López Sánchez, Miguel Amadeo: Carambolas. Texto inédito. Enero de 2024.
Miguel ya no está. El 20 de marzo de 2025 se fue a otras tierras, esas cuyos límites coinciden con el horizonte, y en donde el tiempo no tiene sentido. Se fue para reunirse con su amor, con Ana. Hombre de profunda fe, decía que la vida merecía la pena si podía ser narrada o contada, bien a través de la voz, del canto, o bien a través del espacio singular de una hoja de papel.
El texto que hoy comparto con vosotros me lo entregó Miguel hace ya mucho tiempo, en enero de 2024, cuando todavía Ana llenaba su vida, es decir, su espacio y su tiempo. Me lo ofreció para que lo leyera, pero no quería que lo publicara en Libris Liberi. Le parecía que todavía le tenía que dar otra vuelta para dejarlo un poco más "decente". Además, creo que lo quería presentar a un concurso literario. Así, ha estado en lo profundo de una carpeta digital hasta hoy, día en que me animo a sacarlo. Este texto, más allá de la mucha o poca calidad literaria que posea, define de alguna manera a Miguel. Su forma de hablar, de entender la vida, su barrio en los años ochenta, el mundo de la droga, de los juegos de azar, de la penuria de muchas familias por salir adelante, de la lucha a brazo partido con la vida, en la que muchas veces ganaban los vecinos, y otras muchas la inapelable parca. ¿Quién dijo que la vida es fácil? El azar forma parte de ella, pero también nuestras decisiones. Así, todo lo que hacemos, decimos, etc. tiene su repercusiòn (mayor o menor) en los más cercanos, en los demás, en el mundo... como una piedra que cae en un sereno estanque y las ondas que produce llegan hasta lo más recóndito del agua.
Miguel, me pediste dos cosas antes de morir. Una, que reuniera tus cenizas con las de Ana y que las esparciera en los lugares más significativos para vosotros dos; en segundo lugar, que sacara en Libris Liberi tu texto de Carambolas. Hoy cumplo la última. Espero que te guste cómo queda. Ahora sí, descansad en paz. Os quiero. [Nota del administrador.]
ENTORNO
El Alto de Extremadura se desploma en tres vertientes. Una al oeste directa al río, hacia el centro de la ciudad. Otra al norte, despoblada y hacia la Casa de Campo. La tercera, al sur, hacia Carabanchel. Dos miniciudades, más que barrios, que son la misma ciudad. Trescientos mil diminutos mundos interrelacionados por la convivencia diaria. Lugares, calles, manzanas, mini-barrios. Donde miles pelean día a día para labrar un porvenir a los suyos, para evitar la desolación que, aunque improbable, no está lejana. Y no solo vale con la pelea, igual de importante es el ejemplo; hacer y demostrar, que con la pelea limpia, y honrada, también se puede ganar y es la mejor, la única, manera de hacerlo. En los años ochenta las mafias de las drogas desembarcaron. El hachís fue el indiscutible banderín de enganche para los más incautos. Donde se instruían las huestes del numeroso ejército. Y la cocaína y, sobre todo, la heroína, devastaron. Aniquilaron a miles de jóvenes, enriqueciendo a unos cuántos con ese negocio. Es historia sabida, pero hay que dejar claro que, además de la aniquilación instantánea por sobredosis que sufrieron muchos, hubo otras con retardo. El SIDA, cáncer y hepatitis... Otra psíquica, aún peor, a sufrir durante años o toda una vida. Cuyas víctimas, casi siempre, ni son capaces de reconocer el daño que padecen y se obstinan en padecer. De este último tipo no es inocente el hachís. Tampoco el alcohol.
A las masas afanadas en la “inmensa cucaña” de la que hablaba Cela en La Colmena, se le habían ofrecido, dos o tres décadas antes, cestos de pan que paliaran su hambre, pero también fosos con estacas, alrededor de ella, en los que, si se caía, era muy difícil salir. Por lo demás, obviando las diferencias políticas y morales, salvo sin hambre y con fosos, se podría decir que la “inmensa cucaña” era la misma.
