jueves, 17 de mayo de 2018

Monika Zgustova: Vestidas para un baile en la nieve. Por Fátima Uribarri Bilbao

Zgustova, Monika: Vestidas para un baile en la nieve. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017. 268 páginas. Comentario realizado por Fátima Uríbarri (Periodista. E-mail: fauribarri@gmail.com).

Por nada

Hay una escena de Un día en la vida de Ivan Denisovich especialmente impactante. Cuenta Solzhenitsyn que cuando los presos bajaban de los vagones de ganado en la gélida Siberia, los guardias les preguntaban uno a uno nombre y años de condena. Los hombres exhaustos, hambrientos, destrozados tras semanas de hambre y frío en los vagones respondían cabizbajos. Los guardianes chequeaban en sus libretas y la fila avanzaba triste.

Pero hubo un caso que a Solzhenitsin le llamó la atención. Uno de los condenados dio su nombre y los años de pena, 20. La mayoría estaban condenados a diez años. ¿Motivo de la condena?, preguntó el guardián. Por nada, respondió el preso. Imposible, le espetó el carcelero, por nada son diez años. Para ser condenado a trabajos forzados en el hielo no hacían falta motivos. Esa es una de las mayores perversidades del régimen de terror implantado en la Unión Soviética. Lo muestra muy bien Vestidas para un baile en la nieve, el testimonio sobrecogedor de nueve mujeres que lograron la proeza de sobrevivir a los campos del Gulag.

No saber por qué te condenan. A dónde te llevan. Que te obliguen a realizar trabajos inútiles como levantar un muro pesado deslomándote con cada piedra, despellejando tus manos para colocarlas y que a continuación, la orden sea desmontar ese muro, es todavía más penoso porque es una labor inútil. Puro Sísifo. Kafka. Dante. Faltan palabras para definir esa tortura.

Llama la atención que las mujeres a las que ha entrevistado Monika Zgustova coincidan casi siempre en qué fue lo peor y lo mejor de su pesadilla. Lo peor no fue el hambre omnipresente, hiperbólico, literalmente mortal que padecieron. Ni las palizas. Tampoco las torturas: alguna de ellas estuvo encerrada en mazmorras subterráneas medievales en las que no se podían tumbar. Cubículos húmedos, oscuros, heladores. Agujeros. En semejante ‘tumba’ aguantó ¡un año! la actriz Tatiana Okunévskaya. Cuando la sacaron no podía caminar, ni hablar, ni ingerir comida normal (se había habituado a la dieta de agua sucia).

Las torturas, el hambre, el frío no fueron lo peor, cuentan las supervivientes del gulag. Lo peor era la arbitrariedad. La injusticia. Y lo mejor, la amistad. En situaciones extremas se topa uno con comportamientos extremos, con la maldad pura y gratuita y con una bondad insensata. Estas mujeres conocieron el bien y el mal superlativos. Y al salir todas se sintieron solas, incomprendidas, ajenas al mundo de fuera del gulag donde la gente se preocupa por tonterías, donde imperan las nimiedades, donde se vive en la superficie.

Los libros de supervivientes son muy aleccionadores. Son eficaces manuales de instrucciones de vida. Se aprende lo que importa y lo que no. Y se descubren sorpresas: a las mujeres de Vestidas para un baile en la nieve les salvó la poesía. Componían versos aunque no pudieran escribirlos. Los recitaban. Recordaban los libros que habían leído cuando eran libres. Las que sabían música fueron capaces de escuchar sinfonías y óperas dentro de sí mismas y escapar así del espanto.

Talar un árbol gigante, de tronco imponente. A cuarenta grados bajo cero. Sin calcetines (estaban prohibidos en los campos). Envueltas en harapos. Las manos agrietadas y tiesas. El viento ululando. Y ellas eran capaces de olvidar todo aquello porque en su cabeza resonaban los versos. La cultura, el arte, el conocimiento son un salvavidas. Muchos presos del gulag se jugaron la vida por debatir en pedacitos de papel, con letra minúscula, sobre Kierkegaard, Goethe, Beethoven, Gogol... Los supervivientes cuentan que acceder a un libro era la vida, la salvación, significaba la belleza, la libertad y la civilización en medio de la barbarie. Por eso cuando recobraron la libertad estas mujeres se atiborraron de lecturas. Sus pequeños apartamentos, situados en suburbios grises y fríos, custodian el tesoro de sus bibliotecas formadas por libros paladeados una y otra vez. “Leyendo me olvidaba de mi vida malgastada”, dice, por ejemplo, Valentina Ìevleva.

