Eco, Umberto: De la estupidez a la locura. Cómo vivir en un mundo sin rumbo. Lumen, Barcelona, 2016. 498 páginas. Traducción de H. Lozano Miralles y M. Pons Irazábal. Comentario realizado por María Luisa Regueiro Rodríguez (Facultad de Filología, Departamento de Lengua Española y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Universidad Complutense, Madrid).
Pocos días antes de su fallecimiento el 19 de febrero de 2016, Umberto Eco, autor de obras que sin duda forman ya parte del patrimonio cultural europeo y occidental, preparaba la edición de esta magnífica reunión de breves ensayos que inicialmente vieron la luz como colaboraciones en diversos periódicos. Desde el título —un aldabonazo a la conciencia—, el subtítulo de portada Crónicas para el futuro que nos espera, y el de páginas interiores, Cómo vivir en un mundo sin rumbo, invitan al abordaje lector de un conjunto que nos reencuentra con el Eco semiólogo de La estructura ausente, El superhombre de masas, Historia de la Belleza, Historia de la fealdad, entre otros ensayos de referencia. Aquí posa su mirada siempre crítica, distante tanto de apocalípticos como de integrados, sobre nuestro mundo globalizado, los medios de comunicación, la tecnología, Internet, el racismo, los complots, la educación de los jóvenes, los libros, la filosofía, la religión, el odio y la muerte, la política y los políticos.
El texto se abre con un artículo que a modo de prólogo nos sitúa en el marco de la “sociedad líquida” (Zygmunt Bauman) «que empieza a perfilarse con la corriente llamada posmodernismo (término comodín, que puede aplicarse a multitud de fenómenos distintos, desde la arquitectura a la filosofía y a la literatura, y no siempre con acierto)» (p. 9). Eco analiza, con un lúcido escepticismo, siempre carente de prejuicios, la sociedad actual que vive «un proceso continuo de precarización por la crisis del Estado, de las ideologías, de los partidos, del concepto de comunidad y por la falta de fe “en una salvación que provenga de las alturas, del Estado o de la revolución» (p. 11). Todo ello determina movimientos de indignación y un individualismo desenfrenado, el consumismo como valor por el que “el individuo pasa de un consumo a otro en una especie de bulimia sin objetivo”. Frente a este panorama se pregunta cómo sobrevivir a la liquidez, y la única vía posible es ser consciente de una realidad que exige nuevos instrumentos; pero, lamentablemente, «el problema es que la política y en gran parte de la intelligentsia todavía no han comprendido el alcance del fenómeno» (p. 11).
De las muy diversas manifestaciones del fenómeno dan cuenta progresivamente las secciones del libro, de las que destacamos solo algunas representativas, lo que no exime de la lectura íntegra del volumen. “A paso de cangrejo”, la primera sección, en el artículo “Católicos estilo libre y laicos santurrones”, muestra su perplejidad ante fundamentalismos laicos como el de los “ecologistas radicales” frente a la débil catolicidad de algunos jóvenes «dispuestos a transigir con las relaciones prematrimoniales, los anticonceptivos» (p. 17). En “¿Realmente hemos inventado muchas cosas?” concluye en la afirmación de «que todas las cosas que usamos cotidianamente fueron inventadas en el siglo XIX» (p. 18) tras una extensísima enumeración de inventos y aportaciones decimonónicas. Es el paso indicado para afrontar la que denomina “regresión tecnológica” actual en “¡Atrás a todo vapor!”, que ejemplifica con la necesidad de cambiar ordenadores y de actualización de programas informáticos que hacen inútiles los de pocos años; y la paradoja del progreso, que ahora se plantea, por ejemplo, dando pasos hacia atrás, «la energía eólica como alternativa al petróleo» (p. 23). La regresión es también política en “Renazco, renazco en 1940”, por ciertos signos de la Italia contemporánea evocadores de ciertos aspectos del fascismo.
Italia centra muchas reflexiones, pero sin perder de vista la dimensión universal de nuestro tiempo. Así “Ser vistos” reúne artículos sobre el afán de notoriedad que sustituye a la reputación, con la pérdida de vergüenza que mueve incluso a los asesinos a salir en la pantalla del televisor, lo que interpreta como «el único sucedáneo de la trascendencia» (p. 36) porque ya no hay un Dios que siempre nos ve. La sección se completa con “Tuiteo, luego existo”, sobre la irrelevancia de las opiniones expresadas en las redes sociales; y “La pérdida de privacidad” y la paradoja de que «por primera vez en la historia de la humanidad, los espiados colaboran con los espías» (p. 44), más la confusión generada por el exceso de información.
En “Los viejos y los jóvenes” la reflexión discurre por los problemas suscitados por la prolongación de la vida o la fealdad elegida incluso en el arte o en las películas catastrofistas; pero una nostalgia positiva envuelve el recuerdo de maestros de la infancia que como el padre salesiano Celi le enseñaron a «no ir por el mundo presumiendo» (p. 55). No puede faltar una preocupación constante de Eco como el olvido de la historia en la enseñanza actual con la consiguiente ignorancia de los jóvenes situados en el presente, formados exclusivamente por los medios de la comunicación.
