Nemcov, Victor: Chernobyl. 25 años después, una sonrisa al futuro. Guadalturia, Córdoba, 2011. Colección Abadir Solidaria. 168 páginas. Comentario realizado por Fernando Vidal (Universidad Pontificia Comillas, @fervidal31).
Con motivo del 25 aniversario de la
catástrofe nuclear de Chernóbil, en 2011 se produjeron diversas publicaciones,
entre las cuales se cuenta este pequeño libro de testimonios de niños. De
nuevo, como en el libro Voces de
Chernóbil que Svetlana Alexievich publicó en 2005 (Siglo XXI, Barcelona, 2015), se da el protagonismo a los relatos directos
que pronuncian las víctimas. En 1996 fue publicada una colección de cartas y
diarios de niños afectados por la radiación de Chernóbil, bajo el título Rastro
del viento negro. Ese libro fue la base para una obra de teatro que representó una escuela
de Rogachov (localidad de la región bielorrusa de Gomel) que fue distinguida
con el primer premio del Festival Internacional de Teatro Infantil de Moscú. El libro
que ahora tenemos entre manos es una selección de aquella publicación de 1996,
acompañada por los testimonios de otras personas implicadas en la ayuda a
Chernóbil. El libro ha sido editado por iniciativa de la asociación cordobesa
Anida, dedicada a la acogida de los niños de Chernóbil. Varios testimonios
emocionados acompañan a lo que constituye el genuino valor documental del
libro, los relatos cortos de los niños.
La columna de un kilómetro de humo que salió
de la central de Chernóbil nos aparece como la deformación macabra de la
columna clásica, símbolo de la civilización europea. Bajo ella, un corro de
niños da vueltas y canta los testimonios de su tragedia. Sobre ellos cae una
lluvia de plata que fue calculada por quienes se beneficiaron de la industria
nuclear. Victoria Cozlova (de la ciudad de Mózir, región de Gómel) estaba con
su hermana en el bosque cuando cayó la nube de Chernóbil. “Una vez después de
la lluvia, en las hojas de los árboles se quedó una capa blanca. Mi hermana me
dijo, -Mira, es una lluvia de plata-. Hacía calor y mi hermana llevaba un
vestido playero con un gran escote. Dos años después ella murió de cáncer de
mama” (p.97). Hay varios de los niños cuyas palabras tienen, como éstas que
acabamos de leer, una fuerza desmedida y dejan en silencio. Os muestro los tres
testimonios que más han capturado.
Uno de ellos es la niña Galina Yúrkina, de la
aldea Corotcóvichi, de la zona de Zhlobin, en la región bielorrusa de Gómel
(pp.81-82). Tenía siete años cuando sucedió la catástrofe. Se encontró que “las
casas, los árboles y la tierra estaban cubiertos con polvo gris” y ella “tenía
mucha sed”. Vivía con sus abuelos en la aldea Dronki (región de Jóiniki) y
ellos hablaban de Chernóbil y la radiación. Galina pensó que había comenzado la
guerra, se asustó y pidió a sus abuelos que la llevaran con su madre. Pero “la
abuela lloraba todo el tiempo y yo pensaba que lloraba por mi madre”. A Galina
la llevaron a un hospital de Minsk, donde la internaron. “Algo había en el
hígado. Estuve en el hospital casi dos meses. Los médicos dijeron que tenía que
cambiar de clima”. Se la llevaron a otra localidad, en Kasajstán, “pero allí no
mejoré nada. Se me empezó a caer el pelo de la cabeza. Nadie quería jugar
conmigo porque yo estaba irradiada. Me llamaban ‘contaminada’. Yo lloraba”.
Galina comprobó cómo la enfermedad se extendía a estómago, riñones y tiroides,
pero “además del dolor físico tengo el dolor moral”. Galina escribe este texto
con la intención de llegar a que le escuche la Humanidad: “Si pudiera diría a
todos los hombres” que no hagan armas atómicas y busquen otros métodos de
recibir energía. “Oigan el grito de una chica simple. Ayuden a proteger nuestro
planeta”. Galina tiene miedo y no sólo de las enfermedades –“Tengo 16 años pero
tengo más enfermedades que mi abuela”- sino de tener hijos en el futuro por las
mutaciones. Dice a toda la Humanidad: “Vuelvan en sí. ¡Piensen! ¡Les ruego!”.
Galina Ródrich o
el entierro de las casas
Galina Ródich vivía en Chechersk -en la
provincia bielorrusa de Gómel- el día en que estalló la catástrofe de
Chernóbil. “Era un día primaveral lleno de sol. MI madre y yo fuimos al bosque
por los árboles. Traíamos un abedul y un serbal para plantarlos al lado de
nuestra casa. Estábamos cerca de nuestra casa cuando se produjo una tormenta
seca. No se veía el sol ni el cielo. El polvo tapaba los ojos y la boca.
Entramos corriendo en la casa. La tormenta se acabó de pronto, como apareció.
