Morton, Timothy: El pensamiento ecológico. Paidós, Barcelona, 2018. 205 páginas. Traducción de Fernando Borrajo. Comentario realizado por Jaime Tatay.
El ensayo del británico Timothy Morton, publicado en inglés en 2010 y traducido al castellano recientemente por Paidós, vio la luz después de su influyente Ecology without Nature (2007), el libro que le catapultó a los círculos académicos.
El “filósofo profeta del antropoceno” (así le apodó el periódico The Guardian en un reciente artículo) argumenta, en continuidad con su obra precedente, que el discurso ecológico contemporáneo ve la naturaleza y la civilización como dos cosas separadas, como si la naturaleza fuese algo de donde emergió la cultura y de la que, más tarde, se ha alejado. A juicio de Morton, resulta imprescindible disolver esa falsa dicotomía y entender la naturaleza como una construcción social inseparable de la civilización. Esa sería una de las tareas principales del “pensamiento ecológico”, una labor de deconstrucción epistemológica y cultural.
El trabajo, bastante ecléctico en el uso de las fuentes y poco sistemático en el tratamiento de las diversas cuestiones, podría ubicarse en un espacio indeterminado entre la ética ambiental, la ontología, la epistemología y la crítica literaria y artística. Moviéndose con fluidez entre la filosofía, la biología, la psicología, la literatura, el arte visual y la cultura popular, el profesor de la tejana Rice University desarrolla de forma un tanto provocadora los conceptos de malla, extraño forastero e hiperobjeto —categorías centrales de su pensamiento a las que ha vuelto en obras posteriores— para introducirnos en un ámbito “siniestro” e inexplorado por el ser humano: el del pensamiento ecológico.
A juicio de Morton, tomar conciencia de las profundas interdependencias que nos conforman y atraviesan –de la malla– no es sólo una de las tareas a las que nos conduce la conciencia ecológica que emerge de la nueva visión ofrecida por las ciencias, es también una de las características definitorias de nuestro tiempo. El carácter siniestro y oscuro del pensamiento ecológico se fundamenta en un nuevo conocimiento —posibilitado por la visión reticular que nos ofrecen los descubrimientos de la física y la biología— de habitar un mundo en el que la frontera entre la vida y la no-vida es difícilmente delimitable: “A escala microscópica y macroscópica, las cosas son menos completas, están menos integradas y son menos independientes de lo que creíamos” (p. 56).
El mundo está conformado por extraños forasteros, pero no se trata solo de las realidades que encontramos más allá de nuestra percepción y nuestros sentidos, también “nosotros somos el extraño forastero” (p. 114). El pensamiento ecológico nos confronta con “el plano subestético del ser”, el plano que trasciende la categoría de la belleza y de lo sublime y nos conduce a contemplar —y amar— a los seres extraños e inquietantes:
“Una de las tareas del pensamiento ecológico consiste en averiguar cómo se ama lo inhumano: no solo lo no humano (eso es más fácil), sino también lo drásticamente extraño, peligroso e incluso ‘maligno’, pues lo inhumano es el núcleo extrañamente extraño de lo humano” (p. 119).
Otra cuestión que atrae la atención de Morton son realidades tan distintas en apariencia como internet, el cambio climático, el plutonio enriquecido o el poliestireno; todas ellas muestran la sorprendente capacidad humana para generar objetos “impensables”. Se trata de aquellos objetos nóveles o hiperobjetos que “evocan un terror que va más allá de lo sublime y calan más hondo que el típico miedo religioso” (p. 163); al perdurar durante miles de años —trascendiendo el espacio, el tiempo y la muerte— requieren, en buena medida, una actitud espiritual para pensarlos.
La tercera sección del libro, titulada “reflexión anticipatoria”, es la parte más propositiva del ensayo. En ella, Morton remite a cuatro ámbitos culturales que pueden catalizar los cambios que precisamos: la ciencia, la filosofía, la economía y la política. En el ámbito económico, denuncia la infestación maltusiana de la economía y la ideología ambientalista, así como la falsedad de la “tragedia de los comunes” de Garrett Hardin. “Sólo hay camino, y es hacia delante, lo que implica hablar sobre la propiedad colectiva, tomar decisiones conscientes, gestionar bienes, etc.” (p. 154).
A diferencia de lo que sucedía hace 60 años, hoy, en la era del antropoceno, todo lo que hacemos es susceptible de plantear una pregunta ecológica. El pensamiento ecológico ya no forma parte solo de un debate académico, sino que ha salido a la calle y ocupa todos los ámbitos de la realidad. Actos cotidianos como vestirse, comer, viajar, encender la luz o hablar del tiempo ya no son acciones moralmente neutras, acciones insignificantes sin consecuencias éticas. Vivimos o, lo que es más importante, sabemos que vivimos en un mundo radical e irreversiblemente transformado por la acción humana en el que fenómenos como la creciente concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, la presencia de isótopos radioactivos en la corteza terrestre, la acidificación del pH de los océanos, la acelerada extinción de especies o la existencia de microplásticos en mares y lagos solo se pueden explicar como resultado de la agregación de billones de pequeñas decisiones humanas, en apariencia insignificantes.
Esto constituye, para Morton, una auténtica revolución copernicana comparable a la que Darwin, Copérnico o Freud provocaron en su época. Las soluciones propuestas para vivir en la nueva era ecológica son, como su diagnóstico, eclécticas y poco sistemáticas. Por un lado, hay referencias implícitas al pansiquismo sugiriéndose que, bajo la nueva conciencia medioambiental, palpita “una versión actualizada del animismo”. Al fin y al cabo, “la ética del pensamiento ecológico reside en considerar a los seres como personas, aunque no lo sean” (p. 25). Por otro lado, se hacen guiños también en varias ocasiones al pensamiento budista y a una religiosidad no-teísta, proponiendo incluso el cultivo público de la meditación: “Quizás la política empiece a incorporar la espiritualidad (¡difícil palabra!), en el sentido de un cuestionamiento y una apertura radicales” (p. 159). Valga una de las últimas frases del ensayo para sintetizar las claves escatológicas del pensamiento ecológico de Morton:
“La religión es un sucedáneo de la intimidad perdida. Si la Naturaleza es religión, entonces la intimidad perdida vuelve a encontrar en la ecología al extraño forastero. El pensamiento ecológico llora la pérdida de una Naturaleza que en realidad nunca existió, salvo en alguna utopía” (p. 168).
El pensamiento ecológico merece leerse. Pero debe leerse con detenimiento y sentido crítico. No es un libro para aquellos que deseen introducirse por primera vez en el tema; sí que lo es para aquellos que hayan dedicado tiempo para pensar en las raíces culturales de una de las cuestiones mayores de nuestra época.
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