientar la acción política.
De esta opinión es, en todo caso, Terry Eagleton (Salford, 1943). Este afamado
crítico literario inglés, además de respetado profesor de Teoría Cultural de la
Universidad de Manchester, ha perseguido a lo largo de su dilatada carrera la
configuración de una serie de versiones remozadas de la crítica materialista,
propósito que, de momento, ha culminado en la redacción de Por qué Marx
tenía razón. Este libro parte de una prometedora confesión, tan diáfana
como su propio título: “Yo mismo tengo mis propias dudas acerca de algunas de
las ideas marxianas y creo que este libro lo pondrá suficientemente de
manifiesto. Pero la verdad es que Marx tuvo la suficiente razón a propósito del
suficiente número de cuestiones importantes como para que llamarse marxista
pueda ser una descripción razonable de uno mismo” (p. 11). A partir de esa confidencia, nuestro autor se lanza a una decidida
defensa del pensamiento de Marx y de su vigencia en estos tiempos significado por el predominio del neoliberalismo, además de por la ya señalada devastadora
experiencia de una de las mayores crisis padecidas por el capitalismo. Eagleton
se cuida mucho ciertamente de presentar el marxismo como una suerte de panacea universal,
pero aunque cree que precisa de análisis complementarios que lo adapten a las
condiciones actuales, apenas deja espacio para la distancia crítica.
El libro de Eagleton no esquiva la controversia, sino que más
bien la busca, como corresponde a un texto de combate. Una muestra suficientemente elocuente: “Quienes acusan [al
marxismo] de obsoleto son los adalides de un capitalismo que está retrocediendo
rápidamente hacia niveles victorianos de desigualdad” (p. 16). O esta otra: “En
realidad, en un cierto sentido paradójico, el estalinismo, lejos de
desacreditar la obra de Marx, es prueba de su validez” (p. 33). Para argumentar
esto nos trae aquí a la memoria que la revolución rusa sucedió fuera de los
planteamientos marxistas: Marx consideraba completamente imposible la revolución
socialista a partir de sociedades precapitalistas o de escaso desarrollo
capitalista. Por lo demás, Marx era también de la opinión de que no era factible que el socialismo triunfase en un solo país (en contra de lo que luego sería la
tesis auspiciada por Lenin). Su consecución se lograría tan sólo mediante una marea
internacionalmente acompasada. Más que un fracaso de las capacidades
hermenéuticas y predictivas del marxismo, lo que explica su paulatino declive
en las últimas décadas es la “sensación de impotencia política” que ha cundido
entre muchos de sus antiguos seguidores ante la aparente fortaleza del
capitalismo (p. 20).
Eagleton cifra la originalidad de Marx en la idea de la lucha
de clases como motor fundamental de la historia humana (cap. 3). De ahí hace derivar
la siguiente definición: “en esencia, el marxismo es una teoría y una práctica
del cambio histórico a largo plazo” (p. 47). Una filosofía de la historia que,
según una extendida opinión, no deja de ser harto problemática: “Uno de los fallos
evidentes de ese modelo es su determinismo. Nada parece capaz de resistirse al
avance inexorable de las fuerzas productivas. La historia se desarrolla con
arreglo a una lógica interna inevitable” (p. 54). Y un problema no menor
derivado de esta posición sería que “el determinismo histórico invita al
quietismo político” (p. 56). Eagleton niega, sin embargo, la mayor: “No existe
prueba alguna de que Marx sea en líneas generales un determinista, entendido
como alguien que niega que las acciones humanas sean libres” (p. 61). Pero acepta
matices: “Es posible, pues, que Marx no sea un determinista en general, pero
son muchas las formulaciones presentes en su obra que transmiten una sensación
de determinismo histórico. […] No está claro de qué modo encaja este austero
determinismo con el papel central otorgado por el propio autor a la lucha de
clases” (p. 63).
Terry Eagleton |
Sin pretender dar cuenta aquí de todas las sesudas refutaciones
formuladas por Eagleton, sí que cabe apuntar, a título de ejemplo, algunos de
sus argumentos. A nuestro autor le preocupa, de una manera especial, desmontar
el presunto carácter no democrático de las prácticas políticas inspiradas en el
marxismo. Su estrategia pasa, en primer lugar, por desmentir el carácter
realmente democrático de los Estados habitualmente reconocidos como tales. Y, en segundo lugar, por alegar
las convicciones más arraigadas de Marx: “El propio Marx inició su carrera
ideológica siendo un demócrata radical y acabó convertido en un revolucionario
al darse cuenta de la inmensa transformación que haría falta llevar a cabo para
implantar una democracia genuina. Es desde su vertiente de demócrata desde la
que desafía esa autoridad suprema del Estado. Marx es un creyente demasiado
entusiasta en la soberanía popular como para contentarse con ese pálido atisbo
de la misma que conocemos por el nombre de democracia parlamentaria” (p. 192).
