Onfray, Michel: Teoría del viaje. Poética de la geografía. Taurus, Madrid, 2016. 137 páginas. Traducción de Juan Ramón Azaola. Comentario realizado por Edwar Tito García.
A menudo, para abordar el tema de nuestra existencia se ha recurrido a la metáfora del viaje como símil que oriente a recorrer un territorio incierto por el que se ha discurrir. Michael Onfray, autor de best-sellers como Antimanual de filosofía (2005) y Tratado de ateología (2008), a partir de ciertos principios teóricos, presenta el viaje como un sugestivo tema de reflexión.
Como toda aventura, se inicia con «el deseo del viaje» (p. 11) y tiene como telón de fondo la incomprensión entre estos dos modos de estar en el mundo: el errante, que rechaza toda lógica restrictiva; opuesto al sedentario, arraigado en estructuras dominantes y de control. El arte del viajar, que supone el deseo ferviente de movilidad y la pasión por el cambio, es una declaración de principios contra todo aquello que pretenda cuadricular y cronometrar la existencia. La elección de un destino es ineludible porque al tiempo que se busca, atrae y se es requerido por este. Al viajero corresponderá «aumentar el deseo» (p. 29) a través de la lectura, de la búsqueda de información y, sobre todo, con la invocación de los recuerdos, pues, «todo viaje vela y desvela una reminiscencia» (p. 38). El autor sostiene que el viaje ofrece la posibilidad de «hacer realidad la amistad» (p. 49) porque en el trayecto nos encontramos y descubrimos al otro, en una alteridad gratuita, que nos conduce inexorablemente a «encontrarse con la propia subjetividad» (p. 87). Proporciona, asimismo, la ocasión de ensanchar los cinco sentidos y funcionar sensualmente a tope para capturar esos pocos instantes que convierten parcialmente el viaje en inmortal, en claro rechazo a la cultura de la sobreabundancia de imágenes que enturbian y añaden confusión a lo diverso. Para acercarse a esta nueva realidad es preciso «inventar una inocencia» (p. 61), necesaria, que exige el abandono de verdades absolutas para capturar el interior de lo diverso, como el ojo instintivo del artista.
Todo viaje supone, finalmente, un retorno porque «no hay viaje sin reencuentro con Ítaca, que da al desplazamiento su sentido mismo» (p. 101), pues todos los grandes viajeros vuelven a casa. El lugar abandonado y recobrado ofrece el punto de referencia sin el cual ningún viaje de ida y vuelta es posible. El retorno da paso a la capacidad de «decir el mundo» (p. 123) ayudado por «una poética de la geografía» (p. 129) donde el poeta, que sigue al geógrafo y al filósofo, se persuade de que este no será su último viaje. El libro pretende ser una guía para quienes quieran sentirse viajeros, y no turistas.
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