lunes, 2 de marzo de 2020

Miguel Carcasona: Hannibaal. Por Jorge Sanz Barajas

Carcasona, Miguel: Hannibaal. Pregunta Ediciones, Zaragoza, 2019. 223 páginas. Comentario realizado por Jorge Sanz Barajas.

La novela histórica corre el riesgo de convertirse en una mera escenografía episódica. El lector se conforma con ambientaciones más o menos fiables que le permitan entender de manera sencilla algo tan complejo como la historia. Eso está bien, siempre y cuando uno no crea que conoce la historia porque ha leído novelas. Simplificar es interesante si lo que se pretende es divulgar, pero para construir identidades compartidas es necesario algo más que un buen guion. Es cierto que novelistas e historiadores han vivido siempre en una edificante tensión creativa: Manuel Tuñón de Lara solía decir que para entender el siglo XIX, lo mejor era leer a Galdós, mientras que para comprender el XX, lo mejor era acercarse a Max Aub. Los buenos novelistas no prescinden de la tarea más interesante: la documentación.

Hay más de uno que (omitiré los nombres, por decoro) contrata esa faena y luego sale lo que sale… Hay también quien cree que podría contar la historia mejor que los historiadores: sin comentarios. Sin embargo, nadie pondría en tela de juicio que la simbiosis entre unos y otros da lugar a artefactos más que interesantes.

Hoy sabemos que uno de los terrenos más fértiles para que esta simbiosis dé fruto es de la novela histórica, diríamos, “de interior”. Desde Marguerite Yourcenar a Gore Vidal, de Vargas Llosa a Emmanuel Carrère, encontramos novelas que recrean el poso que dejan los acontecimientos en la mentalidad de quienes los viven o los pergeñan. El Hannibaal del oscense Miguel Carcasona sigue esta interesante estela literaria. Al final de sus días, el general cartaginés trata de responder a la pregunta más difícil, aquella que formulara el poeta Miguel Labordeta: “¿Quién fui yo?”. El hombre que puso en jaque a todo un imperio, al mando de un ejército construido a base de mercenarios, se plantea si valió la pena sacrificarlo todo, absolutamente todo, por la palabra dada en su infancia a su padre. La lealtad a los progenitores y a sus descendientes mueve a Hannibaal; también al joven Publio Cornelio Escipión, quien, con diecisiete años, en medio del fragor de la batalla de Cannas, se lanza a caballo y en solitario contra el ejército cartaginés para salvar a su padre, caído y amenazado de muerte. Hannibaal nunca olvidará aquel gesto del hombre que será su peor enemigo y su mejor amigo, el único del que podrá fiarse, el discípulo que le derrota con sus propias armas, el único capaz de doblegarle haciendo uso del talento y el valor.

La novela es un viaje interior, encuadernado en fascinantes escenarios. El relato aviva la épica pero se detiene allí donde comienza a brillar la lírica de la introspección. Porque esta novela es un viaje interior por la médula moral de un héroe a escala humana, que ha hecho de la dignidad una bandera y del escepticismo, un método. Hannibaal es un estratega capaz de poner en jaque al Imperio pero, ante todo, de ponerse a sí mismo en cuestión. Estas podrían ser las tres vértebras que envuelven la médula de esta espléndida novela si el lector quisiera quedarse ahí: en el suceso. Pero si decide asomarse al interior, lo que hallará es la historia de un hombre de palabra condenado a seguir siéndolo, pase lo que pase, un arquitecto que anhela construir tanto como ha destruido, un narrador que quiere apurar su relato hasta el último instante de su vida.

Lo mejor de esta novela es la manera de narrar, la sintaxis precisa, el calibre con que Miguel Carcasona ajusta cada palabra en su caja para que la lectura fluya sin otra melodía que la templada voz de Hannibaal, sin turbideces, sin estridencias. El lector podrá seguir el curso de la pluma de un héroe que considera vital escribir de su puño y letra el relato que entregará en la hora postrera al criado Sógenes, quien a su vez lo hará llegar a manos de Aristón. Nadie sabe cómo llegó al final a manos de Polibio o a Tito Livio. Esa sería otra buena historia.

