Eagleton, Terry: Esperanza sin optimismo. Taurus, Madrid, 2016. 248 páginas. Traducción de Belén Urrutia. Comentario realizado por Sergio Gadea.
El nuevo libro del crítico literario británico Terry Eagleton llega en un buen momento para todos los lectores que sueñan con otro mundo posible pero que no ven grandes cambios. Las preguntas que la obra intenta responder se las hace cualquiera que, a pesar de todo, mantiene su confianza en el futuro y no quiere caer en simplezas: ¿Cabe mantener una visión positiva del mundo, tan lleno de desigualdades e injusticias? ¿Qué sentido tiene pensar que en el futuro nos irá mejor cuando el pasado está lleno de episodios trágicos y vergonzosos? ¿Basta solo con una actitud confiada y optimista? ¿Se puede dar una base racional a la esperanza?
Siendo un referente del pensamiento de izquierdas, la respuesta de Eagleton no cabe ser definida como trasnochada o como demasiado agorera: el optimismo no es lo mismo que la esperanza auténtica que, como intenta mostrar a lo largo del libro, debe estar basada en razones. Es más, el optimismo (en el fondo, ingenuo y extravagante) y la esperanza (racional y con ciertos tintes escatológicos) son irreconciliables. Desde el primer momento, el autor se inclina por la “esperanza desesperada” que puede sobrevivir a la catástrofe general.
En el fondo de toda su concepción laten dos ideas que proceden de un materialismo histórico revisado: 1. La esperanza tiene sentido dentro de la historia porque esta es un devenir; 2. Tanto el éxito como el fracaso de cualquier proyecto, rebelión o intento de mejorar la situación de la humanidad no son sino contingentes a la propia historia. A pesar de que no tenga un carácter absoluto o ideal, es esta clase de esperanza la que haría falta para cualquier cambio radical.
Desde esta óptica, el pensador inglés critica la banalidad del optimismo y las propuestas de liberales actuales como Matt Ridley. Así, Eagleton se separa del progresismo ingenuo que considera el crecimiento y la innovación como dos hechos buenos en sí mismos. Por el contrario, la esperanza que él busca, en el capítulo segundo, no es un deseo y, aunque se le asemeja, tampoco acaba siendo una virtud, sino una disposición y una orientación moral: la esperanza es algo específico del ser humano y que cabe ser aprendida, pero que no puede alcanzarse por la propia autodeterminación ni por la vía del conocimiento.
Eagleton excava esta concepción acudiendo a grandes figuras de la literatura anglosajona: T. S. Elliot, Shakespeare, Fitzgerald, Joyce, Dickens, entre otros. También acude a la filosofía y a la crítica literaria: Kant, Marx, Kierkegaard, Nietzsche, Unamuno, Benjamin o Adorno. Y, sobre todo, mantiene un diálogo con sus dos grandes fuentes de inspiración: por un lado, con el cristianismo y la esperanza escatológica y, por otro, con el marxismo. De hecho, al análisis de El Principio Esperanza de Ernst Bloch le dedica un capítulo entero, criticando de una manera elegante la esperanza ontológica que parece estar incorporada a la estructura del mundo. Para Eagleton, Bloch caería en algo que parece propio del pensamiento político de izquierdas: la renuencia a pensar siquiera en la posibilidad de un fracaso en los proyectos para hacer de este mundo un lugar mejor para la humanidad. A pesar de la gravedad de los temas y de la cantidad de las fuentes citadas, la lectura resulta agradable por la claridad y la pertinencia de los comentarios de Eagleton a los autores que han aportado algo relevante al concepto de esperanza. Y, sobre todo, por el uso inteligente del humor y de la ironía con los que consigue que hasta se pase un buen rato. Si la mejor manera de defender la esperanza en la humanidad es el compromiso con el presente, nunca se podrá hacer sin la capacidad del ser humano de reírse de sus propios proyectos fracasados.
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