Nadie podía recordar algo parecido en su vida. Sobre los bosques y los campos,
los ríos Sozh y Dnieper, los jardines y los tejados de las casas cayó el polvo
radioactivo. Pero… no nos advirtieron…” A Galina y muchos otros escolares les
trasladaron en trenes a zonas limpias. A ella la acompañaba su madre, que era
maestra. Durante el recorrido, surgió la pregunta: “¿Por qué las abuelas hacen
la cruz cuando pasa nuestro tren?”. “Mi madre se fue al pasillo del vagón y
rompió a llorar”. Todo el entorno de Galina se vio alterado. “El río, el prado,
los manzanos se hicieron nuestros enemigos. Cesio y stroncio por todas partes…
No hacemos más ramos de margaritas. No hacemos coronas con las flores, es
peligroso”. Cuando las flores pueden matar. Galina cuenta cómo enterraron los
pueblos: “El amigo de mi abuelo vio cómo enterraban su aldea. El hombre se
petrificó. Sus pies se pegaron a la tierra, no podía moverse hasta que de su
aldea sólo quedaron colinas en los lugares donde estaban las casas. Después de
tres días tuvo un infarto y se murió. Me conmovió mucho su suerte. Quise ver
con mis propios ojos cómo entierran las casas. Es un entierro un poco
siniestro. Cerca de la casa se hace un foso profundo y grande. Vienen los
bomberos y mojan la casa de arriba abajo para que no se levante el polvo
radioactivo. Un bulldozer enorme empuja la casa en el foso de cinco metros de
profundidad. Al final queda un montón de arena amarilla sobre los restos de la
casa. Hace unos días hemos visto las cigüeñas que regresaron de nuevo a nuestra
tierra. Los pájaros siguen siendo fieles a su tierra. Nosotros tampoco podemos
abandonar nuestra tierra enferma. Tenemos que ayudarle, tenemos que recordar a
la gente que vive en esta Tierra”.
El chófer de la
matanza
El libro también incluye el relato de un
chófer que fue movilizado por la policía para un transporte especial
(pp.93-95). Cuando llegó al lugar donde había que hacer el transporte vio a un
grupo de hombres que bebían en silencio, se emborrachaban conscientemente con
la mirada perdida y un alcohol muy fuerte, como si estuvieran “en el entierro
de unas persona muy querida”. Entre ellos,
algunos vestían uniforme militar. El chófer les preguntó, -“¿Por qué
bebéis?”-, a lo que ellos respondieron, -“¿Eres nuevo? Siéntate con nosotros.
Mañana comprenderás todo”-. El chófer “no comprendía nada, pero me senté con
ellos”. Por la mañana le explicaron su misión. En las casas abandonadas habían
dejado el ganado y también en los koljoses
o coljoses –las granjas colectivas-
el ganado había quedado solo a su suerte. “Mis compañeros y yo teníamos que
llevarlos y eliminarlos. Descargábamos a los animales sobre un derrumbadero y
los hombres de uniforme los fusilaban”. “La primera noche no pude dormir. En la
cabeza sonaban el clamor de los animales y las ráfagas de las ametralladoras.
No he visto cosas tan terribles como esto. Al día siguiente teníamos que llevar
a los caballos. Jamás lo olvidaré. -¿Habéis oído alguna vez cómo lloran los
caballos?-. Lloraban, sollozaban como niños pequeños. Subes la caja del camión
y ellos ponen la cabeza sobre la cabina para no caer. Y lloran espantosamente”.
Llegaban a la enorme fosa que habían abierto y desde el camión les empujaban a
ella, “y caen en abismo rompiéndose los huesos. Yo tenía la cara tapada con las
manos y lloraba. Nunca he llorado tanto. Los lanzallamas aligeraban las
torturas de los animales… Se parecía mucho a un infierno”. Entonces el chófer
comprendió por qué había encontrado a aquellos hombres alcoholizados. “Empecé a
emborracharme para olvidar lo que había visto durante el día. Sin alcohol no se
podía dormir. Las pastillas para dormir nos ayudaban. Para olvidar lo que
hacíamos con los animales teníamos que convertirnos en seres inconscientes.
Después de trabajar allí me puse totalmente cano. Mi mujer no me reconoció en
un primer instante. Hasta mi último día no olvidaré aquella masacre. Muy a
menudo me recuerdan aquella pesadilla los sueños por la noche”.
Vosotros, los
vivos, ¿no lo sentís?
La mayoría de los niños cuyos testimonios
leemos en este libro han fallecido ya –tan prematuramente-. Nos hablan desde el
papel a los vivos y me temo que aun muertos sienten mucho más que muchos de
nosotros. El niño Miguel Vínnik -de la ciudad de Bobrúisk (provincia de
Moguiliov)- levanta su mano para pedir esperanza: “Pero algún día, cuando la
tierra se recupere, regresaremos. Si no somos nosotros, que sean nuestros
descendientes. La tierra los reconocerá. Los reconocerá y perdonará. Así lo
creo” (p.117). Esa esperanza, junto con todo el dolor y el desafío a la
Humanidad, me queda resonando en mente y el corazón pendiente en una cuestión
que nos lanza desde el libro Diana Bulico, una niña de Minsk (pp.83-86), que
nos pregunta, -“Vosotros, los vivos, ¿no lo sentís?”-.
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