miércoles, 13 de febrero de 2019

Andrés García Inda: Capaces de enseñar, dispuestos a aprender. Por José Fernando Juan Santos

García Inda, Andrés: Capaces de enseñar, dispuestos a aprender. Mensajero, Madrid, 2018. 142 páginas. Comentario realizado por José Fernando Juan Santos.

Decimos muchas veces que la espiritualidad no debe situarse al margen de la misión y mucho menos de la vida. Este libro consigue mostrar cómo todo está imbricado y con qué luz y fuerza la espiritualidad ignaciana, con sus claves fundamentales y esenciales, es capaz de iluminar con hondura qué es la educación y cómo se lleva a cabo en la actualidad. Una reflexión abierta que retoma, en un tiempo de innovaciones y de mucho movimiento en las aulas, el sentido y las finalidades de mayor calado. De ahí que no se vea en el índice ningún elenco de nuevas metodologías, sino de grandes virtudes, bien conocidas y continuamente pensadas y vividas en la tradición cristiana: la sencillez, como esa mirada que nos conduce a lo importante y aleja de lo superfluo; confianza, como la capacidad que nos abre interiormente para dejarnos enseñar por otro, en una relación sincera; la paciencia, como virtud de la permanencia en el propio ritmo y aleja de comparaciones, quemazones y agotamientos; y la profundidad, nacida curiosamente del magis ignaciano, que no se pierde en la cantidad y favorece la atención. 
¡Asombro!, en todas las páginas reluce el asombro. Un libro tan bien escrito y dicho con tanto cariño, apelando a fuentes de la tradición y a referencias muy actuales, que debería ser una lectura obligatoria para aquellos que empiezan a enseñar en esta corriente que surge de Ignacio de Loyola, y un repaso apasionante para quienes llevan en la escuela años. En el mundo de lo práctico, de “lo útil”, García Inda nos introduce en la pregunta esencial: para qué hacemos lo que hacemos en la escuela, hacia dónde queremos cambiar y qué debemos cambiar para ir en esa dirección. Muchas veces en la escuela católica, empujada por modas y por presiones circunstanciales, se perciben esos movimientos que alejan del corazón. ¿No tendríamos que discernir, percibir, sentir y gustar la moción del Espíritu, también en nuestras estructuras educativas, en nuestros educadores, en la comunidad? ¿No llega el auténtico aprendizaje en el alumno cuando éste queda asombrado, no es eso una forma muy nuestra de unir contemplación y acción? ¿No es la educación, o no debería ser al menos, ese espacio de máximo respeto y acompañamiento del espíritu y del alumno? ¿No es una continua invitación a una vida sólida y buena, profundamente virtuosa que se enriquece en compañía y transforma el mundo?

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