Aún sin viento, hacía mucho frío, del que muerde al andar por la calle. El día era feo, deslucido por una luz sucia que anunciaba nieve. Nada raro a finales de diciembre.
MATILDE
Matilde ya no tenía que ir a limpiar casas. Pero cuando hacía la compra, seguía recorriendo los cuatro mercados del barrio, para comprar lo que necesitaba en aquel donde lo había visto más barato y ahorrar algo. De joven trabajó en sastrerías durante años. Hacía todos los pantalones y jerséis a los chicos y a Manuel. Ella también se hacía cosas, faldas y jerséis y ropa íntima con las camisas viejas de los chicos. Matilde no se daba descanso, siempre había algo que hacer. Matilde no se daba ni un solo capricho. Su marido, albañil, tampoco. Desde tres años atrás, los festivos y sábados hacía horas extras en negro en una pequeña empresa de construcción. Gracias a esto pudo dejar los trabajos de limpiadora. Ya no era necesario para sacar a los dos niños adelante, pagar la hipoteca e ir arreglando, muy bien por cierto aunque poco a poco, la casa del pueblo. En las vacaciones aprovechaba al máximo para arreglarla. Para algo era oficial de primera, nada en su oficio se le resistía. Manuel no se daba descanso, siempre trabajando. Y, como Matilde, no se daba ni un solo capricho. Entregaba a Matilde el buen jornal mensual que recibía de Agroman, donde entró a trabajar muy joven, y también las ganancias por las “chapuzas” de los sábados y festivos, que desde diez años atrás obtenía de don Andrés el propietario de Construcciones Silva. Manuel nunca entraba a un bar sí no iba con Matilde. Matilde y Manuel estuvieron años sin entrar en un bar. Desde hacía uno o dos años iban, de vez en cuando, a algún merendero con los chicos, siempre con los chicos. O aprovechaban las estancias vacacionales en el pueblo para salir algo más, siempre con los chicos. Desde hacía un año, como las cosas iban claramente a mejor, dejaban a los niños con Lola, la madre de Matilde, y salían los dos solos alguna noche de viernes a sábado. A bailar, al cine. Al fin y al cabo apenas pasaban de los cuarenta años. Eran personas maduras, pero eran jóvenes.
Ese era uno de esos sábados. Manuel tenía una chapuza en un quiosco del Lago y se había marchado temprano. Saldría hacia las seis o las siete de la tarde. Cuando llegara a casa, Lola ya estaría allí para recoger a los chicos y ellos saldrían.
SOLEDAD
Soledad era feliz porque sus catorce años de matrimonio lo eran. Su marido Antonio estaba a cargo de una farmacia. Siempre fue buen estudiante y tuvo suerte. Eligió estudiar Farmacia. A sus padres no les gustó que eligiera esa carrera porque tenía pocas salidas, o ninguna, sí no se disponía de lo suficiente para montar una farmacia propia. Pero tuvo suerte. Tras el esfuerzo familiar para mandarle a estudiar lejos del pueblo, y tras la mili, un profesor de la facultad le recomendó a un compañero suyo de la Universidad de Madrid para que le pusiera al frente de una nueva farmacia que iba a abrir. Le recomendó porque había obtenido un excelente expediente académico y porque era un hombre muy profesional y serio. Tuvo que ir a Madrid para las entrevistas y le aceptaron. Horario comercial, dedicación completa. Tres personas a su cargo en la farmacia. Pero muy buen sueldo. No tenían hijos, no podían. Habían cancelado la hipoteca por la compra de un buen piso en Madrid. Y ahora acababan de cambiar de coche. El viejo Simca 1000 por un Renault 18 con motor diésel, nada menos. Ese sábado la farmacia estaba de guardia y Antonio, aunque no hacía guardias, había acudido a cubrir el turno de mañana a uno de los auxiliares que tenía un asunto personal que atender ese sábado, porque en la farmacia igual que el propietario se portaba bien con él, él se portaba bien con los auxiliares y sí había que acudir por algún imprevisto, él era el primero en cumplir. El turno se acababa a las siete de la tarde.
