martes, 25 de septiembre de 2018

Elizabeth A. Johnson: "Pregunta a las bestias". Por Ignacio Núñez de Castro

Johnson, Elizabeth A.: "Pregunta a las bestias". Darwin y el Dios del amor. Sal Terrae, Santander, 2015. 334 pág. Comentario realizado por Ignacio Núñez de Castro (Catedrático emérito de Bioquímica y Biología Molecular, Universidad de Málaga).

La presente obra de la teóloga norteamericana, Elizabeth A. Johnson, religiosa de las hermanas de San José y Catedrática de Teología de la Universidad de Fordham, llama la atención por su título, traducción literal del inglés: Pregunta a las bestias. Confieso que, a pesar del subtítulo, Darwin y el Dios del amor, me sorprendió. La expresión está tomada del libro de Job (12, 7): «Pero pregunta a las bestias y te instruirán». En su contexto la frase forma parte del alegato de Job, quien a pesar de conocer el poder del Todopoderoso como lo proclaman las creaturas, quiere discutir con Él. En el prólogo nos declara la autora la clave de lectura del libro: “pregunta a las fieras y te instruirán, a las aves del cielo, a las plantas del suelo y a los peces del mar, y te informarán”.

La autora, teóloga de profesión, intenta escribir un manual de Teología de la Naturaleza dejando hablar a los seres vivos. De acuerdo con John Haught, a quien cita repetidas veces, “el universo atrae hoy en día una enorme atención, pero la reflexión teológica todavía alberga un dualismo residual”. Elizabeth Johnson habría que enmarcarla en la serie de autores anglosajones que, respetando la autonomía de las ciencias, se esfuerzan en ubicar estas dentro del amplio círculo de sentido que evocan las imágenes reveladas del abajamiento (kénosis) y la promesa de Dios. Ciertamente el paradigma antropocéntrico ha monopolizado el esfuerzo teológico. Ante este panorama la autora quiere prestar la atención teológica al febril y floreciente mundo de la vida donde debemos “preguntar a las bestias”. Para ello entra en diálogo con Charles Darwin quedándose, así, fascinada. Como hilo conductor aparece continuamente en su libro la contemplación del “enmarañado ribazo cubierto por muchas plantas de varias clases, con aves que cantan en los matorrales, con diferentes insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran por la tierra húmeda”, último párrafo del Origen de las especies.

Quizá, al no ser bióloga de profesión, la autora quedó encantada al acercarse al mundo natural y dedica su tercera parte a resumir la obra de Darwin y a contar muchas obviedades, que podría haber omitido, dando agilidad a su lectura. A partir del capítulo quinto titulado “La morada de Dios”, cambia completamente el ritmo de la obra y aparece la visión profunda e integradora de la teóloga. Deja hablar a las bestias, a las plantas y a los animales, los cuales enseñan que existen como don. Ser creados significa que plantas y animales siguen siendo sostenidos en la vida por el Dador del don. Y si el Dador de vida se halla presente siempre y por doquier, el mundo de la vida, la morada de Dios, no está desprovisto de su bendición. La presencia del Espíritu, Señor y Dador de vida, abre una puerta a la reflexión profunda de la creación continua que mantiene el mundo en su ser y en su devenir. Las imágenes bíblicas del Espíritu, el viento que sopla, el agua que fluye, el fuego que arde, el pájaro que incuba, ensanchan la noción de “presencia de Dios”, más que las imágenes antropomórficas. En el dinamismo de la creación continua la relación es de libre donación. La misma biodiversidad manifiesta la bondad desbordante de Dios que inunda nuestra imaginación y manifiesta que el mundo natural es la morada de Dios.

El capítulo sexto explora cómo el Espíritu de Dios actúa sobre un mundo que tiene ínsita la capacidad, donada por Dios, de evolucionar por las propias fuerzas naturales, organizándose a sí mismo y alcanzando formas nuevas, emergentes y complejas. La mejor manera de comprender la acción de Dios en el mundo sería por analogía con la forma en que la iniciativa divina se relaciona con la libertad humana. La autora hace una breve reseña de las diferentes maneras de explicar la acción de Dios, en las que manifiesta una extensa bibliografía y su buen conocimiento de la teología anglosajona.

Sin embargo, esta creación tan maravillosa, empoderada por la acción pneumatológica, está gimiendo (cf. Rm 8, 22). En un espléndido capítulo la autora se atreve a dejarse impactar por la visión ineludible de que la vida crece sobre el dolor y la muerte. “Antes que una Teodicea, lo que se necesita es una investigación teológica que tome en serio la función evolutiva de la aflicción y busque reflexionar sobre su forma de operar a la luz del Dios del amor”, lo que obligará a repensar la Encarnación. Jesús tomó nuestra carne de criaturas vivas, unidas a toda la evolución del polvo cósmico del que estamos compuestos. Aunque la autora cita solamente un par de veces a Teilhard de Chardin, la cristología cósmica teilhardiana está presente en todo su libro. ¿De dónde procede este mundo y hacia dónde va? Su respuesta teológica viene dada por las formulaciones creatio originalis y creatio nova. La fe profunda y confiada profesa que el mundo existe en una relación de radical dependencia del don libre de un Dios amoroso: “Un cielo nuevo y una tierra nueva” (cf. Ap 21, 1). En nuestra era ecológica se está poniendo la atención teológica en una esperanza de la redención del mundo. En Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, la historia de la Tierra ha alcanzado su culminación. Si Dios ha creado todo, de alguna manera salvará todo, no solamente a los seres humanos. Las palabras de Jesús, que advierten que el Padre cuida hasta de los gorriones, merecen repensarlas de nuevo.

El final de obra está dedicado a la libertad humana y, por consiguiente, al pecado en la creación. Una nueva organización del sistema nervioso permitió que aparecieran los humanos con capacidades reflexivas, simbólicas y lingüísticas. La dominación del hombre sobre la Tierra por su demografía y por su capacidad de consumo y contaminación del agua, del aire y del suelo, presenta un panorama alarmante en lo que concierne a la extinción de la biodiversidad. Esto supone una gran responsabilidad del hombre; así como la biodiversidad canta la grandeza de Dios, la extinción de algunas especies, al romperse el equilibrio ecológico, está borrando la huella de la bondad divina. Precisamente, el último capítulo dedica una reflexión sobre la ecología integral. Todos somos criaturas. La Tierra está pasando por una agonía y los discípulos de Jesús no pueden seguir dormidos en el huerto. La obra apareció en su edición inglesa en 2014, un año antes que la encíclica Laudato si’ del papa Francisco. Es una pena que la edición en español, que reseñamos, no tenga un apéndice complementario, comentando el documento papal, lo que enriquecería al conjunto de este libro.

En conclusión, nos encontramos ante una obra muy interesante y bien escrita que se inserta en el panorama teológico anglosajón. Algunos de sus autores han sido traducidos por Sal Terrae, lo que merece ciertamente la atención y el agradecimiento a la editorial, ya que facilita al público de lengua española su lectura. La eliminación de su primera parte hubiera agilizado la lectura, como hemos indicado.

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