viernes, 26 de mayo de 2023

Philippe Lécrivain: París en tiempos de Ignacio de Loyola (1528-1535). Por Manuel Revuelta

Lécrivain, Philippe: París en tiempos de Ignacio de Loyola (1528-1535). Mensajero-Sal Terrae- UPCo, Bilbao-Santander-Madrid, 2018. 214 páginas. Edición de José A. García. Col. Manresa 64. Comentario realizado por Manuel Revuelta. 

En este precioso libro confluyen dos historias: la de París y la de Ignacio de Loyola. Una gran ciudad y un gran personaje. Las dos historias coinciden durante siete años, desde el 2 de febrero de 1528 en que Ignacio llega “solo y a pie” a la ciudad del Sena, hasta que la abandona definitivamente el 28 de abril de 1535, en un pequeño caballo que le compraron sus compañeros para que fuera a su tierra a recobrar la salud. El autor, P. Philippe Lécrivain, es un especialista en la historia de la Compañía de Jesús, que se ha valido de las fuentes ignacianas y de una bibliografía muy selecta para desentrañar los aspectos de la vida parisina en los años aludidos. 

La obra se divide en seis capítulos, que no siguen rigurosamente el orden cronológico. Los dos primeros capítulos nos presentan las “luces y sombras sobre París hacia 1530”, y los primeros intentos de reforma religiosa. El capítulo tercero se ocupa de los tres primeros años de Ignacio en la ciudad, y del funcionamiento de la Universidad y de los dos colegios en los que residió. El capítulo cuarto se centra en “la tentación protestante”, es decir, en la aparición de la reforma luterana, con las ambigüedades y violencias a que dio lugar. Los dos últimos capítulos contemplan la vida de Ignacio, pero no solo, sino con sus compañeros “amigos en el Señor”, que hicieron los votos de Montmartre, mientras estudiaban Teología. Un cuadro sinóptico desarrolla la cronología de los acontecimientos en tres columnas: historia general, historia religiosa, historia ignaciana. El libro concluye con tres índices de personas, lugares y obras citadas. Las cuarenta ilustraciones nos acercan de manera visual a los planos, barrios, edificios, iglesias, colegios, conventos, imágenes y documentos de aquel París medieval y renacentista. Aunque en estos capítulos se entremezcla la vida de Ignacio con los acontecimientos parisinos, expondremos por separado primero el ambiente histórico de la ciudad, y después las experiencias de Ignacio en ella. 

París en los tiempos de Ignacio era “la mayor y más hermosa ciudad de Europa”, como decía el embajador veneciano. Tenía 220.000 habitantes, que en aquella época la convertían en una de las más pobladas del mundo. Bajo el punto de vista político se vivían tiempos inestables, marcados por las guerras de Francia y España por el dominio de Italia. Francisco I de Francia y el emperador Carlos V eran eternos rivales. La batalla de Pavía (1525) consumó la derrota y prisión del rey francés. La paz de Cambrai (1529) solo obtuvo una calma relativa, pues en 1534 Francisco, aliándose con Enrique VIII, los turcos y los protestantes declaró de nuevo la guerra al Emperador. París era un inmenso taller al aire libre. Los viejos barrios se renovaban sin cesar con edificios de estilo gótico tardío y de formas nuevas renacentistas. El rey, el municipio y los grandes señores civiles y religiosos competían en la fiebre constructora. Se construyeron mercados, barriadas y calles rectas, mientras se derribaban las murallas y viejas puertas. En aquellos años se afianzó la condición de París como capital de Francia, pues el rey se afincó allí desde 1527, convirtiendo el castillo de Louvre en un palacio. La ciudad crecía y se enriquecía, pero la vida cotidiana era molesta. Padecía los rigores del clima y las hambrunas de los años 1530 y 1531. La subida de precios aumentó la mendicidad y el malestar social. En 1530 se instaló la Limosna General. Otra plaga fueron las epidemias: la peste, la sífilis, y en menor medida la lepra. Para combatirlas se fundó el Hôtel-Dieu, un hospital caritativo donde los enfermos vivían hacinados en 500 camas. 