CARMEN
Carmen limpiaba casas, portales, colegios, lo que le mandaban y saliera. Tenía dos hijos y un marido, Adolfo, a los que mantener. Adolfo no aguantaba en los trabajos. Albañil, haragán, indisciplinado y malencarado. Jugador, filósofo y amigo en los bares. Llevaba diecisiete meses sin nada. Ni siquiera en Las Tres Torres, la tasca de toda la vida, le toleraban.
Felipe, el dueño, le dijo:
―Mira Adolfo, nos conocemos y somos amigos desde hace dos años, pero esto es un negocio, el negocio que da de comer a mi familia, y no puedo permitirme tener aquí horas y horas a uno que no consume nada.
Carmen no se permitía ni un capricho, sencillamente ni debía ni podía. Raro era el mes en que Lali, su madre, no le prestaba algo. Su madre, con la pensión. A Carmen le subían los colores, a solas, cada vez que pensaba en que su madre le prestaba con una exigua pensión para salir adelante. Carmen tenía que esconder, y defender, el dinero de Alfredo, que a veces al socaire de “ser el hombre, el marido” le exigía dinero, “un hombre tiene que alternar y divertirse, y tú me debes obediencia por ser tu marido”, decía. Pero Carmen defendía ese dinero hasta las últimas consecuencias, que más de una vez resultaban en malos tratos y golpes. Ese dinero era el pan de los hijos, y antes se negaría ella la vida que el pan a sus hijos. No obstante, Dios aprieta pero no ahoga, Alfredo por fin encontró un trabajo. Repartidor de Panrico. Llevaba un mes haciendo una ruta de reparto por panaderías con una furgoneta. Eran bastantes horas pero el sueldo no estaba mal. Cincuenta mil pesetas. Hoy, último sábado del mes, Alfredo cobraría y a Carmen le corría un inmenso bienestar por el cuerpo pensando que dispondrían de más dinero al mes siguiente, y no tendrían apreturas.
PETRA
Petra era viuda y madre. Cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres. Todos salvo uno habían salido “rectos”. El tercero, Santi, era adicto a la heroína. Sus hermanos hace mucho que se habían desentendido de él y no querían saber nada. Petra le tuvo que echar de casa. La robaba, pegaba. A tal extremo llegó la cosa, que incluso temió por su vida; y le tuvo que echar. Se lo llevó un día la policía y aprovechó para cambiar la cerradura. Se tuvo que hacer de piedra para desatender los gritos y escándalos que en alguna ocasión montó en el portal para que le dejara entrar en casa. Al final, los vecinos llamaban a la policía, que se ocupaba de él. Petra estaba convencida de que Andrés su marido, débil de salud desde hacía años, había muerto mucho antes de lo debido por las amarguras que le proporcionó Santi desde la adolescencia. A pesar de todo, cada vez que le avisaban de alguna comisaría u hospital a causa de las andanzas de Santi, Petra acudía. Seguía siendo madre, pero no quería ser mártir por nada. Ni cuando alguna vez salió de prisión por pequeños delitos le admitió en casa. Tenía miedo.
Qué frío hacía cuando Antonio salió de la farmacia a las siete de la tarde. Al ver el flamante Renault 18 aparcado a pocos metros sintió un reconfortante regocijo y pensó en la, sin duda, buena tarde y noche que pasarían ese sábado Soledad y él. No sabía que había preparado su esposa para ese sábado, pero seguro que lo pasarían bien. Entró en el coche, era noche cerrada, y enfiló hacia la carretera de Extremadura y el barrio del Pilar, dónde vivía.