Decíamos que la novela revela el metabolismo moral de Hannibaal. Más allá del guerrero, encontramos al hombre que admira a su enemigo y se sienta a su lado. Carcasona recrea varias escenas soberbias: el cartaginés, despidiendo a su traductor para poder hablar en latín con Escipión antes de la fatídica batalla de Zama; el general que acaba de perder a su esposa Himilce y decide entrar en su habitación tras años sin hollarla; el hombre, derrotado por sus propios recuerdos, hallando entre los vestidos de ella saquitos de olorosas hierbas de su tierra natal. También el fracasado, el políglota, el escéptico, el distante arquitecto de sí mismo, el hermano que ha enterrado a todos los suyos, el amante que renunció al amor de la cautivadora Cecilia en Salapia en favor del rigor, el amigo que se ha despedido de la amistad, el nómada que no encuentra un lugar donde descansar, el anciano que ha visto todas las tierras y no ha poblado ninguna. 

No hallará el lector un simple relato episódico. Las descripciones no son las de un militar sino las de un viajero. El casto Hannibaal emula a Alejandro Magno en su búsqueda del conocimiento. Los puertos de Bitinia, los caminos de la Galia, los escarpados senderos alpinos, las ciénagas de la llanura italiana, la luz de Éfeso, el mar de Samos, los aromas del mercado de Salapia, la hogareña paz Kar Hadast, Ispania como cordón umbilical entre la patria y el exilio, todos estos lugares van dejando en Hannibaal un poso que no halla en el desordenado afán de la conquista y el botín. 

Sin embargo, ese poso va germinando en el general derrotado hasta convertirlo en un brillante estadista. Conserva la impronta moral, la energía del mando. No elude la derrota, pero sabe hacerle hueco a la resiliencia. Hannibaal, derrotado en Zama, a las puertas de Cartago, se convierte en sufete, la más alta magistratura de la ciudad, para terminar con la corrupción de los Hannón, enemigos ancestrales de los Barca. Hace cosas extrañas, modernas, impensables incluso hoy en día. Hannibaal, constructor, envía a su ejército a repoblar de olivos los alrededores de Cartago. Hannibaal, magistrado electo, audita las cuentas municipales y lleva a cabo una profunda reforma fiscal que castiga a las grandes fortunas y desmonta las tramas corruptas de Cartago. Hannibaal, escéptico, destierra de su vocabulario la palabra entusiasmo para erigir la entrega y la constancia. Hannibaal, sin necesidad de elefantes, construye viviendas, diseña modernos barrios, alinea calles, reforma la administración. En el relato conocemos a un Hannibaal que ambiciona experiencias y conocimiento, no riquezas. No siempre es comprendido por los suyos, que no acaban de entender su abstinencia sexual, su desinterés por el botín. Uno de sus fieles, Maharbal, le espeta: “sabes vencer pero no sabes aprovecharte de la victoria”. Ese es Hannibaal, hijo del rayo: un contemplativo encerrado en el cuerpo de un guerrero. Ni siquiera la victoria a lomos de los elefantes traídos de Libia, Numidia, Gatulia o las lejanas estepas consiguen rescatar la palabra “entusiasmo” de su escéptica moralidad.

Hannibaal observa la realidad con un ejemplar distanciamiento, sabe que “la distancia iguala el brillo de la joya con el de la espada, el de la túnica de lino con el andrajo”. Sabe que la victoria es solo una cuestión de perspectiva, y que “un ejército te quita la comida si es amigo, y la vida si es enemigo”. Hannibaal acaba siendo un socrático que nada espera porque nada debe, un hombre cuya alma ha muerto antes que su cuerpo. Sabe que la única razón para seguir adelante es existir en construcción: hasta el final.

Es brillante el relato de la relación con Escipión, admirado rival, enemigo compañero. Tras leer esta espléndida novela de Miguel Carcasona, uno no deja de pensar que las vidas ejemplares asoman una y otra vez la nariz allí donde los gobernantes se empeñan en ignorarlas.

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