Cardenal, Ernesto: Poesía completa. Trotta, Madrid, 2019. 1232 páginas. Edición y estudio preliminar de María Ángeles Pérez López. Comentario realizado por Víctor Herrero de Miguel.
Cuando Dante, en el último canto de la Comedia, contempla el rayo de luz del Paraíso, escribe estos versos:
Nel suo profondo vidi che s’interna,
legato con amore in un volume,
ciò che per l’universo si squaderna.
Hay quien, en un ejercicio borgiano de lectura, ha querido identificar la visión del poeta toscano con el libro que él mismo escribe, como si ese códice cosido con amor fuese el propio poema de Dante, un mapa del universo tan detallado y extenso que coincide casi en sus dimensiones con las del universo mismo. La primera sensación que tuve al sostener en mis manos esta edición de la poesía completa de Ernesto Cardenal (Granada, Nicaragua, 1925) fue la de tener ante mí, encuadernada en tapa dura, una inmensa porción del cosmos, una miríada de galaxias enhebradas con amor. Después, y celebrando un rito que en ocasiones cumplo cuando me acerco a un poemario, leí las primeras y las últimas líneas de la obra y certifiqué, gozoso, el tránsito de la intuición a la certeza. El primer nombre que aparece en el libro es el de Claudia, la destinataria adolescente de Epigramas, el primer libro de Cardenal. El nombre que cierra esta poesía completa es Dios, el omnipresente y escondido amante del poeta. Entre uno y otro extremo, y a través de los muchos tonos y registros, de las variaciones temáticas, de los cambios de localización y tiempos, el único habitante del libro, el cuerpo en que se encarnan todas sus palabras es el amor.
Leer a Cardenal, y hacerlo a la par que se leen los muchos pasos de su vida, supone de algún modo retornar a tiempos antiguos en los que el cambio exterior, por llamativo que fuese, no era asociado inmediatamente al cambio interno. Tiempos en los que los poetas no sentían contradicción ante el poliedro del deseo. De sus muchas caras y de su unidad intrínseca es de lo que escribe este hombre del que decimos que ha sido bohemio, monje, revolucionario, gobernante, sacerdote, místico, fundador…
El estudio de María Ángeles Pérez López —que ya cuidó la edición de Hidrógeno enamorado, antología con la que en el año 2012 la Universidad de Salamanca festejó la concesión a Ernesto Cardenal del XXI Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana— es una brújula bien orientada para recorrer con lucidez la vida y la obra del nicaragüense. Que la estudiosa sea también poeta es asunto no menor pues, además de en la limpia belleza de su escritura, tal condición se trasluce en la inteligencia con la que descubre y cifra la médula de la poesía cardenaliana. En ninguna de las cuarenta y cinco páginas del prólogo sentimos la pesadez erudita en la que no pocos transforman la gracia poética. Pérez López, al contrario, nos ofrece perspectivas necesarias y plurales desde las que contemplar el vuelo del poeta. Ahorrándonos la fatiga y el sudor, nos regala el fruto y la savia.
Disponer en este único volumen de la poesía que se ha ido leyendo fragmentariamente permite al lector gozar la cercanía física de realidades que, en sus raíces escondidas en la tierra, siempre estuvieron cerca. Es como alcanzar una mirada sincrónica que anticipa la mirada de Dios, el perfecto lector de poesía, quien lo contempla todo sub specie aeternitatis, es decir, abrazando en su mácula lo abstracto y lo concreto, lo uno y lo múltiple, lo acabado, lo que dura, lo que será. Así, transitando por las más de mil doscientas páginas del libro, palpamos la convergencia profunda que existe entre el joven imitador de Propercio (“Yo no canto la defensa de Stalingrado / ni la campaña de Egipto / ni el desembarco de Sicilia / ni la cruzada del Rin del general Eisenhower: / Yo solo canto la conquista de una muchacha”), el profeta maduro que lanza un oráculo sobre Managua (“Anunciad que el Reino de Dios está cerca. / Como una célula seminal masculina penetra en el óvulo femenino”) y el anciano sereno que, en poema fechado en junio de 2019, afirma de este modo la primacía de la vida: “Dios ha querido un planeta alegre / un planeta alegre con arte y poesía / y también Paz”.
No hay aquí muchos hombres sino uno solo que camina por las geografías dilatadas de la humanidad. Existe algo que une a Ernesto Cardenal con el rey David, y este vínculo va más allá de que el poeta sacerdote americano haya escrito de nuevo los salmos del poeta monarca de Israel (¿cómo olvidar su versión del salmo 130?: “yo no tengo propiedades ni libretas de cheques / y sin Seguros de Vida / estoy seguro / Como un niño dormido en los brazos de su madre…”). Cuando David testa a favor de Salomón, su herencia consiste en estas frases: “Yo emprendo el viaje de todos. ¡Ánimo, sé un hombre!” (1Re 2,2). En esta breve admonición se condensa una vida larga, contradictoria y coherente al mismo tiempo: el joven pastor convertido en soldado, el citarista y el prófugo, el caudillo militar, el que baila desnudo delante de Dios, el que no sujeta sus deseos, el amante y el amado y el que llora su amor. Al igual que en las de David, hay en las células de Ernesto Cardenal una condensación tal de humanidad que sus palabras parecen poros abiertos de un cuerpo que ha recorrido el viaje de todos. Un cuerpo convertido en cadencia. Derramado en su voz.
De acontecimiento universal ha de calificarse entonces esta edición de un poeta que ha hecho del universo su hogar. Un observador minucioso de lo grande y lo pequeño. Un perito en microscopios y catalejos. Un fascinado por la vida. Uno que, como Dante ante Beatriz y ante el Creador, ha comprendido que ser es ser en otro ser solo somos al amar.
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