“Online”, la sección más extensa, aborda múltiples realidades y consecuencias sociales, políticas y culturales de Internet, entre ellas: la ruptura del pacto de privacidad, la aceleración del desarrollo tecnológico, la impotencia del estado frente a la red, la indefensión del profesor ante los trabajos copiados y su incapacidad para enseñar cómo seleccionar la información; la insistente estimulación del deseo y la pornografía por la red; la idolatría de lo virtual que “mata a sus víctimas”. En la misma línea, en la sección “Sobre los teléfonos móviles” los efectos de su uso —“el síndrome del ojo electrónico”— se presentan con situaciones en las que caben tanto el ridículo como la insensibilidad, un “vivir para el móvil” que permite la comunicación instantánea y lleva a muchos a fotografiarlo todo, en un presencialismo del ojo mecánico que va “en detrimento del cerebro” y de su facultad de recordar porque a la memoria del móvil se fía «lo que habrían podido ver con sus propios ojos» (p. 117). En el fondo, el entusiasmo tecnológico para el que la tecnología nos lo da todo e inmediatamente va unido al pensamiento mágico y a la acción fulminante del milagro.
Eco, que tanto sabe de tramas secretas y de sectas históricas, en la sección “Sobre los complots” desmonta, no sin ironía, la tendencia generalizada a la credulidad en astrólogos y videntes, en teorías conspiranoicas que inundan los medios y las redes. Entre ellas, en el artículo “Una buena Compañía”, las que atribuyen a los jesuitas desde el siglo XIX innumerables males. Ofrece una explicación del fenómeno: «La psicología de la conspiración surge porque las explicaciones más evidentes de muchos hechos preocupantes no nos satisfacen, y a menudo no nos satisfacen porque nos duele aceptarlas» (p. 129). La mirada crítica de Eco, nada complaciente, se posa en los artículos de “Sobre los medios de comunicación”, su responsabilidad en la divulgación de noticias perjudiciales para la seguridad nacional, en la presentación de la realidad como realidad virtual, en la difusión de sucesos, una especie de “Canal Crimen”; en «la impresión de que ahora hay muchas más catástrofes que en el pasado» (p. 175) por la inmediatez de la comunicación. Igualmente, en “Distintas formas de racismo”, critica la ignorancia histórica de ciertas feministas que solo destacan a Hipatia como filósofa; las contradicciones del antisemitismo islámico y las polémicas que suscita el velo; la tendencia a la acusación de todos los males sociales a rumanos y en general al diferente. La sección se complementa con “Del odio y la muerte”, breve pero de enjundia, en la que aborda las distintas caras del odio individual y colectivo, la matanza de Bataclán en París; frente a la prédica del amor, «de la necesidad de practicar el ejercicio de la buena muerte» (p. 251) cuando la muerte se ha transformado en espectáculo por los medios de comunicación.
En “Entre religión y filosofía” reivindica las raíces grecorromas y judeocristianas de Europa, que debería incluirse en la Constitución europea porque no se puede «concebir Europa sin tener en cuenta el papel de la Iglesia, de sus varios reyes cristianísimos, de la teología escolástica o de la acción y del ejemplo de sus grandes santos» (p. 263). Reflexiona sobre el relativismo cultural, el exceso de lo politically correct, citando «el ejemplo de muchas escuelas en donde ya no ponen el belén para no ofender la sensibilidad de los niños de otra religión» (p. 274); la “extremada tolerancia del mundo católico” frente a la blasfemia (p. 279); la instrumentalización de Dios, de los símbolos religiosos; politeísmos y monoteísmos. Es interesante su interpretación de algunas acciones originales del papa Francisco en “El sagrado experimento”, que cifra en su inspiración en las misiones paraguayas.
La sección que cierra el volumen, “De la estupidez a la locura”, ofrece un recorrido crítico por las múltiples caras de la charlatanería generalizada: desde los videntes, la publicidad y las relaciones públicas; las falsas creencias alimentadas por la red a las que sucumben periodistas y medios; hasta la imposición «con violencia de modelos occidentales a países subdesarrollados para inducir consumos y esperanza que esos países no pueden concederse» (p. 451). En este proceso, la manipulación del lenguaje mediante el oxímoron, figura retórica consistente en la unión de dos términos que se contradicen mutuamente, ha adquirido gran popularidad, porque «no sabiendo ya cómo hacer cuadrar decisiones que no pueden estar juntas, se recurre a oxímoros conciliadores» (p. 463). Los ejemplos son múltiples, entre otros, realidad virtual, bombas inteligentes, fuego amigo, movilización global de los antiglobalización, paz armada, ateos clericales, el populismo liberal, que nos obligan a desplegar, como nos recomienda Eco, nuestra mirada crítica para superar la liquidez de un mundo sin rumbo. En síntesis, el conjunto permite comprender, más allá de las apariencias, el complejo mundo en el que vivimos.
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