miércoles, 5 de febrero de 2020

Irène Némirovsky: Suite francesa. Por Jorge Sanz Barajas

Némirovsky, Irène: Suite francesa. Salamandra, Madrid, 2005. 480 páginas. Traducción de José Antonio Soriano Marco. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas.

¿Qué decir de un libro que permanece escondido en una maleta durante seis décadas, que no ha perdido un ápice de actualidad y que día a día gana lectores? Suite francesa, de Irène Némirovsky, fue escrito antes de 1941, sólo sus hijas supieron de él hasta 2004 y su prestigio no ha dejado de crecer en un goteo incesante de ediciones que corre paralelo al «boca a boca» con que los lectores lo recomiendan.

El libro narra un asunto espinoso: la vergonzante huida de los franceses durante la ocupación alemana en 1940. La mirada procede de una rusa expatriada, de condición judía, convertida al cristianismo, que ha tomado la firme decisión de no huir más y contempla perpleja los turbios reflejos de la condición humana. Suite francesa es un libro apasionante, pero la historia de su transmisión no desmerece. Se trata de un material en carne viva, escrito sin tiempo alguno para digerir las emociones directas que su autora estaba experimentando; el libro es impactante y físico. Irène Némirovsky lo cuajó sin apenas medios: escrito con letra minúscula por el miedo a quedarse sin tinta o papel, Suite francesa es un emblema de crisis.

No era el primer exilio de Irène: nacida en Kiev en 1903 e hija de un poderoso banquero ruso, hubo de dejar Moscú tras la Revolución; vivió el París de entreguerras con pasión adolescente. De confesión judía, aprendió ruso, francés, yiddish, polaco, finés, inglés y vasco. Sufrió el desarraigo de país, padres y lengua natal. Quizá fuera la ausencia de una madre distante y cruel lo que marcó la mirada de Irène: en su infancia habitó en Ucrania, Biarritz, San Juan de Luz, Crimea, San Petersburgo… Territorios que dejaron tan profunda huella como la lectura de Turgueniev, Gogol o Dostoievsky. Menos huella le dejó su madre: alojada en caros hoteles, manda a la nodriza y a la pequeña Irène a pensiones baratas. La distancia es la lente con que Irène mira el mundo: nada es lo que parece si lo miras bien. «¡Eso que vosotros llamáis éxito, victoria, amor u odio, yo lo llamo dinero!», escribe en una de sus primeras novelas.

En la década de los treinta, Irène es una prometedora escritora; se mueve como pez en el agua por el bullicioso París, pero tiene amigos peligrosos: los filonazis Kessel, Brasillach, Celine comparten con ella una antisemitismo que, si en ella refleja el desarraigo, en ellos reverbera disonancias terribles. El 2 de febrero de 1939, Irène se convierte al catolicismo y poco después lo hará Michel Epstein, su marido.

En junio de 1940 tiene casi acabada Suite francesa; la ha dividido en cinco partes: Tempêtes en juin, Dolce, Captivité, Batailles, La Paix. Pero la espera tiene fecha de caducidad: víctima de la campaña de arianización que sufre la literatura francesa, Irène es denunciada por el colaboracionista Bernard Grasset mientras a Michel Epstein se le prohibe ejercer su profesión en banca. En 1941 huyen con sus dos hijas Denise y Elisabeth, de trece y cinco años, al pequeño pueblo de Issy-L’Evêque. Toda la familia lleva la estrella amarilla y negra cosida al brazo.

Consciente del final, lo aguarda pacientemente. Cada mañana, durante las dos semanas previas a su detención, Irène redacta unas notas autobiográficas, Hypomnemata, en las que relata el proceso de redacción de Suite francesa, de cuya calidad es completamente consciente. El 3 de junio hace testamento a favor de la tutora de sus hijas, a quien confía su destino y el de la maleta en que viajará el manuscrito. A principios de julio, Irène trabaja en el bosque próximo a la casa, para garantizar que las páginas estarán debidamente rematadas. El lunes 13 de julio es detenida por los gendarmes: la deportan a Auswitch, después a Birkenau, donde pasa por la «enfermería» previa a la cámara de gas. Su fallecimiento está certificado el 17 de agosto. En octubre, desconocedor de la suerte de su esposa, Michel Epstein es arrestado. Las niñas huyen con papeles, joyas y el preciado cuaderno. Los meses que siguen serán una huida constante.

Tras la liberación, Denise y Elisabeth irán a diario a esperar a sus padres a la Gare de l’Est. Todo será en vano: Michel había muerto gaseado en Auswitch en noviembre del 42. Muchos años después, Denise confiesa que aún seguía persiguiendo siluetas por la calle. Treinta años más tarde, Denise se enfrenta en soledad a sus recuerdos: abre el manuscrito y decide trasvasar con ayuda de una lupa esa microscópica escritura a un soporte legible. Las páginas de la amenaza aún reverberan la vergüenza de la derrota. Desde 1975, Denise irá transcribiendo el manuscrito con la paciencia del artesano que taracea un delicado ajedrez. En 2004, durante una conversación intrascendente en la presentación de un libro, Denise pone en conocimiento de la especialista Myriam Anissimov la existencia del manuscrito; absolutamente estupefacta con la noticia y puesta de inmediato manos a la obra, consigue editar Suite francesa el 20 de septiembre. En octubre, durante la Feria del Libro de Francfort, los derechos de esta novela baten records inimaginables en el mundo editorial. El 8 de noviembre de 2004, Suite francesa gana el prestigioso Prix Renaudot a título póstumo. Dos años después de la edición española, esta novela sigue siendo una verdadera revelación.

Pero la peripecia del libro no enmascara su calidad literaria: estamos ante una excelente novela documental que avanza por la condición humana desde la mirada perpleja de una mujer cuyo mundo se desmorona; los ojos de Némirovsky contemplan, no sin cierto asombro, la fragilidad del castillo de naipes en que se había convertido la sociedad francesa en 1940. El exilio ya pasó por Irène, el alejamiento de lengua, padres y tierra es en ella una experiencia vívida, y no puede evitar una mirada irónica ante la fragilidad de la moral burguesa. Si la crisis hace aflorar lo mejor y lo peor del ser humano, aquella desveló una urdimbre social extremadamente frágil. En Suite francesa, el lenguaje se nutre de la imaginación cinematográfica de su autora, capaz de posar su objetivo en los rincones más escondidos del éxodo francés; todo se cuenta, todo halla cobijo entre sus páginas, no hay nada que se esconda a la mirada omnisciente de Némirovsky, por lo que al lector no le queda sino digerir esa intrahistoria echando mano de su batería moral. Recuerda en algunos momentos al estilo de otro transterrado, Max Aub, en cierto modo un paralelo a Némirovsky en ese narrar perplejo que despliega en otra novela de éxodo, El campo de los almendros; incluso a la sorprendida cámara de Vassily Grossman en sus notas sobre la Alemania ocupada por los rusos. Hay en Irène la voluntad de mostrar lo que esconde el alma en momentos en los que el cuerpo alcanza sus límites, y un cierto hálito de desprecio hacia los que huyen, nacida en una mujer que ha decidido esperar sentada sobre su dignidad, sin intención alguna de asumir otro éxodo forzado.

Se trata, desde luego, de una novela de antihéroes, una extraordinaria narración para los tiempos que corren. Si en las crisis pudiéramos echar mano de agujas de marear, Suite francesa nos indicaría qué caminos no conviene recorrer.

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