Kolymá, Vorkutá, Norilsk. Es leer estas palabras y estremecerte. Los campos de trabajos forzados estaban en el Círculo Polar, en el más allá. Allí fueron a parar unos 29 millones de personas. El gulag era una maraña de hasta 500 campos. Delincuentes, poetas, científicos, médicos, madres, abuelas, gente de todo tipo fue enviada allí por los más diversos motivos, uno de los más frecuentes era por nada. Porque sí. Porque ya enviaron antes a tus padres y a tus abuelos. Porque durante la guerra sobreviviste a la invasión nazi, luego eres un traidor. No importa que te jugaras la vida resistiendo o ayudando a los tuyos: estás vivo y eso prueba que eres culpable. Porque te has negado a firmar una acusación falsa que condenaría a un ser querido. Porque te ha denunciado tu vecino para quedarse con tu piso. Porque has recitado una poesía triste en tu instituto y la juventud soviética no está triste, te regaña la profesora. “La tristeza es decadente”, apostilla la maestra en una reprimenda realizada ante el resto de la clase, humillándote.

Monika Zgustova, escritora, periodista y traductora checa ha buceado en la pesadilla rusa en varios de sus libros, en Las rosas de Stalin cuenta la odisea de otra de las víctimas del tirano, su propia hija Svetlana Alilúyeva. En Vestidas para un baile en la nieve utiliza el formato periodístico. Explica cómo se encuentra con sus interlocutoras, cómo son sus apartamentos, si se toman un té mientras charlan, cómo es su estado físico: muchas de ellas tienen serios problemas de movilidad, no les sostienen las piernas. Son secuelas de los años de malnutrición.

La escritora se queda detrás del telón. Igual que la Premio Nobel bielorrusa Svetlana Aleksiévich. Su trabajo consiste en colocar el micrófono frente a los protagonistas de la Historia. Dice Zgustova que sus interlocutoras en este libro son las conocedoras de la verdad “de la historia verdadera”.

La primera en dar su testimonio es Zayara Vesiólaya. Ella es quien proporciona título al libro. Estaba en una pequeña fiesta en su piso de estudiante universitaria cuando llegó el temido cuervo, el coche negro de la KGB que llevaba a sus presas a las celdas de la Lubianka, la temible prisión moscovita, el primer escalón del infierno. Zayara estaba vestida para un baile cuando se la llevaron. Y así llegó a la nieve, con falda y tacones, tras meses de tortura y cárcel.

Es una imagen potente de la sinrazón que envuelve a las historias de casi todas estas mujeres. Solo dos eran disidentes. Solo dos sabían a lo que se exponían. Las demás son víctimas de las condenas ‘por nada’. Sobre todo lo es Galia Safónova que nació en un campo de trabajos forzados del Norte de Rusia en los años 40. Menuda escuela de vida tuvo la niña Galia. También se recogen las historias de mujeres que estuvieron presas con ellas. Así se recuerda a Lina, la española que se casó con el compositor Serguei Prokofiev; a la poeta Marina Tsetáyeva, a Anna Ajmátova y a Olga Ivínskaya la amante de Boris Pasternak, la mujer que le inspiró el personaje de Lara en su novela Doctor Zhivago.

La Historia se escribe con libros como este. Con las palabras que narran la verdad de los hechos. Hay que agradecer a Monika Zgustova que haya dedicado años de su vida a recopilar estos testimonios, recogidos en suburbios moscovitas, en París y en Londres. En cada superviviente hay una lección de vida. También Vestidas para un baile en la nieve ayuda a descifrar la impresionante capacidad de resistencia del pueblo ruso. Y es un libro que retrata uno de los disparates más crueles de la Historia: el terror soviético. Sus tentáculos llegaban a todas partes. Destrozaban vidas. Porque sí. Por nada.

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