viernes, 12 de junio de 2020

Aldo Schiavone: Poncio Pilato. Por Fernando Vidal

Schiavone, Aldo: Poncio Pilato. Un enigma entre historia y memoria. Trotta, Madrid, 2020 (edición original de 2016). 199 páginas. Traducción de Alejandro García Mayo. Comentario realizado por Fernando Vidal (@fervidal31).

¿Estamos ante el mejor libro escrito sobre Poncio Pilato? Desde el punto de vista historiográfico, sin duda. Máximo rigor y también una profundidad que deja lugar a la apasionante pregunta por qué pasó de verdad en aquel encuentro crucial para la Historia.

En la primavera de 2020 se ha publicado la traducción española del Poncio Pilato que ha estudiado el prestigioso historiador italiano Aldo Schiavone. Un libro tan científico como apasionante. Todo el tiempo se sujeta a los datos documentales y va presentando las hipótesis más probables y congruentes. Esa sujeción historiográfica es lo que hace que durante la lectura no dejemos de estar centrados en busca de la experiencia del Pilato real. Schiavone no se limita a unir datos, sino que tiene una tesis fuerte y profundiza en las posibles intenciones. Es un libro magnifico, claro, que nos deja hondas preguntas, pasión por la ciencia y una mayor atracción todavía por aquel hombre al que la crucifixión de Cristo hizo pasar a la historia.

El credo niceno-constantinopolitano asoció definitivamente el nombre de Poncio Pilato a Jesús y no lo hizo por la mera referencia histórica, sino que Schiavone cree que fue “por algo más sustancial. En esa elección se escuchaba el eco, ya lejano, de una cuenta por saldar, una verdad que no debía perderse del todo. Los dos nombres debían estar juntos, como aquella mañana en la que se consumó lo innombrable. Para siempre” (p. 181).

La tesis de fondo es que Pilato comprendió que Jesús había asumido su ejecución y que eso formaba parte de una entrega que constituía un sacrificio de dimensiones que le sobrecogieron, desbordaron todo lo que había conocido. El propio Evangelio habla de que Pilato se “espantó” al entender lo que estaba realmente pasando. La condena de Jesús por parte de Pilato fue “una claudicación ante el poder de la profecía de Jesús sobre sí mismo -ante la inevitabilidad de la muerte del prisionero“ (p. 180). Si esta tesis no ha estado en primer plano, ha sido, según el historiador, porque “era una verdad difícil de contar, que fácilmente podía malinterpretarse y romper el delicado equilibrio entre libre arbitrio y precognición del designio de Dios -entre la naturaleza humana y divina de Jesús” (p. 180). Pero a la vez tampoco fue nunca ocultada, sino que ha llevado a que la figura de Pilato permanezca en la ambigüedad en todas las fuentes, en medio de una niebla que cualquier texto le rodea. El secreto “no podía revelarse, pero tampoco extinguirse del todo” (p. 179). 

En la tradición cristiana -tanto en las fuentes canónicas como apócrifas- “Pilato desempeña un papel positivo: quiere llevar a cabo una investigación rigurosa” (p. 178), declara la inocencia de Jesús, busca tres modos de salvarlo y, tras su decisión, su vida queda en una suspensión interrogado por aquel nazareno. Tertuliano reconocía en Pilato a “un cristiano de corazón”. 

Schiavone reconstruye la vida de Pilato a través de todos los documentos existentes, pero no soluciona el misterio central porque es parte de la relación íntima que se contempla entre Jesús y él -solo con Pedro muestra el Evangelio tal exposición de intimidad- y porque en el núcleo de ese encuentro está el mismo misterio de la Salvación. 

El historiador reconstruye el proceso a Jesús y lo hace con dominio ya que es especialista en historia del derecho romano y del mundo romano en su conjunto. Del pasado de Pilato casi nada se puede decir. Emerge de la oscuridad de la historia y tan solo suponemos que tuvo un pasado militar, tras el cual ascendió a la responsabilidad de gobernar Judea para Tiberio, en gran parte tutelado por el gobernador de Siria, de mucho mayor poder que él por la importancia de la provincia. A lo largo del recorrido Schiavone va verificando las distintas versiones que hay en los Evangelios del encuentro entre Jesús y Pilato. La historia es conocida popularmente y Schiavone trata de cribar cuál es la versión más verosímil de lo ocurrido, con la intención de que nos encontremos con el Poncio Pilato más real posible. 

Así, comienza estableciendo un hecho conocido. Jesús no es detenido en el Huerto de los Olivos por los romanos, sino por los guardias del Templo, un cuerpo dependiente del Sumo Sacerdote que iba armado solo con bastones, principalmente destinado a proteger el orden en el Templo. Le detienen de noche para que la multitud que el día anterior le recibió en Jerusalén no se rebele. Los romanos solamente protegen el marco de esa operación decidida por el Sumo Sacerdote Caifás. Obviamente Pilato estaba informado y aceptó asegurar la operación. Por otra parte, Pilato “quizás carecía de información fiable y de primera mano sobre Jesús” (p. 31). 

