Lamet, Pedro Miguel: El Tercer Rey. Cardenal Cisneros. Un genio político en la España de los Reyes Católicos. La Esfera de los Libros, Madrid, 2017. 344 páginas. Comentario realizado por Henar Pizarro Llorente (Departamento de Relaciones Internacionales, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Pontificia Comillas, Madrid).
Esta novela histórica realiza el acercamiento a la biografía de una figura tan polifacética como Jiménez de Cisneros desde una clara perspectiva política, como el propio autor especifica al final de su obra. Desde el inicio, el lector se ve imbuido en un torbellino narrativo que no da oportunidad a la pérdida del interés o a la monotonía. No cabe duda de que Cisneros fue un hombre a caballo entre dos épocas históricas. Esta cuestión constituye uno de los ejes más atractivos del libro, y que conviene resaltar respecto de otras cuestiones igualmente significativas. Asistió a acontecimientos prodigiosos que cambiaron la concepción del mundo en sí misma y que dejaron profunda huella en el devenir de la Historia. Tuvo el enorme acierto de evolucionar con versatilidad, lo que no siempre es fácil cuando se está inmerso en el cambio de paradigma. La mutación es nítida desde la perspectiva histórica, que nos permite el análisis de los factores que determinaron la transformación. El valor de hombres como Cisneros, con sus luces y sus sombras, fue percibir la línea que unía las dos realidades, situarse a caballo entre ellas y proyectarse en aquella que nacía a la par que el nuevo siglo. Las muestras de esta capacidad fueron muchas, puesto que, como nos dice el autor «nada en su vida avanzó en línea recta» (p. 21). Esta capacidad fue compartida solo por algunos de sus contemporáneos. Sin duda, uno de ellos fue el mentor y protector de Cisneros, Pedro González de Mendoza. Su estela fue seguida por el mismo en diversos aspectos, como el gusto por el olor a pólvora, que enlazaba con la tradicional idea de Cruzada y lucha contra el infiel tan arraigada en Castilla, y, sobre todo, en la labor de mecenazgo. Como es sabido, su gran sueño se concretó en la fundación de la Universidad de Alcalá (p. 160), que se convirtió en el humus que dio lugar a uno de los periodos más fecundos en el ámbito de la espiritualidad y del humanismo cristiano. Allí, se nos narra en el libro, acudió Antonio de Nebrija, tratando de encontrar un refugio ante el rigor del “fernandino” Diego Deza al frente de la Inquisición, y dejó constancia de su visión del proyecto de la Políglota. Allí trabajó el impresor Brocar para difundir el conocimiento de la espiritualidad y del humanismo que llegaban de Italia y del Norte de Europa.
No obstante, y a pesar de todos estos aspectos, el escenario general por el que transita el protagonista de la obra y su fiel amigo Francisco Ruiz, que actúa como narrador incansable, está definido por la política cortesana. La conformación del “partido isabelino” y su identificación con la política y espiritualidad propugnada por el mismo propiciaron su designación como confesor de la reina. Desde el ejercicio de tan señalado cometido obtuvo el respaldo necesario para iniciar una reforma del clero comenzando por su propio orden, que también afectó al cabildo catedralicio cuando ocupó la Silla Primada. Así mismo, Cisneros se puso al frente de la Inquisición. A duras penas accedió Isabel la Católica a su conformación, pero las graves tensiones sociales y políticas, y la conveniencia de anclar la unión en una lengua y una religión común, sin minorías religiosas o brotes heterodoxos, rindieron su resistencia, y se puso en manos de los “fernandinos” una poderosa herramienta para su acceso a los principales cargos de la Monarquía y del poder municipal (pp. 87-89). Realmente, la Inquisición fue un arma de revolución social en sus manos, que se significó cuando la pérdida de protagonismo político de Isabel al final de la centuria incrementó la influencia de Fernando. Cuando Cisneros accedió al cargo de Inquisidor General, procedió a reformar el tribunal, acabó con los excesos y renovó a los miembros del Consejo como, sobre todo, a los inquisidores de distrito, cargos en los que ocupó a leales servidores. Su nombramiento ponía fin a los excesos del inquisidor Rodríguez Lucero en Córdoba (pp. 212-213).
Sin embargo, lo esencial de la labor cisneriana en el ámbito político fue su capacidad de convertirse en una figura de consenso, cuestión tan dificultosa como necesaria en tiempos de cambios profundos. Las tensiones sociales que se habían contenido se volvieron a poner de manifiesto tras la muerte de Fernando el Católico. Cisneros supo, en este periodo especialmente difícil, ejercer su patronazgo sobre nobles, clero e instituciones, y logró impedir que los descontentos desembocasen en revueltas. Su habilidad permitió que los reinos se mantuviesen en paz, puesto que supo aglutinar diferentes grupos y tendencias. Así, pareció gobernar Castilla al gusto de los “fernandinos” y a la vez impulsar una reforma de la espiritualidad y de la cultura de raíz “isabelina”.
En unos tiempos en que se insiste desde distintos ámbitos de nuestra sociedad y se hacen eco los medios de comunicación de la importancia del conocimiento de la Historia de España, cualquier vía que sirva para su difusión y acercamiento a un público interesado, pero no especializado, debe de ser aplaudida y fomentada si, como el libro que hoy se presenta, se rige por la observancia del rigor histórico, aderezado y dulcificado por una ágil pluma literaria. La vida de Cisneros terminaba cuando había cumplido su misión de puente entre dos épocas y había logrado finalizar su labor de transmisor entre ambas etapas. A pesar de su impulso evangelizador de las tierras americanas y su liderazgo en las campañas que se desarrollaron en el Norte de África, reflejados igualmente en el libro, para el Cardenal prevalecía la visión “desde dentro”. Para el joven Carlos, que no llegó a conocer, el acento estaba en la visión externa, imperial y global.
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