Yáñez, Inmaculada: Mirar al Corazón. Mª del Pilar Porras Ayllón. Cofundadora de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. BAC, Madrid, 2017. 711 páginas. Comentario realizado por Antonio Guillén.
Como escribe el Provincial de España de la Compañía de Jesús en el prólogo de este libro, “el origen de la Congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón es una página un tanto extraordinaria de la historia reciente de la vida religiosa”. Ciertamente, si no es frecuente ver deponer de su cargo a las dos fundadoras a los pocos años de la creación de un Instituto religioso, menos frecuente y más extraordinario todavía es verlas reaccionar a las dos, todo el resto de su vida, con una paz, una docilidad y una humildad admirables. Las dos hermanas y fundadoras de las Esclavas del Sagrado Corazón se consolaron y fortalecieron mutuamente, en los años postreros de su vida, considerándose “los cimientos del edificio de su Congregación”, y a esa tarea se dedicaron plenamente, en un silencio sepulcral y una confianza en Dios absoluta. “Los cimientos, que ni se ven –escribió Santa Rafaela–; y si se vieran, ¡qué feos!, piedras hechas pedazos apisonados; y no obstante son los que sostienen el edificio, y cuanto éste es más hermoso, los cimientos más hondos y más maltratados con el pisón…”.
Inmaculada Yáñez ya había hecho un gran servicio a su congregación y a la Iglesia al contar la vida de su fundadora Santa Rafaela Mª de un modo históricamente riguroso y actual (Cimientos para un edificio, BAC, Madrid 1979), lejos de las hagiografías devotas de otros tiempos. Ahora completa aquella obra con esta biografía de su hermana y cofundadora, la M. Pilar (1846-1916), una personalidad igualmente extraordinaria y ejemplar para la vida religiosa moderna.
Para escribirla se ha apoyado en las casi 5.000 cartas conservadas de su biografiada y las casi 8.000 recibidas por ella y conservadas, junto a otros documentos iniciales, en el archivo de la congregación. Nada se oculta ni se difumina en una historia de claros y oscuros en la vida de la M. Pilar.
Al lector de esta historia no puede dejar de extrañarle la crisis, demasiado humana, desatada en la M. Pilar al ver nombrada Superiora General de la congregación, con preferencia sobre ella misma, a su hermana menor Rafaela Mª. A pesar del gran cariño que sentía por ella, sin embargo, su carácter dominante, todavía mal controlado, le hizo subrayar su desconfianza sobre las aptitudes de la recién elegida M. General para desempeñar bien esa tarea, y terminó por resultarle muy difícil la obediencia y la concordia de opiniones con su hermana. Sus críticas vehementes y no siempre prudentes llegaron a tal grado que provocaron, en pocos años, la sustitución de una por otra como Superiora General del Instituto. Un relevo impuesto y extraño, llevado a cabo con lágrimas en ambas. Las que conocían bien a la M. Pilar en aquel tiempo, la veían, paradójicamente, “altiva” y al mismo tiempo, “humildísima”. Para la autora de la biografía, la única explicación es reconocer en su biografiada un ritmo de maduración más lento que el de Rafaela Mª. La reacción humilde y serena de ésta al ser depuesta hizo ver que, pese a ser más joven que su hermana, había alcanzado ya entonces una maduración personal y religiosa poco común.
A partir de este momento, 1893, todo cambia en la vida de la M. Pilar. Si de dura e injusta había podido calificarse su actuación anterior con su hermana, mucho más dura e injusta todavía fue la actitud que tuvieron con ella en el tiempo de su gobierno. El Señor la purificó ahora hasta extremos insospechados. Sistemática y torcidamente, su autoridad fue debilitada por la prepotencia de la que luego sería su sucesora. Pero ahora la M. Pilar vivió la experiencia abandonándose en el Señor y en silencio. Sólo sus consejeros jesuitas (“la Familia que tanto amamos”, como llamaba a la Compañía) la ayudaron. Las autoridades eclesiásticas romanas no la protegieron, sino que la trataron aún más duramente. La M. Pilar calló a todo por el bien de su congregación. Su cruz fue aún mayor que la de Santa Rafaela. Su manera de vivirla, tan callada y heroica como la de su hermana.
Pese a todo, durante su gobierno fomentó entre las suyas una vida religiosa empapada de humanidad y de sentido común. Cuidó con atención máxima la alegría en las comunidades entonces existentes. Encauzó las fuerzas apostólicas de sus hijas hacia el ministerio de la educación con todas las clases sociales. Tuvo sumo cuidado en hacer compaginar esa misión educativa con horas de adoración y oración ante el Santísimo, tal como habían aprendido las primeras Esclavas en sus inicios como Reparadoras. Sobre el mantenimiento de este equilibrio entre el apostolado de la enseñanza y el culto eucarístico no tuvo nunca dudas ni admitió exclusivismos. Porque, como ella misma formuló más tarde, “de acudir al Santísimo he notado yo que, si no se saca consuelo, fortaleza, sí”. Fue su mejor legado, entregado como impronta de familia a sus hijas.
El último tercio de la vida de la M. Pilar fue una descripción viva de lo que San Ignacio llamó “el cultivo de las virtudes sólidas y perfectas”: la paciencia, la humildad, la confianza inmensa en Dios, la docilidad serena en la vida ordinaria. Pidió perdón a su hermana continua y reiteradamente, y compartieron juntas su agradecimiento al Señor (“agradecer es lo que nos queda”), sin restos de amargura. Todo ello epistolarmente, por supuesto, porque de un modo incomprensible, no les dejaron volver a verse. A una y otra, las que no las comprendían les diagnosticaron reblandecimiento mental. En cambio, para las que las trataron y conocían mejor a las dos, el único diagnóstico correcto era una virtud en grado heroico.
Acceder a esta preciosa obra de Inmaculada Yáñez es absolutamente iluminador en muchos ámbitos, porque el realismo de las historias que narra es ejemplar para no pocos Institutos y grupos, tanto masculinos como femeninos, en la vida religiosa de hoy y de siempre. También este libro confirma la intuición manifestada por tantas Esclavas del Sagrado Corazón que valoran y quieren hoy, casi por igual, a las dos hermanas fundadoras. Las virtudes heroicas de una y otra fraguaron bien como “cimiento” firme de su congregación, haciendo posible la calidad de vida religiosa que en ella surgió.
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