Antes de juzgar a Jesús, Pilato forzó que el Sumo Sacerdote formulara la acusación concreta por la que se le prendía y llevaba a comparecer ante el tribunal de Pilato. El gobernador administraba todo el proceso discrecionalmente. Jesús no era ciudadano romano ni se podía acoger a ningún régimen jurídico. Estaba absolutamente disponible a la voluntad de Pilato. No existía ninguna garantía jurídica que se tuviera que cumplir. Lo que se va a jugar todo el tiempo en el proceso es el equilibrio político entre el poder de la aristocracia judía y el poder romano. Roma buscaba un gobierno prudente que permitiera cierta autonomía de las aristocracias locales y Pilato no quería ni debía romper ese equilibrio. Si obligó a que el Sumo Sacerdote concretara la acusación, fue para que ese pueblo que había aclamado a Jesús no se echara encima de Roma acusándola de haber matado indiscriminadamente a ese personaje del que Pilato no sabía nada, salvo que molestaba al alto clero judío. Pilato se comportaba como si temiera que el Sumo Sacerdote y su sanedrín le pudieran estar tendiendo una trampa: llevarle a matar a Jesús -librándoles de un adversario- y posteriormente, echarle encima al pueblo judío -atacando así a su otro enemigo, Roma-. Por esa razón, Pilato les exige que le digan de qué se acusa a aquel nazareno. 

Lo más probable es que tras detener a Jesús en Getsemaní fuera conducido a la casa de Anás, el suegro de Caifás y que había sido su antecesor en el cargo de Sumo Sacerdote (entre los años 6 y 15). Los altos cargos del sacerdocio estaban dominados por una pequeña élite de familias. Los cinco hijos de Anás fueron sumos sacerdotes (p. 37). Caifás -que era el sobrenombre y su verdadero nombre era José- llevaba en el cargo de Sumo Sacerdote desde el año 18 o 19 -nombrado por el gobernador Valerio Grato- y estaría hasta el mismo año en que Pilato dejó su cargo, el 36. 

Al ver que Pilato no asumía la custodia de Jesús sin que se le acusara de algo específico, Caifás convocó de urgencia al sanedrín antes de que acabara la noche. De nuevo actúa con nocturnidad para evitar posibles reacciones del pueblo. La reunión del sanedrín la noche anterior a Pascua y en una casa privada -la de Anás- revestía un carácter de excepcionalidad e irregularidad que debió de extrañar a muchos. Jesús es interrogado por Anás -seguramente en presencia de su yerno Caifás- acerca de su enseñanza y sus seguidores. Jesús sabe que no es una pregunta bien intencionada. No es, de hecho, ni siquiera una pregunta. Jesús no responde directamente, sino que cuestiona la propia pregunta que hace. Él ha hablado abiertamente, todo el mundo le ha escuchado y por eso le han detenido: “Entonces, ¿por qué me interrogáis?” (Juan 18, 21). 

Es entonces cuando uno de los guardas del templo le golpea: “¿Así es como respondes al Sumo Sacerdote?” (Juan 18, 22). Jesús no responde a esa violencia en su mismo plano, sino que de nuevo cuestiona el hecho mismo de la violencia: “Si he hablado mal, muéstrame dónde está el mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?” (Juan 18, 23). Es “la capacidad de Jesús… para desvelar… la impostura de la instrucción y la arbitrariedad irracional de la violencia” (p. 44). Todo estaba conjurado, era una conspiración en la que la cúpula sacerdotal había decidido de antemano que Jesús debía morir. Ese va a ser su único objetivo todo el tiempo hasta que su cuerpo expire en la cruz. Ninguna otra consideración les distrae, compensa ni hace dudar. Querían matarle y solamente el gobernador romano tenía poder para ejecutar la pena capital. 

“En esa época ni siquiera en Roma existía algo así como un ‘derecho penal’ propiamente dicho, en el sentido moderno de la expresión, sino tan solo una serie de leyes públicas, interpretadas” (p. 61). El proceso de Jesús no se sujetaba a ningún Derecho, sino que el gobernador tenía “el poder de vida y muerte y carecía de cualquier atadura desde un punto de vista estrictamente legal”. (p. 61). Todo el proceso a Jesús fue político. Los frenos que moderaban e inclinaban las decisiones del gobernador eran coyunturales, discrecionales y políticos. 