Manuel avivó el paso para atravesar rápido el recinto ferial de la Casa de Campo. Ni metro ni autobús, no le daba miedo andar pese a haber trabajado todo ese sábado, el “coche de San Fernando”, que es el más barato. Sí le preocupaba atravesar ese trozo de la Casa de Campo, totalmente a oscuras y vacía a esas horas. Pero aún era joven, no se acobardaba fácilmente, y, además, no tenía por qué pasar nada.
Adolfo estaba pletórico. Llevaba en el bolsillo cincuenta mil pesetas. Su primer sueldo en diecisiete meses. Había salido del trabajo, y cobrado, a las cinco de la tarde. Pensaba celebrarlo a lo grande, porque hoy sin duda, era un gran día. Ya vería cómo restregarle al estirado de su vecino Manuel que tenía trabajo, y que a lo mejor ganaba más que él. Le dolió profundamente la forma en que propició que don Andrés le despidiera. Cómo le convenció para que le echara y la altanería con que, el propio Manuel, se lo dijo. Se le quedó clavado en el recuerdo:
―Le he dicho a don Andrés que no te llame más.
―¿Por qué, Manuel? Somos vecinos, nos conocemos hace años. ¿Por qué?
―Porque mientes y dejas el trabajo en plena faena y hay que buscarte en el bar. Porque eres vago y porfiador. Le he dicho que los sábados y domingos al menos, se quede contigo o conmigo, pero con los dos no.
Aparcó la furgoneta y entró en Las Tres Torres como el gallo en el gallinero. Bromista, altanero y baladrón.
―Felipe, un botellín. Y cámbiame estos cinco talegos.
Y sin esperar el cambio ni la bebida, se fue directamente a la máquina tragaperras.
Santi tenía ya un buen mono. Llevaba horas sin darse un pico. Recorriendo, se encontró al Filete y al Lavadín, y los tres se fueron al Lago a “buscarse la vida”. Por sí veían “loros”, maletas o algo que pudiera tener valor en algún coche y “esparramarlo”. Pero no encontraron nada. Desesperados se dijeron que tenían que lanzarse y dar algún “palo”. Fueron hacia el recinto ferial en busca de alguien apropiado. Aunque de noche pocos transitaban por ese lugar, oscuro y solitario, era el adecuado para su propósito.
A Manuel no le gustaron los tipos que vislumbró, y rebasó, sentados en un banco de la Ronda del Lago. Cuchichearon a su paso. Manuel siguió su camino. Al rato oyó como los tipos andaban y aceleraban a sus espaldas.
―Oye tronco, ¿tienes un cigarro?
―Di tronco. Oye, ¿no nos oyes?
Manuel dudó sí echar a correr, pero su sentido del valor, y del orgullo (Manuel era todo lo contrario a un cobarde), se lo impidió. Llegaron a su altura y uno se le puso delante.
―Ahora, por ir de chulo, nos vas a dar todo lo que llevas, venga.
―No te voy a dar nada, y quítate de ahí.
―Venga la cartera y el reloj.
Y el mismo que se lo decía sacó una navaja, mientras con la otra mano le empujaba. Manuel, sin pensarlo dos veces, le propinó un puñetazo en plena cara y lo derribó, tenía mucha fuerza en los brazos y las manos debido al duro ejercicio de su profesión durante años. Los otros dos se abalanzaron sobre él, y empezó una pelea entre tres. Manuel era duro y bragado, se estaba haciendo con ellos, que aunque más jóvenes, como casi todos los heroinómanos, poco podían esperar de sus cualidades atléticas. Sintió otro puñetazo en la espalda, un extraño puñetazo punzante y al darse la vuelta volvió a ver la cara, ensangrentada, del tipo de la navaja. Aún más enfurecido, Manuel se dispuso a darle otra vez, pero sintió mucha humedad en la espalda y un mareo muy extraño; vio venírsele el suelo encima. Después nada.
―Rápido, troncos, vamos a pillar lo que lleve. Rápido.