En este marco externo se desarrolló, antes de Lutero, un doble movimiento religioso que el autor denomina “reforma monástica y revolución evangélica”. Francia experimentó a principios del siglo XVI una reforma católica especialmente en los conventos. Sería algo parecida a la que Cisneros promovió en España. Con una diferencia: la reforma en Francia fue excesivamente rigurosa y provocó rebeliones que agravaron la situación. En los jacobinos (convento de dominicos) fueron expulsados de 200 a 300 jóvenes. En los “cordeliers” (franciscanos) hubo varios intentos de reforma, que no dieron los frutos deseados. Paralelamente a la reforma monástica se introdujo una revolución evangélica, liderada por humanistas como Lefèvre d’Étaples, y el círculo de Meaux con su obispo Briçonnet, que procuró restaurar la disciplina y reformar al clero. Los humanistas procuraban aplicar la filología a la interpretación de la Escritura, pero, aunque tenían el apoyo del rey, recibieron el rechazo de la Universidad y el Parlamento. Lo que podía haber sido un movimiento fecundo se deterioró hacia 1533. 

Durante la estancia de Ignacio en París resulta difícil identificar el avance de la reforma luterana en Francia. El concilio V de Letrán (1512-17) fue más político que reformador, y dio lugar al concordato de Bolonia, que acentuó el papel del rey de Francia en la elección de cargos eclesiásticos. El rey se convertía de hecho en el jefe temporal de la Iglesia galicana a la que deseaba reformar. La Universidad y el Parlamento se oponían al concordato, que favorecía el absolutismo regio. Por otra parte, el rey alentaba la reforma católica desde el obispado de París y el arzobispado de Sens. Las ideas luteranas fueron rechazadas por partida doble, tanto por el Rey como por la Universidad. El 15 de abril de 1521 la Universidad publicó una rigurosa Determinatio, que condenaba por unanimidad las doctrinas luteranas en 104 puntos, contenidos en 24 capítulos. El rey, por su parte, prohibía, a través del Parlamento, la publicación de libros de religión sin censura. A pesar de las prohibiciones las ideas protestantes se extendieron en una guerra de panfletos. Las reacciones de los católicos no siempre se hicieron con mesura. Hubo desafortunadas amalgamas, como la de Noël Beda, que confundía en el mismo anatema a Lutero con Erasmo y Lefèvre d’Étaples. Más mesurada fue la actitud del círculo de Meaux, donde el obispo Briçonet, con el apoyo del rey, rehabilitó a Lefèvre d’Étaples, y fomentó la predicación y el estudio de la Biblia. Las luchas teológicas continuaron, mientras la monarquía mostraba una posición ambigua “entre el rigor y el acuerdo”. El rey actuaba en doble frente, contra las tendencias luteranas, y al mismo tiempo contra las pretensiones maximalistas de los católicos más rigurosos. El concilio del arzobispado de Sens (febrero 1528) se pronunció contra el progreso del luteranismo en Francia. El autor habla de dos violencias religiosas en acción desde 1520. La violencia católica arremetió contra los protestantes, y la violencia hugonote tuvo un carácter iconoclasta y desencadenó una guerra de pasquines. La mutilación de una imagen de la Virgen dio lugar a una impresionante procesión de desagravio, en la que participó el rey (12 de junio de 1528). La mutilación se repitió en 1530, dando lugar a un nuevo desagravio. Las ideas luteranas se extendieron en la década de los treinta, en parte favorecidas por la hermana del rey, Margarita de Navarra, que favorecía a predicadores luteranos como Gérard Roussel. La divulgación de pasquines tuvo sus consecuencias: desde la procesión de desagravios el 21 de enero de 1535, hasta los procesos y ejecuciones de protestantes aquel mismo día. 

El París al que llega Ignacio no puede entenderse sin su famosa Universidad con los colegios que la integraban. El autor nos ofrece detalles muy interesantes. La universidad, en el Barrio Latino, era una pequeña república con administración propia para sus profesores, regentes y 4.000 estudiantes. Había cuatro facultades: Teología, Artes, Medicina y Derecho. Las enseñanzas se impartían en los colegios. La Facultad de Teología era el referente de la ortodoxia en toda la Cristiandad. Las enseñanzas teológicas se impartían sobre todo en cuatro colegios: Sorbona, Navarra, y los conventos de Sant-Jacques (dominicos o jacobinos) y de los franciscanos. 

