Perutz, Leo: El maestro del juicio final. Libros del Asteroide, Barcelona, 2017. 226 páginas. Traducción de Jordi Ibáñez. Comentario realizado por Fátima Uríbarri.
El barón Gottfried Adalbert von Yocsh no ha podido olvidar los hechos. Se lo cuenta al lector desde la primera página en un texto calificado como ‘Prólogo en lugar de un epílogo’. Lo que sucedió es la muerte inesperada de un buen amigo suyo y la inmediata sospecha de haberlo asesinado que cayó sobre él. Una situación difícil. El maestro del juicio final comienza con esta recapitulación realizada por el protagonista. Es fácil poner cara y cuerpo al barón von Yocsh cuando recuerda los hechos que tanto quebranto le proporcionaron. Lo visualizamos sentado en el gabinete de su casa vienesa, dando bocanadas a su pipa mientras lee en la prensa “los consabidos artículos en torno a la cuestión de los Balcanes”. Estamos en 1909, ya bulle la olla política que después estallará y provocará el arranque de la I Guerra Mundial. La novela, sin embargo, se publicó en 1923, literatura cuando su autor, Leo Perutz, era un escritor en ascenso: fue muy popular en los años 20 y 30 del siglo XX.
El barón von Yosch es el narrador de la historia que se cuenta en este libro, que es una mixtura de literatura clásica centroeuropea con novela policiaca y literatura fantástica. Hay algo de Kafka, notas de Sherlock Holmes, aromas de Edgar Allan Poe y un toque fantástico que encantó a Jorge Luis Borges. Por eso Borges y Adolfo Bioy Casares, tan aficionados a las historias misteriosas, la incluyeron en El Séptimo Círculo, su colección de novelas policiales.
En El maestro del juicio final lo centroeuropeo se palpa en el ambiente. Leo Perutz no es maniático de los detalles, pero sabe bien cómo dibujar una atmósfera. Vemos al barón bien afeitado con camisa de cuello duro, corbata y sombrero, con guantes de cabritilla cuando camina por las calles de Viena. Imaginamos el ambiente de la ópera, esos días con El crepúsculo de los dioses en escena, según nos cuenta el barón en la apertura de El maestro del juicio final. Hay cocheros, calles adoquinadas, caballeros que defienden su honor, criados que organizan el equipaje del señor llenando robustos baúles… La acción transcurre en Viena y el autor nació en Praga: se respira esa Europa de cafés y música clásica.
Policiaco es el corazón de la trama. El célebre actor teatral Eugen Bischoff muere repentinamente. Todo apunta a que algo o alguien lo ha impulsado a meterse un tiro en la cabeza. Pero resulta muy extraño: un rato antes había estado tan tranquilo en un pequeño recital musical en su casa, con sus amigos de siempre, uno de ellos, el barón von Yosch. ¿Por qué de pronto Bischoff se encerró con llave? ¿Por qué escucharon dos disparos?
Las sospechas caen como yunques pesados sobre el barón von Yosch: hay pruebas que apuntan a él. Y hay un móvil, el barón está enamorado de Dina, la esposa de Eugen Bischoff, incluso ha sido su amante: tiene motivos para desear la muerte del actor. La policía va a caer sobre el barón. Lo juzgarán. Está en un serio aprieto. Además, hay otro elemento crucial para él: el honor. Es capitán de caballería del 12.º Regimiento de Dragones, de ninguna manera su reputación puede quedar manchada. Para demostrar su inocencia, el barón debe hacer pesquisas. También investigan los otros amigos del grupo, el ingeniero Solgrub (un tipo inteligente e inquietante) y el doctor Gorski. Forman un tándem que podría recordar a Sherlock y Watson. Sus maneras detectivescas son propias de ese ‘mundo de ayer’ que tan bien retrató otro escritor centro europeo, el austriaco Stefan Zweig.
Resulta muy agradable leer en estos tiempos de móviles y Google cómo el barón envía notas escritas con pluma a través de sirvientes encorbatados que toman el tranvía para visitar una comisaría poblada de policías con bigotes engominados y retorcidos. Las investigaciones de von Yosch son deliciosas por esa cadencia antigua que se ha perdido. Siguiendo pistas se adentra en barrios que huelen a coles podridas. Visita antros con sus habituales borrachines sudorosos. Son lugares extraños para un noble capitán de caballería. Son escenarios que traen a la mente los Cuentos de la Malá Strana, de Jan Neruda, escritor de Praga, como Leo Perutz.
Pero El maestro del juicio final no es la historia de la resolución de un crimen. Es más interesante que eso. Antes que el actor Bischoff se pegara un tiro, murieron en circunstancias similares una serie de hombres. En apariencia no hay vinculación entre ellos. Tampoco se explican sus muertes repentinas. Se suicidan con angustia infinita. De pronto. Encerrados en habitaciones. Así siembra Leo Perutz una intriga que alimenta el interés del lector. La habitación cerrada es un antiguo y eficaz ardid para incrementar la incertidumbre. Pero además en El maestro del juicio final hay otro ingrediente añadido que añade misterio y riega la novela con ecos antiguos, de alquimia y magia. No podemos desvelar de qué manera lo hace porque desnudaríamos el misterio, pero es algo que recuerda al golem de la mitología judía.
Leo Perutz (1882-1957) era judío, de origen sefardita. Se salvó de la hecatombe porque huyó a tiempo: emigró a Tel Aviv en 1938. Pero no se despegó del todo de Viena: vivió a caballo entre las dos ciudades desde 1950 hasta que murió en 1957. Logró la fama y el prestigio en vida. Perteneció al círculo de los escritores e intelectuales más importantes de su tiempo como Robert Musil, Oskar Kokoschka, Bertold Brecht o Franz Werfel, entre otros.
En España, Libros del Asteroide ha recuperado algunas de sus obras como esta y De noche, bajo el puente de piedra. Se agradece el retorno de buenos autores olvidados, Perutz es uno de ellos. Es un escritor discreto, hábil y eficaz. Sobresale por su manera de sembrar inquietud y su soltura a la hora de desenredar la madeja. Es fácil meter a los lectores en laberintos e intrigas, lo difícil es sacarlos de allí de una forma complaciente, verídica y si es con sorpresa, mucho mejor. Leo Perutz lo consigue. Lleva en vilo a su protagonista hacia el final. Pobre barón, se siente acorralado. Del miedo se habla mucho en El maestro del juicio final: “Algo había dentro de mí que me obligaba a dar un rodeo cada vez que me encontraba con alguien de frente. Evitaba los círculos luminosos de las farolas de gas, buscaba las sombras, y cada vez que oía acercarse unos pasos detrás de mí tenía un sobresalto”, cuenta el barón. Lo asalta un temor que flota en el ambiente. Lo alimenta el halo sobrenatural que visita la novela. Se expande una bruma de inquietud y sobresalto: “El auténtico miedo es el miedo del hombre primitivo cuando se alejaba del resplandor de la hoguera para adentrarse en la oscuridad, cuando caían rayos enfurecidos de las nubes, o cuando desde los pantanos retumbaban los chillidos de los saurios: el miedo primigenio de la criatura errante y solitaria”, explica el doctor Gorski. Se comprende que lo admiraran Jorge Luis Borges y Alfred Hitchcock. También disfrutarían Agatha Christie y Franz Kafka, alberga una curiosa mezcolanza entre las particularidades propias de ambos. Pero eso no resta méritos a Leo Perutz: él también tiene un sello propio. Se disfruta de su lectura.
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