Cuando los tres registraban a Manuel tendido en el suelo, oyeron acercarse un coche muy rápido por la Ronda.
―La madera, es un coche de la madera.
Y salieron disparados en distintas direcciones. Los policías pararon y bajaron al llegar a Manuel. El cabo primero dijo;
―Quédate aquí y llama. Voy a ver sí cojo a ese.
Y salió corriendo tras Santi en dirección a la Avenida de Portugal. Pese a partir con bastante ventaja, el policía, que también era joven, le comía el terreno sin la menor dificultad, ambos a plena carrera. A Santi le entró pánico. Al llegar a una de las salidas del recinto ferial lo tenía a menos de 25 metros. Santi ni lo pensó, se metió en la 4 carretera de Extremadura a oscuras, y empezó a encaramarse sobre la verja de la mediana. Miró atrás y no pudo reprimir una risotada interior al ver que el policía no se había atrevido a entrar en la carretera y corría Avenida de Portugal hacia arriba buscando el paso a nivel que estaba a cierta distancia. No le sería difícil escabullirse por las calles aledañas al Paseo de Extremadura. Pero en esa idea se acabó todo para él.
Antonio no lo vio hasta que estuvo a tres metros del coche. Apareció de golpe, en el carril central de la Carretera de Extremadura. El golpe abolló el parachoques, rompió la luna delantera e impregnó de sangre todo el recorrido del cuerpo hasta caer detrás del coche. Antonio lo detuvo a unos treinta metros del cuerpo. Y salió, en plena noche, en plena autovía, salió. Con las manos en la cabeza, sin saber qué hacer.
―Dios Mío, Dios mío; qué he hecho.
Oyo un silbato y notó cómo los coches paraban. Al levantar la cabeza, vio a un policía agitando los brazos y deteniendo el tráfico. Vino hasta él y le dijo:
―Usted tranquilícese y entre en el coche. No lo he visto pero sé qué ha pasado. Tranquilo y vuelva al coche ya, por favor.
Adolfo estaba hundido. Había salido de trabajar a las cinco y eran cerca de las diez. No llevaba en el bolsillo ni cinco mil pesetas. Lo que quedaba de su primer sueldo en diecisiete meses. Cuando salió, el bar era un funeral y él el altar. Todos los parroquianos -gente del barrio, conocidos- le miraban en silencio. Llevaban un buen rato pendientes de él, dándose codazos, comentando. Pero él estaba obcecado con la máquina. La misma máquina que hacía menos de una semana le dio el mayor premio echando unas pocas monedas de las que consiguió rapiñar a su esposa. La misma que hoy se había tragado cuarenta y cinco mil pesetas. Su primer sueldo en diecisiete meses. Iba aturdido, abrumado por un aluvión de pensamientos que le asaltaban una y otra vez. Pero lo que más le aterraba era presentarse a su esposa sin ningún dinero. Ella sabía que cobraba hoy, al contado. Él sabía que el dinero era muy necesario en casa y que Carmen llevaba todo el mes esperándolo como agua de mayo. “A ver que le digo yo a esta ahora. Seguro que me está esperando y me pide cuartos nada más entrar. Y seguro que la muy zorra de su madre la habrá estado calentando todos estos días”. Adolfo odiaba a su suegra, Lali, y ella, cuando hubo ocasión, ya le dijo todo lo que su hija no se atrevía a decirle. Todo aquello que Adolfo, ser vanidoso y débil, odiaba de sí mismo sin ser consciente de que era, precisamente, todo eso. Lali le hizo un retrato perfecto. Adolfo entró en casa y, como esperaba, Carmen salió a su encuentro casi en la misma puerta.
―Qué tal.
―Bien.
―¿Has cobrado?
―Sí, he cobrado.
―¿Dónde está el dinero?
―Donde tiene que estar.
―Adolfo, me tienes que dar casi todo a mí.
