García Rubio, Antonio: Perlas en el desierto. Evangelizar hoy con el sentido de Carlos de Foucauld. PPC, Madrid, 2018. 269 páginas. Comentario realizado por Ramón Gómez Ruiz.
El desierto ha sido un motivo muy ahondado en la historia de la espiritualidad cristiana. Es el lugar que, en medio de arenales y oasis, ha dado grandes frutos humanos y espirituales. El desierto ha dado al mundo cristianos de gran talla. Uno de ellos es el Hno. Carlos de Foucauld, y uno de los grandes valores del Frère Carlos es su cercanía a nosotros en el tiempo (1858-1916). Los grandes padres del desierto tuvieron que responder a unas circunstancias concretas que exigían una respuesta de gran radicalidad cristiana. Pero la cercanía de Foucauld en el tiempo puede ser una luz que ilumine nuestros pasos en el desierto de aislamiento, esclavitud digital, de soledad en la humanidad… para llegar al Señor del desierto, descubierto por los primeros anacoretas del cristianismo, por el Hno. Carlos y por tantos otros.
El desierto cristiano es una escuela de evangelización para el desierto del siglo de hoy. Esta es la experiencia de fe que nos quiere mostrar Antonio García Rubio, sacerdote madrileño (Guadalix de la Sierra, 1951) que ejerce su ministerio en la unidad pastoral de San Blas de Madrid. A lo largo de las doce perlas que se van desgranando en este desierto de 269 páginas se oye el latir de un corazón apasionado por Dios y apasionado por la misión de llevar a Dios al hombre y al hombre a Dios. Este “crear puentes” entre lo humano y lo divino es la clave de la tarea evangelizadora a la que estamos llamados todos los bautizados, también los laicos, pues no es cosa de curas únicamente. La evangelización es una exigencia común al bautismo. Este es el hilo conductor de las perlas que descubrimos en este desierto de papel.
El desierto ha sido un motivo muy ahondado en la historia de la espiritualidad cristiana. Es el lugar que, en medio de arenales y oasis, ha dado grandes frutos humanos y espirituales. El desierto ha dado al mundo cristianos de gran talla. Uno de ellos es el Hno. Carlos de Foucauld, y uno de los grandes valores del Frère Carlos es su cercanía a nosotros en el tiempo (1858-1916). Los grandes padres del desierto tuvieron que responder a unas circunstancias concretas que exigían una respuesta de gran radicalidad cristiana. Pero la cercanía de Foucauld en el tiempo puede ser una luz que ilumine nuestros pasos en el desierto de aislamiento, esclavitud digital, de soledad en la humanidad… para llegar al Señor del desierto, descubierto por los primeros anacoretas del cristianismo, por el Hno. Carlos y por tantos otros.
El desierto cristiano es una escuela de evangelización para el desierto del siglo de hoy. Esta es la experiencia de fe que nos quiere mostrar Antonio García Rubio, sacerdote madrileño (Guadalix de la Sierra, 1951) que ejerce su ministerio en la unidad pastoral de San Blas de Madrid. A lo largo de las doce perlas que se van desgranando en este desierto de 269 páginas se oye el latir de un corazón apasionado por Dios y apasionado por la misión de llevar a Dios al hombre y al hombre a Dios. Este “crear puentes” entre lo humano y lo divino es la clave de la tarea evangelizadora a la que estamos llamados todos los bautizados, también los laicos, pues no es cosa de curas únicamente. La evangelización es una exigencia común al bautismo. Este es el hilo conductor de las perlas que descubrimos en este desierto de papel.
La primera perla invita a los laicos bautizados a ser bañados en fuego, el fuego del Espíritu que nos mueve “a proclamar y extender el Evangelio. Configurados con Cristo” (pág. 41). Al final del capítulo –como en cada capítulo-, regado con abundantes referencias y citas de Foucauld, aparece una breve síntesis que nos invita a retomar los puntos esenciales de lo que esta perla del desierto puede aportarnos en nuestra vida cristiana. La llamada a la conversión agranda el temple del aventurero (segunda perla). En nuestros planes pastorales se insiste mucho en la conversión, personal y comunitaria-pastoral, porque la conversión al Dios de Jesucristo es el punto de partida de un nuevo modo de ser y estar, de comunión y encuentro, de gozo y necesidad de anuncio. Así de polifacética es la aventura de la fe. Eso es lo que somos: “aventureros de la fe” (pág. 61). Si la conversión realmente nos agranda el temple, nos lleva a la tercera perla: descubrir que el pájaro solitario se enamora del pueblo de Dios porque “el enamoramiento del Evangelio y el deseo de proclamarlo presupone un pájaro solitario que busca la verdad. Que, a su vez, descubre el don de la comunidad, del pueblo al que ama y sirve en lo más activo y contemplativo de su ser” (pág. 87), porque “Jesús –a quién estamos llamados a seguir e imitar- ha comprendido su misión, íntimamente unida al pueblo pobre y pecador al que pretende devolver la libertad y la vida abundante” (pág. 89). En este descubrimiento de la comunidad, de los otros, es necesario pasar las pruebas y sus tentaciones, el silencio (un silencio enamorado) recobra su esencialidad en este camino de encuentro con Dios, con los otros y con uno mismo. En ese encuentro “tridimensional” descubrimos una herida que sanar, la de nuestro ego… Todo ello nos llevará a descubrir la raíz del Evangelio de Jesús. El abrazo reciclado (cuarta perla) nos recuerda la importancia humana y cristiana del abrazo: “cuanto más abrazamos la cruz, más estrechamos a Jesús, que está clavado en ella” pues “Jesús ha puesto su tienda en nuestro pecado. Así lo ha querido él y así lo ha manifestado” (pág. 101). El abrazo de Jesús posibilita la redención del pecador. Y el abrazo de Dios se puede descubrir en muchos abrazos que recibimos y que nos descubren que somos peregrinos en una aventura frágil al encuentro de nuestro pasado que, a la luz de la fe, debe ser “reciclado” y al encuentro de muchas periferias de nuestro mundo. Esto de la fe es una locura, la locura que sana locuras (quinta perla), las locuras de nuestra vida.
