Torralba Roselló, Francesc: El silencio: un reto educativo. PPC, Madrid, 2014. 160 páginas. Comentario realizado por Iván Pérez del Rio.
El silencio no excluye la palabra. Ambos son necesarios, son un binomio cohesionado. Hablar no puede ser ajeno al silencio, están vinculados. A diario, en algunas ocasiones, quizás tengamos experiencia más de ruido e imágenes que de hablar. Sea como sea, el silencio es necesario. Necesitamos saber guardar silencio, necesitamos hacer silencio, necesitamos hacernos silencio. Esta necesidad es personal pero también social. En Occidente, los países, las ciudades, han de educarse en este arte que es puerta a lo místico, a lo contemplativo. En las escuelas transmitimos conocimiento, muy necesario, pero en general no sabemos educar en el silencio, que ha de ser previo a la lección, a dictar apuntes, a inundar la pizarra de fórmulas.
Cuando uno toma contacto con un pueblo o cuando pasea por la montaña o cuando visita la hospedería de un monasterio o, en casos más excepcionales, cuando vive durante un tiempo en una comunidad indígena, se hace más consciente de los ruidos que nos rodean habitualmente. No es una cuestión de salud exterior, de medir los decibelios que soportamos en el trabajo o en la habitación o en el coche, como el que mide –a veces de modo compulsivo- las calorías que ingiere. Es algo interior. Regular el ruido o la ingesta de imágenes o la atención plena en el móvil/IPad, cuidar el silencio, nos da salud interior. Parece paradójico pero, como apunta de modo profundo y conciso el profesor Torralba, deshumanizar el silencio supone reducir el grueso del lenguaje humano, afecta al plano interpersonal y se pierde el sentido de misterio.
El silencio no excluye la palabra. Ambos son necesarios, son un binomio cohesionado. Hablar no puede ser ajeno al silencio, están vinculados. A diario, en algunas ocasiones, quizás tengamos experiencia más de ruido e imágenes que de hablar. Sea como sea, el silencio es necesario. Necesitamos saber guardar silencio, necesitamos hacer silencio, necesitamos hacernos silencio. Esta necesidad es personal pero también social. En Occidente, los países, las ciudades, han de educarse en este arte que es puerta a lo místico, a lo contemplativo. En las escuelas transmitimos conocimiento, muy necesario, pero en general no sabemos educar en el silencio, que ha de ser previo a la lección, a dictar apuntes, a inundar la pizarra de fórmulas.
Cuando uno toma contacto con un pueblo o cuando pasea por la montaña o cuando visita la hospedería de un monasterio o, en casos más excepcionales, cuando vive durante un tiempo en una comunidad indígena, se hace más consciente de los ruidos que nos rodean habitualmente. No es una cuestión de salud exterior, de medir los decibelios que soportamos en el trabajo o en la habitación o en el coche, como el que mide –a veces de modo compulsivo- las calorías que ingiere. Es algo interior. Regular el ruido o la ingesta de imágenes o la atención plena en el móvil/IPad, cuidar el silencio, nos da salud interior. Parece paradójico pero, como apunta de modo profundo y conciso el profesor Torralba, deshumanizar el silencio supone reducir el grueso del lenguaje humano, afecta al plano interpersonal y se pierde el sentido de misterio.
El autor apunta a un miedo al silencio, porque el silencio supone estar con uno mismo. Quizás la falta de sentido, el vivir vidas monótonas en las que nos hemos planteado más bien poco, tenga algo que ver. Por eso la compañía ruidosa, los rumores estrepitosos, la prensa amarilla y de cotilleo, el simple deslizar el dedo por el muro de Facebook en busca de noticias o para calmar la ansiedad, el ir al monte con el móvil “por si acaso…”, se han convertido en necesarios. El reverso sería un silencio que nos estamparía verdades o sinsentidos que no queremos ver, por eso el silencio en la sociedad occidental del consumo y del ritmo acelerado, da miedo.
Hay muchos autores, filósofos, teólogos o de otras ramas del saber, que hacen invitaciones insistentes a que hemos de mirar más a Oriente. El anterior padre general de la Compañía de Jesús, que conocía muy bien Japón, insistía mucho. El profesor Torralba también hace una invitación clara a ello, haciendo una comparativa brillante entre el devenir de la filosofía occidental y la oriental. Aquí, en Occidente, en España especialmente, somos escépticos. Y es cuando uno se convierte más en maestro de doctrina que de vida, no le interesa que otros guarden silencio (no vaya a ser que se planteen cosas contrarias), no le interesa que se mire a otras realidades culturales, religiosas o espirituales. A veces la doctrina llega a estar incluso por encima de la propia apertura al misterio.
La lectura de Torralba no es sólo aconsejable sino necesaria, y no sólo para el educardor. El desarrollo del libro es brillante, muy lejos de una lectura de autoayuda barata, su obra rezuma una profunda reflexión personal, un conocimiento social grande, un rico y abundante repertorio de notas bibliográficas interesantes.
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