―Los niños lo necesitan, la casa lo necesita. No te lo puedes quedar, ni darme una miseria. Y lo sabes. Lo habíamos hablado, que me lo darías todo o casi todo.
―Pues he cambiado de idea. Y ya te daré. Pero te daré algo.
―No puedes hacernos esto, Adolfo.
―¿Por qué no? Soy el hombre de la casa. El padre de mis hijos y tu marido. Y haré lo que me parezca. Tú, a callar.
―Tú, lo que eres es un sinvergüenza, un golfo y un borracho. Uno que no sirve ni para marido, ni para padre, ni para hombre.
―Carmen, no sigas.
―Golfo, borracho. Qué razón tiene mi madre, cómo te conoce, cómo me ha estado advirtiendo de que no me fiara de ti, y cómo ha acertado.
Ahí fue donde Adolfo perdió los pocos estribos que aún conservaba.
―Puta tú y tu madre. Te vas a enterar.
Carmen apenas se tambaleó con el primer bofetón. Los niños, que escuchaban atónitos la bronca, rompieron a llorar. Y Carmen, brava y sabedora de sus razones, se adrezó y volvió a la quinta carga, tras otro bofetón, y otro.
―Golfo, borracho, inútil. ,
Adolfo fuera de sí, cerró el puño y la pegó. Y tras ver que, con serios esfuerzos y sangrante, aún se levantaba tras el puñetazo, para insultarle otra vez, cogió su cabeza y empezó a golpear con ella la pared.
―Que te calles, puta. Que te calles.
Hasta que cayó en la cuenta de que Carmen ya no gritaba, ni se movía y, además, sangraba copiosamente por los oídos. Se asustó y la soltó. Carmen cayó como un guiñapo. Adolfo salió disparado hacia la puerta y escaleras abajo vio a algunos vecinos asomados a los descansillos. Ganó la calle y se hundió en la oscuridad.
A Matilde la llamaron a las ocho y cuarto de la comisaría.
―Su marido ha sufrido una agresión en la calle y está en el Hospital Primero de Octubre. Esté tranquila que se encuentra perfectamente.
Cuando llegó al hospital le dijeron que Manuel estaba en los quirófanos, y se asustó, la enviaron a la sala de espera y al poco acudió un médico.
―Su marido ha sido apuñalado. En este momento está siendo operado, porque entre otras cosas la hoja se rompió y quedó dentro. Le voy a ser sincero: está muy grave. La herida ha afectado seriamente el pulmón y ha quedado a muy pocos centímetros del corazón, con lo que la cirugía y la recuperación en las primeras horas van a ser difíciles, complejas y delicadas. Todo dependerá de lo que ocurra en las próximas cuarenta y ocho horas. Sí en ese tiempo empieza a mejorar, podemos suponer que se recuperará. Sí no es así, prepárese para lo peor.
Mientras estaba dentro del coche, que tenía la luna delantera totalmente estallada y a punto de meterse en el habitáculo, Antonio observaba el enorme follón de vehículos y luces que se había formado en la carretera de Extremadura. Alguien vino a decirle que lo iban a transportar a un depósito municipal y que ya le dirían cómo y cuándo recuperarlo. Posteriormente, un policía con ropa de calle le dijo que tenían que tomarle declaración y que lo mejor era que le acompañara a la Comisaría. Al llegar, le dejaron llamar a Soledad, a la que explicó rápidamente lo que había ocurrido. Le tomó declaración el mismo funcionario. La firmó y le entregó una copia. Luego le dijo:
―Ahora se podrá usted ir a casa, dadas las horas que son y el estado en que se encuentra, si no puede coger un taxi, le llevamos nosotros. Le llamarán del juzgado para tomarle nuevamente declaración. Conste que esto que le voy a decir no es oficial, es personal, y puede que no debiera ni decírselo. Nosotros tenemos claro que usted no tuvo ninguna culpa y nada pudo hacer para evitarlo. Si la familia del atropellado no reclama, casi seguro que el juzgado cerrará el asunto rápido y sin consecuencias para usted. Además esa persona es un “viejo conocido” de la Comisaría, en fin... Bueno, lo que sí le recomiendo es que ponga el asunto en conocimiento de un abogado que indague las circunstancias y se persone por usted en el juzgado.