La Facultad de Artes era la más numerosa. La formaban cuatro naciones: Alemania, Picardía, Normandía y Francia. Los portugueses y españoles estaban incluidos en la nación de Francia. El rector era elegido por la Facultad de Artes cuatro veces al año. Los colegios más famosos para Artes eran los de Montaigu y Sainte-Barbe (Santa Bárbara). Montaigu tenía fama de riguroso. En él habían estudiado Erasmo, Rabelais y Calvino, que coincidió con los años de Ignacio. Entre sus profesores destacó Jean Standonck, gran defensor de la reforma católica, al que siguió Noël Beda. En 1509 el colegio albergaba en sus extensos edificios 532 internos (200 camaristas ricos que comían en el centro, 210 porcionistas y 122 “capettes” pobres). El colegio de Santa Bárbara era un palacete rodeado de jardines. Tenía siete edificios y tres fachadas. Estaba dirigido por el portugués Diego Gouveia, al que sustituía su hermano Andrés en las ausencias. La distribución diaria era rigurosa. Se levantaban a las 4 de la mañana a toque de campana. Tenían dos clases antes de la misa y otras dos después. Comían a las 11 en el refectorio. Por la tarde tenían dos horas de clase. Cenaban a las 6 de la tarde, y después tenían repetición. Los martes y jueves la distribución se aliviaba con juegos y paseos. Había otros colegios de Artes, como Dormans-Beauvais, donde fue regente Javier, o Calvi, donde se alojaron Bobadilla y Broet. Los estudios de Filosofía duraban tres años. Conocemos los estudios y los textos. Los alumnos de primero se llamaban “sumulistas”, porque estudiaban dialéctica con las Summulae de Pedro Hispano. Los de segundo eran los “lógicos”, que estudiaban la Lógica de Aristóteles. Al final de este curso obtenían el título de bachiller. El tercer año los “físicos” se dedicaban a la Ética, Física y Metafísica, con complementos de Matemáticas y Astronomía. Superados los exámenes, los estudiantes obtenían el título de licenciado y maestro. 

El autor ha descrito muy acertadamente la contextura de París, sus instituciones universitarias y los problemas humanos, sociales, políticos y religiosos de sus gentes. Con ello ha trazado una excelente “composición de lugar” para comprender la estancia parisina de Ignacio. Es evidente que el fundador no pudo quedar indiferente ante aquella ciudad, donde progresó en ciencia y santidad. Los acontecimientos, estudios y experiencias le ayudaron a conocer mejor a Dios y comunicar sus ideales a los compañeros. 

El libro nos ilumina sobre aspectos muy importantes en la vida de Ignacio. Ya en el prólogo se nos dice por dónde entró, qué calles recorrió y qué edificios le llamaron la atención. La paz de Cambrai favoreció su estancia tranquila. Llegó con 25 escudos, cantidad suficiente para subsistir con independencia. Pero se los confió a un amigo español que los gastó, con lo que el peregrino se vio obligado a mendigar y a residir en el hospital de Santiago de los españoles. Convencido de que mendigando y viviendo en el hospital no podía adelantar en los estudios, cambió de táctica, y viajó a Flandes y a Inglaterra para pedir ayuda a los comerciantes. Conoció el mundo de los pobres y de los hospitales (cuando metió en la boca la mano con la que había tocado a un apestado). 

La vida estudiantil de Ignacio se desarrolla en Montaigu y Sainte-Barbe. En Montaigu asistió como “martinet” o alumno externo. Antes de estudiar Filosofía quiso repetir las Humanidades en Montaigu durante año y medio, mientras percibía las ventajas de un modo nuevo de enseñar. Para estudiar Artes decidió cambiarse al colegio de Saint-Barbe. El 1 de octubre de 1529 comenzó a residir como “porcionista” bajo la dirección de Juan de la Peña. Allí convivió con Fabro y Javier. Sin duda se ajustó al horario y costumbres del centro en los tres años de estudio de Filosofía, pasando por los años de sumulista, lógico y físico, y superando los exámenes del grado de bachiller (febrero 1532), licenciado (13 de marzo de 1533) y maestro (aceptado con retraso en abril de 1534 por los gastos ocasionados por las tasas y el banquete que solía darse a los examinadores). 