Aldo Schiavone esboza un útil y hábil marco de la convivencia de los judíos bajo el imperio romano y la posición que alguien como Jesús jugaba en toda esa dinámica. Insiste en la relación problemática entre judaísmo y romanidad. El caso judío era una singularidad, un caso único que no se habían encontrado en ningún lado debido a la relación que tenían con Dios y el papel de lo religioso en sus vidas individuales y colectiva. Pilato fue especialmente apático para comprender la excepcionalidad judía y mostraba un desprecio permanente por el fanatismo religioso. Ese fue uno de los motivos de que Jesús le intrigara y se sintiera atraído por él: se sintió más cerca de su esencialismo espiritual y su talante. 

Los poderes de Caifás eran los que el gobernador le permitía. En general, en la larga colaboración que hubo entre ambos -Pilato le heredó en el cargo y no le depuso nunca- le consintió el control sobre el Templo -que se regía como una pequeña ciudad autónoma-, su propio cuerpo policial, capacidad fiscal y algunas competencias administrativas. El autor abunda con síntesis y claridad en la relación entre ambos poderes y cómo había evolucionado la relación entre Pilato, Caifás y la aristocracia judía, y cómo se resolvieron varios conflictos que hubo ente ellos. Ayudan a comprender cómo estaba el estado de cosas entre ellos en el momento en que Pilato tiene que enfrentar el destino de Jesús. 

Pilato no tenía por qué interrogar siquiera al prisionero, sino que podía dictar su ejecución sin ningún tipo de consideración. Sin embargo, quiere dejar claro que es el clero judío quien lo acusa y pide su ejecución. Por eso les pregunta “¿Cuál es la acusación que tenéis contra este hombre?” (Juan 18, 29). El delito que señalan es claro: dice que es el rey y alienta a no pagar los impuestos romanos. Para Pilato no es suficiente y les reprocha que entonces le juzguen ellos. Los sacerdotes muestran claramente su intención: “No nos es lícito dar muerte a nadie” (Juan 18, 31). Quieren que muera a toda costa. 

Pilato, repetimos, no tenía por qué interrogar a Jesús, pero hizo que lo trajeran a su presencia y le preguntó “¿Eres tú el rey de los judíos? (Juan 28, 33). Schiavone se pregunta en qué lengua se comunicaron. ¿Había aprendido Pilato arameo? ¿Tenían un traductor? ¿Hablaba Jesús griego? Jesús fue criado a las afueras de una ciudad helenista en la que sin duda la familia carpintera hacía sus servicios. 

¿Es histórico este encuentro entre Pilato y Jesús o es una invención posterior? Aldo Schiavone cree que todos los indicios informan positivamente sobre su historicidad. “Su excepcionalidad no parece una invención de la memoria cristiana” (p. 103). Es muy probable que incluso se levantara acta y que un informe escrito por el propio Pilato a Tiberio fuera enviado a Roma. Fuentes posteriores hablan de dicho reporte, lamentablemente perdido. 

Jesús continúa haciendo una interpelación que cuestiona los principios y lo que hay detrás de la pregunta que le hace Pilato. Todo el tiempo eleva varios grados el centro de la cuestión. “¿Eres tú quien lo dice o son otros los que te lo han contado?” (Juan 18, 34). En una sola frase, Jesús deja claro a Pilato qué es lo que está ocurriendo allí: han decidido su muerte y Pilato no tiene iniciativa en aquella acusación de la que no sabe nada porque no ha investigado. Muy probablemente sabría datos generales de Jesús, pero no se había metido en el núcleo de lo que se estaba jugando dramáticamente y que iba a transformar radicalmente la historia de la Humanidad. 

Lo sorprendente es la actitud de Pilato: quiso profundizar en lo que pasaba, quién era aquel hombre y no lo hizo con condescendencia, se produjo un encuentro profundo y un diálogo entre ambos, que cada vez los llevaba a profundidades más hondas. ¿Estamos ante uno de los diálogos más importantes de la historia? El mayor. 

“Pilato acepta de momento entablar una relación no tan asimétrica” con Jesús, “impresionado por la personalidad del prisionero”, en el que claramente captó un “excepcional magnetismo” y “una fuerza carismática enorme” (p. 103). “El interrogatorio se transformó así, al menos de momento, en un auténtico diálogo” (p. 103). 

Pilato no se queda en un diálogo en el mismo plano que había planteado a Jesús -en donde se había presentado en medio de un conflicto entre Jesús y los judíos-, sino que el gobernador pregunta a Jesús sobre qué papel le corresponde a él: “¿Soy acaso judío?”, cuestiona Pilato (Juan 18, 35). Es TU pueblo quien te ha traído ante mí, dice Pilato. Él se sale del escenario, pero no para desentenderse de Jesús ni para ponerse en un punto intermedio en el que no se viera afectado, sino que Pilato trasciende el diálogo entre judíos o entre Roma y los judíos, y se sitúa en un marco universalista. Los judíos son TU pueblo, yo soy otra cosa que no es judío. No pone a Jesús ante Roma sino que los pone a ambos ante la condición humana. La pregunta siguiente todavía les lleva a otro plano diferente, que es del orden personal, de la propia vida: “¿Qué es lo que has hecho?” (Juan 18, 35). Implica un segundo interrogante derivado: ¿qué es lo que estás haciendo ahora mismo, Jesús? ¿Qué es lo que estoy haciendo yo? El diálogo es personal entre Jesús y él. Sin duda estaban presentes muchos otros, pero parecían solo existir Pilato y Jesús. “Es una especie de paso atrás… Es como si la investigación volviese a partir de cero” (p. 106). 

Jesús lleva a Pilato entonces mucho más allá. Comenzaron en el plano de la mediación entre Jesús y los judíos, saltaron ellos dos ante la condición humana (tú eres judío, yo no) y seguidamente se sitúan en el aquí y ahora, en la vida misma, la realidad presente: ¿qué haces? ¿Qué hago? La respuesta del prisionero va a llevarle más lejos de lo que nunca había ido Pilato en su vida: “Mi reino no es de este mundo”, si fuera de este mundo me hubieran defendido. Jesús destapa la realidad última de la situación en que se encuentran: el poder de Pilato y del propio Tiberio no es el poder último. Hay un poder más fundamental. Hay un reino que envuelve este mundo y del que Jesús es rey. Jesús tiene plena conciencia de su responsabilidad divina. Su actitud con Pilato no es defensiva, agresiva ni indignada, sino que es un encuentro hondo y personal. 

Pero hay algo más que está en el centro de la tesis de Aldo Schiavone: Jesús no se va a defender ni a luchar. El ejercicio del poder para liberarse está fuera de las posibilidades. Esa indefensión voluntaria de Jesús tuvo que crear una vasta impresión en Pilato. 

Además, esa afirmación de Jesús conecta con la que era la mayor preocupación de Pilato en su ejercicio como gobernador: la pretensión teocrática del clero judío. Jesús está “dándole la vuelta a la tradición de la teocracia judía. El poder de Dios ya no se refleja sin mediación sobre el poder mundano”, es “un Dios que ya no coincide con el Dios de los ejércitos ni ocupa el lugar del legislador soberano” (p. 112). “La majestad de Dios no se mide con la fuerza de las armas: Jesús está cargado de cadenas y sin embargo eso no le impide presentarse como Hijo del Todopoderoso” (p. 112). 

Pilato tuvo que quedarse estupefacto porque Jesús no renunciaba al mundo ni era un espiritualista, sino que emplea la palabra “reino”, pero revelaba una nueva teología política. Jesús despolitizaba al clero y a la propia entidad nacional israelita, para repolitizarla desde una instancia mucho más profunda que no sacralizaba ningún poder terrenal y renuncia a la violencia. “La autonomía de ambos mundos en el plano histórico es, al mismo tiempo, garantía de libertad y condición de un continuo desgarro” (p. 114). 

Esa autonomía lleva a que el Hijo de Dios encadenado no sea liberado por los poderes celestiales: “el Hijo encadenad o frente a Pilato es prueba de este espesor [de la libertad humana], de este relieve irreductible de lo humano” (p. 116). 

Aldo Schiavone asienta un afirmación fuerte: “Jesús no se rebela ante Pilato, no discute su posición…. Para él, los romanos no son los opresores de su pueblo… Para Jesús los romanos… son la encarnación por excelencia del poder mundano… No rechaza el poder de Pilatos, sino que se limita a mostrar sus límites, contraponiéndolo con el otro reino” (p. 116). “La existencia sobresaliente del primer reino se incrusta, por así decir, en el segundo” (p. 114). 

Hay otro elemento de profundidad que detecta Schiavone: la parusía -el momento de su regreso al mundo- es impredecible, Jesús no lo sabe. Solo el Padre sabe (Mateo 24, 36) el momento del final de los tiempos. La implicación trinitaria es obvia. 

Pilato estaba fascinado por aquel Jesús y tanto sus acompañantes romanos como los judíos debían estar atónitos de la relación y diálogo que se había entablado entre ambos. Todo esto estaba complicando mucho el objetivo del alto clero. 

Pilato da otra vuelta, como en una espiral que seguía evolucionando sus niveles epistemológicos: primero juzgan desde lo judío y lo romano, luego desde el universalismo, en el tercer nivel desde la persona misma y su vida (¿qué es lo que has hecho?), y en un cuarto salto desde el reino que no es este mundo, que no se reduce a este mundo, que sustenta este mundo. 

Pilato da otro salto y va a la ontología misma: entonces, ¿eres rey? (Juan 18, 37). No es una pregunta retórica ni irónica, sino que está motivada por una intriga genuina del gobernador ante aquel reo que ya había renunciado a defenderse. Jesús no se relacionaba con su juez desde el punto de vista de la utilidad ni el miedo y eso era un acontecimiento que hizo que Pilato saliera de todo el marco comprensivo con el que había vivido hasta ese momento. Con ese “entonces”, Pilato muestra que todo está en el aire, que no da nada por sentado ni acepta la palabra de los sacerdotes. 

Jesús asume el plano ontológico. He nacido para ser rey, para esto he venido al mundo. Jesús alude al origen más allá del seno materno y desvela su misión: dar testimonio de la verdad. Existe una verdad que es la que sostiene todo y que está más allá de la pregunta sobre si es o no es rey. No se queda en una especulación o afirmación, sino que compromete a Pilato en su respuesta: “El que esté de parte de la verdad que escuche mi voz”. 

“El reino de Dios no es superior por manifestar mayor poder, sino porque es el reino de la verdad”, extrae Schiavone (p.119). Pilato se da cuenta de que están en otro nivel y prosigue: ¿qué es la verdad?”. “Ya no se trata de un interrogatorio. Progresivamente, casi sin darnos cuenta, nos hemos trasladado del pretorio de Judea a un diálogo platónico” (p.121). Schiavone señala que, junto con las preguntas y respuestas, hay que valorar el supremo papel del silencio entre ambos. Insiste en que “el cuadro no tiene nada de inauténtico o de construcción artificiosa. La pregunta aflora de un modo completamente natural, espontáneo”. 

Critica la interpretación que hace Nietzsche cuando cree ver a un Pilato sarcástico ante el uso que Jesús hace de la categoría “verdad”. “Pilato no busca imponerse. No tenía ninguna necesidad. No hay desprecio, ni menos aún la ‘anulación’” que señala Nietzsche de Jesús. En Pilato, “su pregunta no es destructiva, como pretende Nietzsche; es genealógica” (p. 121), busca el fundamento último de esa misteriosa y subyugante singularidad llamada Jesús. 

Pilato entendió bien lo que estaba revelando Jesús en último término: que Él era la verdad: “Jesús mismo era la verdad… no su doctrina… sino él mismo en su totalidad, su esencia, su ejemplo, sus elecciones, su modo de actuar en el mundo” (p. 122), lo que en ese mismo instante estaba haciendo con Pilato. 

Hasta ahora todas las citas evangélicas que hemos referido son joánicas. Efectivamente, Schiavone otorga a Juan una mayor fidelidad a los hechos. Solo Mateo, por ejemplo, cuenta la intervención de Procla, la esposa de Pilato (el nombre se sabe por el apócrifo Ciclo de Pilato), a partir del sueño que sufrió al ver al “justo” aprisionado. 

El historiador tampoco da crédito a que Jesús haya sido trasladado ante Herodes Antipas (hijo de Herodes el Grande), algo que solo cuenta Lucas, que regía en Galilea (Pilato solo dominaba Judea) bajo el estatuto de príncipe vasallo. Schiavone admite la posibilidad de que herodes Antipas estuviera durante esos días en Jerusalén con motivo de la pascua. No ve ninguna razón para que Jesús fuese llevado ante el príncipe porque Jesús “no podía sustraerse a la jurisdicción romano-judaica”. También ve muy difícil un traslado y regreso en esa mañana tan densa. 

Tras ese diálogo ontológico sobre la verdad, Pilato saca su conclusión: “Yo no encuentro en él motivo alguno de condena” (Juan 18, 38). En Lucas nos dice en ese momento que lo ha examinado delante de los acusadores y no encuentra ninguna de las acusaciones que se formulan , no es un “corruptor del pueblo” (Lucas 23, 13-14). Es decir, concluye que Jesús no está induciendo a no pagar tributos a Roma y, menos todavía, levantando al pueblo contra la autoridad del César. No quiere deponer al gobernador, al César ni a ningún rey o príncipe de este mundo. No existe en él ningún rasgo zelote de subversión ni violencia -los zelotes actuaban como “una auténtica guerrilla” (p. 77)-. Pilato se encontraba un hombre no solo religioso, sino que se declaraba el Hijo de Dios, pero que era inclasificable. Era inclasificable en relación al politeísmo imperial y no era un hombre divinizado al modo de Augusto: su reino no era de este mundo, mientras que los divinos emperadores eran todo lo contrario. Tampoco le valían a Pilato los esquemas que tenía del mundo judío, que había estudiado. No era saduceo, ya que Jesús desbordaba la epistemología escriturista de la Torá y entraba en un plano oral y filosófico: Él mismo se instituía como autoridad. El saduceísmo era la tradición de la élite aristocrática judía y “eran los más tibios a la hora de sostener la excepcionalidad de su religión” (p. 74). Jesús no era escriturista, pero la religión -la vinculación con Dios- hacía que toda la realidad fuera excepción, algo único. Desplazaba la fuente de la razón -la verdad-, a Dios. Pilato conocía bien a los saduceos porque él mismo les había dado más poder del que tenían, tras una época de debilitamiento. 

Jesús tampoco era fariseo: no mostraba un sentimiento antirromano, reconocía el poder mediacional de Pilato, no había revanchismo en su actitud ni palabras. En Jesús había “un sustancialismo ético como no se había visto igual” (p. 75) y Pilato lo estaba recibiendo en una situación extrema donde se jugaba la vida y la muerte. A los ojos de Pilato, tampoco podía ser esenio, ya que tenía una amplia vida pública y había sido acusado de glotón y compartir mesa con publicanos. Tampoco encontraba en Jesús la hostilidad esenia contra Roma. Lo único que pudo concluir para sus parámetros sobre el mundo judío, es que Jesús era compatible con su proyecto de helenización y laicización de Judea. Su razonamiento era universalista y rechazaba la teocracia. 

En ese punto, Pilato intenta tres transacciones para salvar la vida a Jesús, pese a que este haya renunciado a defenderse ni haya solicitado expresamente su absolución. Primero, pone al alto clero judío ante una elección imposible: preferís que libere a Jesús de Nazaret o a Jesús Barrabás (el nombre Jesús fue eliminado posteriormente por los coitas como respeto a Jesucristo). Pilato hace varias cosas a la vez. Primero, reconoce una regla exclusivamente judía: la liberación de un preso por pascua. Segundo, les deja una salida amable al clero ya que no tienen que perder ni echarse atrás en su acusación. Tercero, les pone ante una decisión ante la que su dignidad religiosa y sacerdotal les impide elegir: ¿liberáis a un asesino condenado o a Jesús? Aldo Schiavone cree que Pilato no eligió casualmente a Barrabás, sino que buscó una opción imposible de dudar. Barrabás era una figura famosa condenada a muerte por haber matado durante un motín contra los romanos. Esta es la cuarta trampa de Pilato: si el clero elegía a Barrabás, estaba agrediendo a Roma y justificando el amotinamiento. Quizás, incluso, admitiendo complicidad, pues era usual que la élite usara a estos violentos para operaciones contra el poder romano (p. 132). 

Algo muy importante es a quién estaba planteando Pilato esa disyuntiva. Los sinópticos dicen que era al pueblo. Tradicionalmente se visualiza una masa de judíos que por su cantidad representaba al pueblo de Israel. Schiavone niega la mayor. Primero, porque la arqueología ha demostrado que no existe un espacio físico donde pudiera congregarse una masa multitudinaria. Segundo, porque todo el proceso había sido llevado a cabo con el mayor secretismo (se le captura de noche y también se convoca con nocturnidad al sanedrín). ¿Por qué ahora congregar a un pueblo que el día anterior había aclamado a Jesús? Según Schiavone, no hay razón ninguna para ese cambio de actitud del pueblo. Las élites no manejaban al conjunto del pueblo, sino a grupos afines. Caifás conspiró en secreto para capturar a Jesús, No movilizó a las masas y no se encuentra ningún tipo de propaganda masiva en la que se tratara de manipular la opinión del pueblo. Más bien se quiere todo lo contrario: sustraer este procesamiento al ojo público. Exponerlo al escrutinio de todo el pueblo hubiera sido introducir un riesgo extremo. Es más, el juicio de Pilato les iba muy mal y apelar al pueblo que había aclamado la entrada de Jesús en Nazaret les hubiera dejado en mucha peor posición. 

Schiavone cree que en ese espacio en el que Pilato hace elegir entre el asesino y Jesús, solo estaban los sumos sacerdotes, el sanedrín -cuyos miembros vendrían posiblemente acompañados de sus sirvientes- y un destacamento de los guardias del templo. Schiavone ve difícil que los romanos hubieran permitido el acceso a partidarios de Barrabás, quienes, din duda, serían cómplices del motín y asesinato. 

¿Entonces por qué se habla de todo el pueblo y de una multitud cuando en realidad solo podían ser aproximadamente unos centenares a lo sumo (p. 137)? En el Evangelio de Juan no se menciona que fuera el pueblo quien acusara a Jesús ni participara en ningún momento. “Para Juan, el ‘pueblo’ nunca participa en los hechos. Y debemos tomarnos muy en serio su ausencia” (p. 134). Schiavone acusa a los sinópticos de usar una fórmula en la que se quería dejar muy claro la acusación de deicidio a todo el pueblo de Israel, “recordarles a todos los lectores que la muerte de Jesús fue responsabilidad de todo el pueblo judío” (p. 137). 

Asombrosamente para Pilato, prefirieron liberar a un asesino, antes que a Jesús. “Un Pilato incrédulo y desconcertado habría repetido hasta tres veces su pregunta a los judíos” (p. 139). Los Evangelios coinciden en ese momento al señalar que Pilato quería liberar a Jesús, esa era su intención y para eso había planteado aquel falso dilema. El desprecio que sentiría Pilato contra los sumos sacerdotes y sus cómplices sería extremo, le repugnaría a la conciencia. Pilato insiste en la inocencia del prisionero: “¿Qué mal ha hecho? No encuentro en él ningún motivo para que haya de morir”. Schiavone continúa creyendo veraz estos hechos. Sin embargo, no otorga credibilidad al lavado de las manos. 

“No podemos creer una sola palabra de este pasaje” de Mateo (p. 140), el lavatorio de las manos y la automaldición del pueblo judío: “Caiga su sangre sobre nosotros y nuestros hijos” (Mateo 27, 25). Para Schiavone es “el punto cero en la genealogía del antisemitismo cristiano” (p. 140). 

¿Por qué cree que eso no ocurrió? El ritual del lavado de manos es “específicamente hebraico y completamente ajeno a la propia cultura” romana (p. 140). Además, se tenía que haber hecho después del sacrificio, no antes. “A Pilato jamás se le habría pasado por la cabeza una extravagancia tan humillante” para él mismo. Es incongruente con todos los conflictos que se conocen entre Pilato y la élite judía. Tenía que haber sido hecho delante de todo el público presente, lo cual hubiera causado una conmoción. Además, hay una incoherencia mayor: Pilato no se deshace del proceso, sino que lo continúa. El lavatorio no es un punto final, sino una incoherencia (p. 141). Pilato no solamente no se desentiende, sino que se compromete progresivamente hasta el último momento de la condena. Desde el punto de vista comportamental y actitudinal, no es coherente (p. 141). Además hay una gran artificiosidad en la respuesta a coro de una fórmula tan compleja: caiga su sangre sobre nosotros… Para Schiavone es otra pieza dirigida al “resentimiento de una pertinaz pulsión antijudía” (p. 142). 

Pilato intenta una segunda manera de salvar a Jesús: la flagelación en vez de su muerte. “La idea de Pilato sigue siendo la de salvar a Jesús. Es la hipótesis más verosímil” (p. 143). Al castigo físico brutal que lo cubrió de sangre, Pilato decidió sumar la humillación moral por las burlas, la corona y el manto, ridiculizando la pretensión de ser rey. Tuvo que ser decisión de Pilato esa presentación de Jesús. “Es difícil pensar en los excesos de la soldadesca fuera de control” (p. 144), dada la excepcionalidad del proceso y el interés e implicación de Pilato por Jesús. Pilato hace sacar a Jesús ante la vista de sus acusadores. El móvil de Pilato era “exhibir la devastación de Jesús para salvarle la vida (pp. 144-145). “Aquí está el hombre” (Juan 19, 5), les dice. 

Pilato de nuevo ve que fracasa su vía de salvación de Jesús, porque insisten en la crucifixión. Entonces, indignado, improvisa de nuevo una tercera vía: “Tomadlo vosotros y crucificadlo, pues no encuentro en él ningún motivo de condena” (Juan 19, 6). Les pone ante algo imposible: ellos no podían matar. Pilato logra algo importante: los acusadores se sinceran sobre cuál es su verdadera acusación contra Jesús. “Debe morir, pues se ha dicho hijo de Dios” (Juan 19, 7). Es decir, Jesús es un sacrílego blasfemo y ellos han buscado su condenación por conspiración contra el poder romano (rey y exhortación de no pagar impuestos). La acusación formal se les ha venido abajo al alto clero y ya solo pueden apelar a lo que de verdad estaba regulando aquel pulso con el gobernador: el poder político que tiene la aristocracia judía quiere matarlo. 

“Cuenta Juan que Pilato, al oír estas palabras quedó ‘espantadísimo’ (Juan 19, 8). Antes, tanto Marcos (15, 5) como Mateo (27, 14) hicieron referencia a su “estupor” ante la conducta de Jesús” (p. 147). Revela el grado de implicación emocional de Pilato, que por tres vías había buscado liberar a Jesús y su escándalo por la injusticia irracional que estaba cometiendo el alto clero. Schiavone incluso piensa que es muy probable que Pilato haya reaccionado religiosa o supersticiosamente ante ese Jesús. Esa sensibilidad espiritual sería coherente con las extendidas doctrinas pitagóricas y era el modo común de los romanos de la época, una convivencia de racionalidad crítica e influencia de lo mistérico. Todo muestra que Pilato había captado y se había implicado extremadamente con el misterio que era Jesús 

Pilato llevará incluso un paso más allá su compromiso: no solamente había declarado ya tres veces su inocencia, sino que en ese momento comienza de nuevo desde cero el interrogatorio. “¿De dónde eres?” (Juan 19, 9), le pregunta, No busca información que ya conoce, “son otros orígenes los que quiere descubrir… La pregunta tiene una resonancia metafísica explícita… La pregunta ya no giraba en torno al examen de un crimen, sino a la naturaleza y la misión de quien tenía enfrente” (p. 150). 

