lunes, 18 de enero de 2021

Rosa Ribas: Pensión Leonardo. Por Jorge Sanz Barajas

Ribas, Rosa: Pensión Leonardo. Siruela, Madrid, 2015. 350 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas (Profesor de Literatura Española, Colegio “El Salvador”, de Zaragoza. Correo electrónico: jsanz@jesuitaszaragoza.es).

Hurgar en el silencio

Rosa Ribas es una escritora consagrada, aunque algunos lectores oigan su nombre por primera vez en estas líneas. Ausente de los cenáculos y las tertulias literarias, las presentaciones de libros, los jurados y los premios por el simple hecho de vivir en Fráncfort junto a su marido desde hace veinticinco años, su nombre es de sobra conocido por los amantes de la buena literatura, aunque no tanto por esas grandes superficies que solo instalan en sus anaqueles a esos autores que consideran que sus lectores son profundos ignorantes, que hay que contárselo todo, y llevarlos de la manita hasta el final y exigirles el mínimo esfuerzo como lector. No quisiera con estas palabras tirar piedras en el tejado de Rosa Ribas, porque es una de esas escritoras en las que se aúna calidad literaria y atracción fatal: todavía estoy por encontrar a uno de los (¿más de un centenar de…?) lectores a quienes he recomendado encarecidamente esta novela y no me hayan devuelto un reporte favorable o elogioso.

Para quien no conozca a Rosa Ribas, conviene recordar que es una de las autoras de novela negra (esta no lo es, cuidado) más reputadas en Alemania, cuya obra ha sido traducida ya a varios idiomas. Escribe en ocasiones mano a mano con su amiga Sabine Hoffman y a esa colaboración debemos libros como Don de Lenguas o El gran frío, en los que aparece una interesantísima investigadora, Ana Martí. Otro de sus personajes más conocidos es la policía de Fráncfort Cornelia Weber-Tejedor, amante del lacón con grelos y las zamburiñas o el börek con espinacas que come en el turco de la esquina; protagonista de Entre dos aguas, Con anuncios, Angelitos negros o En caída libre, sus relatos tienen legiones de lectores en Alemania. Pero de cuando en cuando, Rosa Ribas necesita desasirse de las ataduras formales de la novela negra y nos regala joyas como esta Pensión Leonardo, tan alejada de ese género, pero con los anzuelos suficientes para mantener una buena tensión narrativa. Las ediciones de sus novelas suelen ser cuidadas, a excepción de las inglesas, cuyo paratexto y portadas parecen cuadrar bien poco con el tono de las novelas y buscar la aquiescencia de lectores ávidos del género sin más pretensiones que el entretenimiento. Pero Rosa Ribas hace pensar. No es un producto de mercadotecnia. Por eso, se agradece la bella edición de Siruela para esta excelente novela que reseñamos hoy: Pensión Leonardo.

La historia se despliega en el Poble Sec durante el año 1965, un barrio obrero, industrial, multicultural y muy popular al que llegó un aluvión de inmigración en los años 60 conforme se desplegaba el proceso de industrialización de Barcelona y la vida en el campo era cada vez más difícil. El hecho de que Rosa Ribas escoja la calle Magallanes para ubicar el escenario de su novela, la pensión Leonardo, no es baladí: los ocho hombres que compartían el baño, el comedor, y se replegaban después a sus habitaciones, eran gente que había dejado atrás a sus familias para ir a trabajar a la industria papelera, la seda o la SEAT, pasaban allí un tiempo en soledad y, solo cuando habían logrado lo suficiente para sostener a sus familias dignamente, dejaban la pensión para fundar un hogar y traer a todos consigo. Su bandera no era otra que el desarraigo. Lali, la protagonista y la voz que nos cuenta la historia, es la tercera hija de un hombre que salió del penal de Ocaña con una maleta con dinero, un ojo de menos y la necesidad de rehacer su vida; irá a buscar a su vieja novia a pesar de la oposición de los padres y se casará con ella. Fundará la Pensión Leonardo el 20 de septiembre de 1945 y criará allí a sus cuatro hijos, Jaime, Mercedes, Lali y Bernardo.