Las disputas internas de los católicos le hicieron reflexionar sobre “el sentido verdadero que en la Iglesia debemos tener”. El autor sostiene que las reglas para sentir con la Iglesia y hablar de ella [Ej 353-370], aunque redactadas en Roma, se articularon en París, y denotan un influjo del concilio de Sens, como se comprueba comparando el texto ignaciano y las actas del citado concilio (a dos columnas en p. 108-109). De manera parecida las reglas de discreción de espíritus [Ej 313-336] parecen inspiradas en la Vita Christi del Cartujano, no en la traducción parcial castellana que Íñigo había leído en Loyola, sino en la traducción francesa completa de 1528. Ignacio tuvo que percibir el avance de las ideas protestantes, las condenas de las mismas, las procesiones de reparación y la guerra de los pasquines. Percibió también las disputas entre los humanistas biblistas y los teólogos escolásticos. Por eso aconsejará a Bobadilla que estudie Teología: “quigraecizabantlutherizabant”. 

Ignacio se manifestó en París como el peregrino “loco por Cristo”, pues empezó mendigando y residiendo en el hospital. Procuró también contagiar a otros de aquella locura y buscó compañeros, como había hecho en Alcalá y Salamanca. Los primeros compañeros de París fueron Peralta, Castro y Amador, que acabaron abandonándole. Los cambios de costumbres de estos “iñiguistas” causaron asombro en Santa Bárbara, hasta el punto de que Ignacio estuvo a punto de recibir el castigo de la sala. Ignacio siguió los caminos de silencio y soledad que había experimentado en Manresa. En París no faltaban lugares de culto para fomentar las devociones, en torno a los santos locales, sobre todo San Dionisio, cuyo martirio tenía sus estaciones o lugares devotos. La Cartuja era su lugar predilecto para tener conversaciones espirituales, aunque cualquier parte era buena para “hallar a Dios en todas las cosas”. 

Al acabar la Filosofía en 1533 Ignacio reanudó sus prácticas ascéticas y apostólicas. Dio ejercicios espirituales a varios amigos. En 1534 ganó para Dios “por medio de los Ejercicios” a los compañeros definitivos: Fabro, Javier, Laínez, Salmerón, Rodríguez y Bobadilla. Los siete se convirtieron en “amigos en el Señor”. En julio de 1534 hicieron una deliberación en común, en la que decidieron que, después de acabar la Teología, harían voto de pobreza, castidad y peregrinar a Jerusalén, y si esto no fuera posible se pondrían a disposición del papa. El 15 de agosto de 1534 los siete compañeros, atravesando viñas, molinos y canteras, acudieron a la capilla de Montmartre, donde hicieron el voto. Comieron junto a una fuente y volvieron contentísimos a casa al ponerse el sol. Era un grupo consistente, con el proyecto común de seguir y predicar a Cristo en pobreza. Como dice el autor, aquel voto no era el acto fundacional de la Compañía, “pero contiene en germen sus principales determinaciones: une definitivamente a hombres que, cinco años más tarde, decidirán vincularse juntos en un solo cuerpo; confirma su proyecto de predicar en pobreza, al modo de los apóstoles, para mejor servir a Cristo, el Señor; y por último los pone al servicio de la Iglesia militante, bajo la autoridad de su cabeza visible, en el mismo movimiento que les ha llevado a ofrecer toda su persona al Señor Jesús”. Los “teólogos de París”, como les llamaban en Italia, adelantaron el viaje a Venecia por el estallido de la guerra entre España y Francia. Salieron de París el 15 de noviembre de 1536, con tres nuevos compañeros (Jayo, Broet, Codure). Llegaron a Venecia el 8 de enero de 1537, donde les estaba esperando Ignacio con Hoces. 

Ignacio estudió Teología en París solo 18 meses, entre 1533 y 1535. Los compañeros estudiaron sobre todo en el colegio de los dominicos, pero tuvieron contacto con los profesores de las otras escuelas, y procuraron completar la teología escolástica (Tomás, Buenaventura, Pedro Lombardo) con la teología positiva (Sagrada Escritura, Santos Padres y Concilios). Contra la opinión de que Ignacio y sus compañeros siguieron un tomismo cerrado, el autor defiende que “el enfoque de la teología, según San Ignacio es, en realidad mucho más vasto, y esta amplitud de miras fue la que legó a los jesuitas”. Las Constituciones confirman esta opinión (n. 464 y 466) al igual que Nadal en tres textos muy expresivos (citados en pp. 178-180). Todos admiten el “modus parisiensis” en la pedagogía de las Humanidades de la Ratio Studiorum. Pero el “modus parisiensis” se extendió también a la Filosofía y a la Teología en sus tres cátedras de Teología Positiva, Escolástica y Moral. Era una teología pastoral y misionera, en la que se defendía lo viejo y lo nuevo, las tradiciones religiosas y el humanismo renacentista. 


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