Aquí el silencio de Jesús cobra un papel todavía mayor. La tensión que estaba viviendo Pilato tenía dos fuentes. Primero, estaba en medio de un conflicto de consecuencias imprevisibles. El poder judío exigía -hasta la amenaza contra Pilato, como vamos a ver- sin posibilidad de negociación y con maximalismo la ejecución de Jesús. Era la exigencia de mayor magnitud que le habían hecho hasta el momento y podía llevar a la ruina política del gobernador. Sin embargo, Pilato extrema el riesgo de resistirse a sus pretensiones. Junto con ese conflicto material, está ante un conflicto interior del que no acaba de ver el alcance: el misterio de Jesús. 

Pilato se exaspera ante el silencio de Jesús: es un nuevo nivel ontológico que es terreno incógnito para él: “¿No me hablas?” (Juan 19, 10). Si todos callaran, si se hiciera silencio a tanto grito, ruido y mentira. Si el poder callara. Si la violencia callara. Ante su furia, el silencio de Jesús no es negación ni elusión, sino una respuesta positiva y propositiva, un desafío que va a la raíz misma del problema. 

Pilato no entiende ese nivel y reta a Jesús: “¿No sabes que tengo el poder de liberarte y de crucificarte?” (Juan 19, 10). Jesús le dice quién es de verdad Pilato: “No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiese sido concedido de lo alto” (Juan 19, 11). Esta revelación abisma a Pilato. Él ES el gobernador, ES el poder, ES Imperio y Roma. Y eso es lo que le dice que no es: es una concesión que se le da y que está usando con libertad y consecuencias. “Con estas palabras, Jesús destruye radicalmente la autonomía y absolutidad de Pilato… Es el poder específico de Pilato sobre él lo que no vale nada, de no ser por la intención de Dios” (p. 151). 

Pilato extrema el cuarto intento de liberación y trata de negociar de nuevo con el clero, pero le amenazan con denunciarlo por traición a Tiberio: “Si lo liberas es que no amas al César” (Juan 19, 12-16). Los sumos sacerdotes llevan al paroxismo su presión y traicionan incluso su verdadera creencia sobre el poder de Roma sobre Israel: “No tenemos otro rey que el César”. 

Dice Schiavone que lo que finalmente decantó a Pilato no fue tanto el miedo a ser denunciado por traición al César, sino la convicción de que Jesús no quería que le liberase de la conspiración de los altos sacerdotes para matarlo. Solo Pilato defendía a Jesús en toda aquella situación. Ni Jesús se defendía a sí mismo, al menos no en el terreno político y humano en el que se movía el gobernador. Pilato “se dio cuenta -sin sombra de duda- de cuál era la meta que quería alcanzar su prisionero… y finalmente decidió aceptar la inexplicable voluntad de quien tenía delante” (p. 158): entregar su vida a la condena de los altos representantes de Israel. 

“Jesús, por su parte, interpretaba el encuentro con Pilato como el último capítulo de la misión que tenía encomendada. El punto extremo donde anudar, una vez más, predicación y vida…. Le proporcionaba la ocasión para un enfrentamiento que, con razón, juzgaba esencial; el momento en que cortaría de una vez por todas el nudo que hacía enmarañarse la historia entera de Israel -la concepción de la relación de Dios con el poder humano- y le abriría un horizonte infinitamente más amplio: …una fe universal, sin límites” (p. 158). 

La obra de Schiavone implica más cuestiones y muchos detalles interesantes. Pilato, finalmente, tuvo que responder ante Roma por un conflicto con el mundo judío. El gobernador de Siria le depuso y lo envió a dar explicaciones a Tiberio. Era invierno y, como estaban los mares cerrados a la navegación, viajó por tierra atravesando Europa, pero durante la travesía, Tiberio falleció. Pilato se pierde en la niebla del olvido histórico en ese viaje, ya no se vuelve a saber más de él. Aquel encuentro con Jesús y su muerte había sido, sin duda, el punto de discontinuidad de su vida y posiblemente mientras viajaba continuaba dándole vueltas al significado de aquel que se decía hijo de Dios. Comprendería durante el viaje sus últimas palabras sobre su poder y quién era Pilato en realidad, tan hombre como Jesús. Lo que iba a poder saber era que aquella decisión que tomó también había cambiado la historia de la Humanidad.

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