Marx tenía, pues, una elevada noción de la democracia, que equiparaba al “autogobierno
real, y no a un gobierno confiado a una élite política” (p. 193). Su afán no era sino completar las ideas revolucionarias de 1789 mediante una segunda ola democratizadora que se hiciera cargo de los conflictos de clase que fueron orillados entonces. Conviene aclarar,
en este sentido, que la denostada «dictadura del proletariado» preconizada por
él no tendría otro sentido, en principio, que “sencillamente el gobierno de la
mayoría” (p. 196). Eagleton enfatiza además el carácter abierto de la teoría
política de Marx, en cuyos escritos no se facilita ninguna guía concreta de uso
práctico acerca de problemas tales como la naturaleza de la socialización de la
economía o las disposiciones para planificarla. Esto, lejos de ser un déficit,
ha de ser entendido como un factor de apertura que facilita la dinámica del
juego democrático.
En sus pormenorizadas respuestas a las mencionadas objeciones,
Eagleton presenta a Marx como alguien caracterizado por una apasionada fe en el
individuo, una honda suspicacia hacia todo dogma abstracto y una gran desconfianza
hacia la institución del Estado. Supo reconocer las conquistas clave de la
sociedad burguesa como las libertades individuales o los derechos civiles o de
ideas revolucionarias como las de libertad, autodeterminación o desarrollo
personal, de las que fue un convencido adalid. Prestó especial atención a la
economía, pero con un objetivo claro: analizar y disipar su impacto negativo en
la suerte de los seres humanos. Se
empeñó así en la ingente empresa de dotar la acción revolucionaria de
fundamentos científicos. Trataba no sólo de entender el mundo, sino también de desarrollar
al mismo tiempo una estrategia para cambiarlo. En cualquier caso, su obra
revolucionó en su momento la filosofía, la economía, la sociología, la historia
y la política tanto teórica como práctica.
Tras la caída de la
mayoría de los regímenes comunistas erigidos durante la pasada centuria, que
lastraban su credibilidad, pese a la lejanía que su praxis mantenía con la
teoría propuesta, nada impide que Marx pueda ser reivindicado como un pensador
para el siglo XXI. En las décadas finales del siglo XX su legado intelectual entró en evidente
recensión –tanto teórica como práctica– y algunos se apresuraron en declarar
solemnemente la definitiva muerte de Marx. Aún reconociendo que ciertos
elementos de su teoría han quedado obsoletos, Eagleton nos muestra, por
ejemplo, que no ha perdido ningún ápice de relevancia su perspicaz análisis del
modus operandi del capitalismo, con una dinámica global siempre en
expansión y concentración, generando «contradicciones» internas que acaban
provocando crisis cíclicas y autotransformaciones para intentar superarlas.
Frente a cosificaciones interesadas, Marx contemplaba –y ello se muestra con
claridad en el Manifiesto comunista– el modo de producción capitalista
como no permanente ni estable, sino como una fase temporal en la historia de la
economía, de modo que, por tanto, su propio futuro está en entredicho. ¿Quién
se atreverá hoy a contradecirle?
Pese a las matizaciones que se ve obligado a introducir a lo largo de su exposición, Eagleton ha logrado elaborar un texto didáctico (visible tanto en la organización de los capítulos como en la breve introducción que antecede a cada uno de ellos, en donde se señalan las principales objeciones contra el marxismo), pero no por ello exento ni de profundidad ni de originalidad. Apasionado y satírico, además de pertrechado de paciencia, sale al paso de las múltiples ridiculizaciones de las que ha sido objeto la teoría marxista. El estilo narrativo es ágil, además de claro. En este sentido, es de agradecer que haya prescindido del lenguaje encriptado del que hacen gala tantos marxistas y que impide que muchas ideas puedan ser empleadas directamente como materia argumentativa en los debates públicos. No es éste el caso. El tono empleado por el autor no es nada pedante, sino ameno y con frecuencia aderezado con la fina ironía inglesa.
Marx ha pasado de ser un autor literalmente intempestivo
hasta hace apenas unos años a ser un autor realmente imprescindible para
entender el presente. Como bien
proclamaba el historiador Eric Hobsbawm en la frase final de su postrero libro
(Cómo cambiar el mundo: Marx y el
marxismo 1840-2011, Crítica,
Barcelona, 2011), “ha llegado la hora de tomarse en serio a Marx”. Eagleton logra pertrecharnos de suficientes argumentos para proceder a ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario