Murray, Michael J. y Rea, Michael: Introducción a la filosofía de la religión. Herder, Barcelona, 2017. 432 páginas. Traducción de M. Tabuyo y A. López. Comentario de Carlos Blanco Pérez (Departamento de Filosofía, Universidad Pontificia Comillas, Madrid).
En el ámbito continental, la filosofía de la religión suele concebirse como el intento de desentrañar la forma y el contenido de la religión más allá de las religiones. Para ello, se estudia no solo el desarrollo histórico de las grandes tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad, sino las constantes que cabe identificar más allá de la prácticamente inabordable heterogeneidad cultural existente. Desde el siglo XVIII —en especial gracias al decisivo impulso que recibió del pensamiento kantiano—, la filosofía de la religión se ha afanado en identificar las categorías metafísicas, epistemológicas y éticas fundamentales que articulan las principales tradiciones religiosas del mundo. El cansancio ante la teología natural, es decir, ante la tentativa de deducir los atributos entitativos y operativos de Dios desde la razón pura, incentivó de manera significativa el desarrollo de una reflexión filosófica sobre la esencia y las manifestaciones de la religión, que se abstuviese de pronunciarse sobre la verdad de sus enunciados metafísicos básicos, como la existencia de Dios y la relación entre un hipotético ser supremo y la humanidad.
El libro que tenemos ante nosotros se sitúa en una corriente filosófica distinta a la que acabamos de describir. En la tradición anglosajona, la filosofía de la religión se contempla muchas veces como una continuación de las especulaciones metafísicas clásicas en torno a la existencia de Dios, la naturaleza del ser divino y cómo se relaciona con el hombre. La Introducción a la filosofía de la religión de Murray y Rea constituye un ejemplo perfecto de esta tendencia. No se trata de un libro que busque discernir las categorías comunes a tradiciones religiosas tan dispares como la hindú o la cristiana, sino que desde el primer momento deja clara su voluntad de justificar racionalmente los dogmas definitorios del cristianismo. Puede entonces interpretarse como una apologética de las religiones monoteístas y, más aún, del cristianismo, pues además de examinar cuestiones clásicas de la teología natural, como los argumentos a favor y en contra del teísmo (esto es, de la idea de un Dios personal) o el análisis metafísico de atributos divinos como la eternidad, la omnisciencia y la providencia, discute objeciones inveteradas a la visión teísta, como el problema del mal y el argumento de la ocultación de Dios. No obstante, el libro no esconde su compromiso incondicional con la teología cristiana. De hecho, consagra todo un capítulo al dogma de la Trinidad.
Es de agradecer el esfuerzo argumentativo y el rigor conceptual de los autores para ofrecer justificaciones racionales de las creencias cristianas, sin refugiarse en ambigüedades lingüísticas y en expresiones de cariz místico o poético, como tantas veces ocurre con muchos libros similares. También es loable la claridad expositiva y la honestidad con que examinan los argumentos contra el teísmo y, en general, contra elementos nucleares de la visión cristiana.
Sin embargo, las objeciones que pueden plantearse a este trabajo no son desdeñables. Pues, en efecto, semejante despliegue argumentativo no hace sino regresar a los argumentos clásicos (el ontológico, el cosmológico…), sin que se aprecie realmente alguna innovación conceptual relevante, máxime a la luz de los conocimientos científicos actuales. Invocar de nuevo argumentos como el que proclama que «todo ser es dependiente o necesario» (p. 219), que es tautológico, porque define al universo como dependiente o necesario (y, en términos estrictos, solo sabemos que existan proposiciones necesarias, pero no objetos necesarios —al menos debería probarse, y no darse por supuesto—), o dar por hecho que “el universo empezó a existir” (algo que sencillamente no sabemos; la teoría del Big Bang no se pronuncia sobre el comienzo del universo en el tiempo: simplemente nos dice que el universo conocido procede de una explosión primordial), sin analizar, por ejemplo, la importante corrección al argumento de la imposibilidad de un regreso infinito en la cadena de las causas que dimana de los descubrimientos matemáticos de Cantor (que prueban la existencia de conjuntos infinitos numerables, lo que contradice a Aristóteles y a santo Tomás de Aquino), no parece que agregue mucho a las discusiones tradicionales.
Además, el lector puede llegar a pensar que los autores cometen en ocasiones una falacia argumentativa. Según ellos, la razón humana, con independencia de su adscripción a un credo religioso, puede dirimir –o al menos esclarecer notablemente– cuestiones como la existencia de Dios y la naturaleza de sus atributos. Sin embargo, los autores apelan con frecuencia a argumentos históricos, extraídos de la Biblia, sobre todo cuando estudian dogmas como el de la Trinidad. Esta mezcla de argumentos racionales (universales) e históricos (contingentes) no solo no es fácil de defender en un libro de pretensiones metafísicas más que teológicas, sino que, si quisiera ser consistente, debería asumir las plenas consecuencias de semejante enfoque. No es coherente invocar argumentos bíblicos sin examinar cómo la crítica histórica encuadra muchos de los versículos en los que se inspiran. Por ejemplo, intentar justificar bíblicamente el dogma de la Trinidad, cuando está más que demostrado que ningún versículo (salvo el famoso Comma Ioanneum, que es una interpolación posterior) profesa una fe nítida en la unión de las tres personas en una misma naturaleza, parece ignorar todas las investigaciones históricocríticas que tanta luz han arrojado. El libro, en definitiva, versa sobre teología natural más que sobre filosofía de la religión, dado que se centra unilateralmente en una tradición religiosa (la monoteísta y, dentro de ella, la cristiana). Es, en cualquier caso, de agradable lectura y contribuye a sintetizar de manera clara y efectiva muchas cuestiones metafísicas fundamentales.
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