Adolfo, en su huida, anduvo y anduvo. Era una huida de sí mismo, de la repugnancia inconsciente que sentía de sí mismo, de la vergüenza por las miradas de los vecinos de los descansillos. Llegó corriendo al Puente de Segovia. Calle de Segovia arriba sintió ahogo y aminoró el paso. Las calles del centro estaban abarrotadas. Gentes celebrando la noche del sábado y las fechas navideñas. Su cabeza era un galimatías. Los pensamientos no duraban ni diez segundos. Pasó al lado de la plaza de toros y atravesó el Puente de Ventas. Cuando se quiso dar cuenta se encontraba en algún punto muy lejano de la calle de Alcalá, entre chalets y casas bajas. Completamente solo, en una noche húmeda, gélida y neblinosa. A las dos y media de la madrugada, decidió volver, regresar a casa. Mientras desandaba en su cabeza empezó a acomodar pensamientos reconfortantes. Pensaba que tenía trabajo. Que era un buen trabajador, como Manuel. Que no se había gastado el dinero del jornal, que había hecho feliz a su esposa y a sus hijos. Pensaba que era el hombre que no era. Ese pensamiento le reconfortaba. Le hacía feliz. Cuando cruzó de nuevo el Puente de Segovia ya clareaba el día. Qué frío. Llegó a unos doscientos metros del portal de su casa y se detuvo. Intuía que algo no iba bien. No se atrevía del todo a entrar, subir las escaleras, coger la llave... Dio un rodeo y se sentó en los escalones del callejón de la parte de atrás de la calle de su casa. En ese momento se dio cuenta de que estaba completamente helado, sintió el frío en cada célula de su cuerpo y también un cansancio atroz. Cerró los ojos. Pensó: “Dios, qué cansado estoy y qué frío tengo”. Oyó un coche que frenaba justo delante de él. Era una patrulla de la policía. Le miraban fijamente los dos. Sin dejar de mirarle cambiaron unas palabras y, en apenas una fracción de segundo, ambos salieron. Uno quedó de pie al otro lado del coche y con la vista clavada en Adolfo. El otro cruzó los tres metros que le separaban de él:
―Póngase en pie y saque la documentación.
El domingo por la mañana, muy temprano, dos policías vinieron a casa de Petra.
―¿Es usted Petra Gracia Simancas?
―Sí, soy yo.
―Debemos comunicarle que su hijo Santiago Pérez Gracia murió ayer por la tarde a consecuencia de un accidente de tráfico. Si nos permite entrar, podremos hablar con usted y explicarle detenidamente algunas cosas.
Petra se quedó en blanco, no sabía qué pensar, no sabía qué sentir. Acumulaba tanto dolor a causa de su hijo Santi que este nuevo dolor, que intuía, que esperaba, que presentía cerca, que sentía, en cada paso que daba, no le provocó más dolor ni sentimiento alguno.
Petra subió las escaleras hasta su casa. Cada día las bolsas pesaban más y las escaleras eran más empinadas, pero seguía subiéndolas. Tenía tantas bolsas, tanto dolor, que apenas le pesaban. Petra era solo dolor, un dolor que ocupaba todo su ser. Ya no sabía para qué ni para quién sufría y, precisamente por eso, ella era el compendio perfecto de la grandeza humana. Esa que nos rebela, enfrenta y empuja a luchar contra todas las miserias que nos vienen encima. Y a sufrir y padecer. Erguidos, conscientes o inconscientes, orgullosos o no, y sin saber para qué. En eso radica la grandeza de una persona, en padecer esperando mejorar, aunque no sea él el destinatario del goce de la mejoría.
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