Por otra parte descubrimos el valor del fracaso, el fracaso que levanta fracasados (sexta perla). Rechazamos el fracaso, nuestro fracaso nos amarga. Pero humanamente Jesús fracasó, pero la locura del Evangelio aquí recobra una gran fuerza y nos recuerda que “desde los ojos de Dios no existen el éxito o el fracaso; no importan en el camino de nuestra vida en el Evangelio” pues “Dios no se deja afectar, como los hombres, por el fracaso. El aliento de su Espíritu propicia que el ser humano, aunque sometido al fracaso, continúe su realización humana y espiritual en libertad. No nos alienta a que busquemos el éxito ni a que nos hundamos en el fracaso” (pág. 137). El fracaso es una experiencia que nos humaniza y nos abre a tantos “fracasados” (según los ojos del mundo) que son destinatarios predilectos del mensaje esperanzador, liberador y sanador, en definitiva, salvador de la Buena Noticia. La séptima perla nos habla del silencio que deshiela la mente. El silencio aparece de nuevo. El silencio es un valor fundamental de la vida orante del discípulo. El silencio nos ayuda a purificar aquello que en nuestra vida necesita ser purificado y reparado, es un silencio que anonada. Otro de los grandes temas ante el que nuestro mundo grita es la soledad. Pero la soledad vacía es puerta al infinito (octava perla) porque la soledad cristiana es una soledad vacía pero que emociona, que sacia nuestra sed de amor, que se hace fecunda, es decir, habitada por Aquel que todo lo habita. Los descubrimientos e infinitos horizontes nos invitan a anonadarse, anonadarnos en la diversidad (novena perla), pues “la humanidad es un poliedro misterioso y maravilloso llamado a ser, por decisión de Dios, un pueblo de hombres libres que conviven fraternalmente y en comunión” (pág. 202), fraternidad y comunión ante las que la Iglesia tiene una vital llamada a la acogida. Una de las palabras más manidas de la teología es Kénosis (del griego κένωσις, «vaciamiento») y nos habla del vaciamiento que Cristo hizo de sí mismo, de su condición divina, en la Encarnación, como afirma Pablo (Cf. Fil 2, 1-11). A eso estamos llamados todos los bautizados evangelizadores y así nos lo cuenta la décima perla: encarnase en los últimos crea pequeños y que busca “la santidad de la gente sencilla” pues “Cristo tomó de tal manera el último puesto que nadie ha podido nunca arrebatárselo”, y por eso “la Iglesia tiene necesidad de una mística del amanecer a través de su encarnación entre los pequeños. El evangelizador cristiano, como Jesús, ha de buscar ser el último, el que nada posee” (pág. 205). Esta es la experiencia de vida y fe que el Hno. Carlos nos ofrece 104 años después de su trágico paso de este mundo al Padre.
La meta de toda nuestra vida de fe y de todo esfuerzo evangelizador es provocar el encuentro personal del hombre con Jesús que nos regala su vida, una vida abundante que se da gratuitamente, que se derrama en la cruz: la cruz destila vida no contaminada (undécima perla). El don de Dios pasa por la cruz y “hemos de perdernos en la cruz para entender la gracia que puede llegar a ser el pecado en la vida humana. Para comprender que lo oscuro y negativo se transforma en luz, que la perplejidad se transforma en certeza. ‘Feliz la culpa que mereció tal Redentor’. ‘Por el madero ha llegado la alegría al mundo entero’” (págs. 231-232). La gran comunión con Jesús, como dice Foucauld, es “seguir a Jesús (…) hacer lo que él haría. Pregúntate en cada cosa: ‘¿qué habría hecho el Señor?’ y hazlo” (pág. 236). Así y sólo así podemos llegar a descubrir, amar, profundizar, proteger… la sinfonía de la naturaleza y de las culturas (duodécima perla).
Nos encontramos, sin duda, ante un gran libro que permite ampliar los horizontes de nuestros corazones, de nuestra evangelización conjunta y co-responsable (sacerdotes, laicos, consagrados…) y de nuestra Iglesia, llamada a amar como el Señor Jesús nos amó y ama. Muchas gracias, Antonio, por sentarte a escribir y compartir tu fe.
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