Pero la pensión alberga a seres incompletos, como sucediera con Nada, de Carmen Laforet, con la que guarda cierto parentesco. A su padre le falta un ojo, a Luciano, el encargado de la casa de comidas de la pensión, le falta el pie derecho que perdió en la guerra, el camarero Peret es manco de un brazo, y a Lali le falta saber qué ha pasado antes de que ella llegara al mundo como al marinero Zunzunegui le falta el mar: nadie le habla, ni le quiere hablar, de sus abuelos; no sabe nada de la trastienda de la vida de los huéspedes, porque nadie quiere hablar de sí mismo, como si con ello pusiera en riesgo su futuro: el tiempo pasado es la amenaza que se cierne sobre la necesidad de comer a diario, callar es seguir viviendo; tampoco sabe nada de lo que sucede con su amiga Julia, ni entiende la crudeza con que la vida trata a su amigo Amado, un niño que creció lo que le dejó la humillación: «Cada mañana en el balcón de un tercer piso de la calle Tamarit colgaba una sábana blanca con una mancha amarilla. —La bandera de Meoncia –decían algunos en el colegio. —¿Qué he hecho, Señor, para merecer este castigo? –era el lamento de Jesusa, la panadera, al tender la sábana al aire y al recogerla. El castigo se llamaba Amado».

La novela está cargada de silencios que exigen al lector ir completando significados que, por otra parte, son estridentes. Lali se convierte en una especialista en mirar y escuchar “sin ser vista”, una espía que escudriña la realidad desde ese “ángulo ciego” como ella denomina el hecho de ser la tercera de sus hermanos. A Lali le sobrecoge la crueldad porque pertenece a una generación que vivió esa crudeza moral sin conocer las causas que llevaban a ella o los significados que se escondían en los pliegues de las enaguas de la posguerra. Creció acostumbrada a la aspereza, a registrar la vida sin saber nada del “antes”, sin conocer lo que había tras la ausencia, sin entender el sedimento que el silencio deposita en el alma como el polvo en los armarios que nadie vacía. Por eso, a Lali le estremece la enfermiza y casi morbosa pasión de la profesora de religión por los martirios, una fascinación rayana en el sadismo religioso. Pero sabe bien que no habrá quien saque a esa generación de ese implacable silencio por cuyas minúsculas grietas se va escapando la vida como un ángel moribundo. Sabe también que tendrá que convivir con sus miedos, la crueldad, la lucha por la subsistencia, la pérdida de la inocencia, rodeada de un puñadito de libros, tebeos, maletas deshechas o rehechas, coladas, coplas y pucheros.

Mientras, ella comparte aficiones con su padre: clava alfileritos blancos en los lugares de donde vienen los huéspedes como si con ello conjuraran la imposibilidad de escapar de su pensión, quizá llamada Leonardo porque encerraba en sí misma todo conocimiento. A veces, su padre la acompaña a cambiar cuentos y tebeos al mercadillo de San Antoni, como si abrieran una ventanita a la fantasía. Pero Lali siente la imperiosa necesidad de narrar lo que ve, ordenarlo y no renegar de nada. Por eso los ojos de Lali sobrecogen y el acierto en la elección del narrador es crucial: la voz de Lali es la de una niña muy inteligente, aunque no más que una niña.

Pero la llegada de un huésped inesperado lo cambiará todo.

Porque si al principio de la novela, incluso el evidente error de inclinación del rótulo de la Pensión, del que todos eran conscientes, lleva a la madre a despachar a la calle a un viajero que se lo hace saber a modo de observación, nada volverá a ser lo mismo tras ese advenimiento. El final es demoledor y explica todo lo que hasta entonces era solo comprensible.

Habrá quien piense que es algo superfluo decir que Rosa Ribas escribe a lápiz en sus cuadernos, y que cada día empieza su rutina en el café Kante, junto a su casa de Fráncfort, entre el ruido de platillos, vasos, hojas de periódico y el consabido sonido del molinillo del café. Pero no. No es casual: Rosa Ribas es una artesana y una artista. Cuida la sintaxis, el ritmo, la voz, el tono y el timbre como un pintor cuida sus pinceles, porque sabe que de ellos depende el trazo, algo esencial para un escritor. No hay notas de más. Es la imaginación la que debe completar los silencios. Si algo distingue a Rosa Ribas de tantos escritores que llenan de datos y documentación sus novelas es que ella escoge y acoge el dato que necesita para ambientar, pero no a costa de que desdibuje el conjunto. Decía Goethe que hay dos tipos de escritores: los que escriben para que el lector se dé cuenta de que saben mucho, y los que lo hacen para que el lector comprenda y aprenda. Sin duda, Rosa Ribas pertenece a este último grupo. El hecho de trabajar con materiales distintos a la vez enriquece a los que la leemos: publicó al mismo tiempo un divertídisimo libro titulado Miss Fifty, en las antípodas de esta novela que reseñamos hoy. Cuenta las aventuras de una superheroína, Marta Ferrer, de cincuenta y cuatro años, superviviente de un cáncer de pecho y madre de familia, que se enfrenta a los villanos vestida con un pijama a cuadros. ¿Dónde si no guardaría un superhéroe las llaves y el móvil? Nada mejor en una escritora que no dejar de sorprender a sus lectores.


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